Semblanza
Adolfo Córdova. Veracruz, Ver., 1983
Adolfo Córdova es un periodista, escritor y mediador de lectura miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte de México. Máster en Libros y Literatura Infantil y Juvenil por la U. Autónoma de Barcelona.
Ha publicado 13 libros que han recibido reconocimientos como el Premio Nacional Bellas Artes de Cuento Infantil de México, Los Mejores del Banco del Libro de Venezuela, The White Ravens, Premio Bologna Ragazzi, Premio Fundación Cuatrogatos y Los mejores libros infantiles de la Biblioteca Pública de Nueva York.
Imparte cursos y talleres en diversas universidades de México y el extranjero y tiene un blog de periodismo especializado en literatura infantil y juvenil: linternasybosques.com Además de leer y escribir, ama andar en bicicleta, las caminatas en el bosque, cantar en karaokes con su compañera y conversar con niñas, niños y jóvenes.
"Un regreso a Ávalon" se incluyó en la antología de becarios del FONCA de la generación 2018-2019, primer período.
Un regreso a Ávalon
Más gritaba su madre para que volviera, más se internaba Anma en el bosque. Los pies apenas calzados con sandalias de cuero, la herida de vara abierta en la espalda baja y un solo pensamiento subiendo hasta su cabeza: ¡Ávalon!
—¡Hija, vuelve! ¡Lugh, déjala!
Una rama y otra, más y más arriba, trepa Anma por la vieja encina y conjura entre dientes: No soy tu hija, esa no es mi casa, otro es mi destino. El druida se lo había dicho.
—No vendrán a buscarte. Debes ir tú misma a Ávalon y reunirte con ellas. Pero no habrá barca de roble ni remo lo suficientemente pulido capaz de franquear las olas que estallan en sus acantilados, en el mar allende las nieblas. Tampoco encontrarás un pasaje subterráneo al fondo de una cueva que te conduzca hasta los palacios de las hadas. Has de ir al norte, al final de la tierra, hasta la encina roja, ofrendarle una corona de flores en la base, luego subir sin mirarte los talones y esconderte en la horcadura más próxima a la copa. Deberás decir las invocaciones y esperar allí un soplo de viento. Y no olvides, antes de marcharte…
Myrdhin, el druida, interrumpió sus instrucciones. Podía escuchar la respiración entrecortada de Lugh, el padre de Anma, cerca de la choza. Venía por ella.
Lugh no estaba seguro de que el viejo mago conociera su historia. No lo había visto nunca sino hasta aquella tarde que Anma había dados sus primeros pasos firmes y corrido al bosque. Entonces descubrió la choza. El druida, sorprendido de que el padre hubiera entrado al bosque, le había sonreído y dicho que la niña era bienvenida siempre que quisiera.
Casi nadie podía acercarse allí, internarse a ese bosque de silbidos ocultos era peligroso para los humanos, quien conseguía entrar y salir, volvía a su aldea hablando otra lengua, una lengua extraña que terminaba por enloquecerlo. El bosque sólo era accesible para los druidas, como Myrdhin, y los bardos, como Lugh.
Desde muy joven, Lugh había recorrido todas las aldeas y pueblos de esa enorme isla, Nolavá. De la costa agrisada hasta las frías cumbres donde algún brote de gente hubiera echado raíz. Pero el sitio donde pasaba más tiempo era aquel bosque al norte de la isla, cercano a su propia aldea. En sus espesuras había conocido a Nila, una silenciosa hada que le contaba historias antiguas de magos, gigantes y elfos, batallas de pájaros y alianzas dignas entre humanos y seres de distintas naturalezas. Nila le señalaba los árboles sagrados, las huellas que nadie debía pisar ni barrer y las ofrendas para renovar la luna. Y le daba obsequios.
Los dos que más atesoraba Lugh eran una ascua dorada, tibia en su mano, pero ardiente al tocar el agua o la leña, que calentaba o encendía al instante, y una campanilla de arcilla cuyo repiqueteo adormecía profundamente.
Por los obsequios y el conocimiento que Nila revelaba, nada más que a él, ella sólo le pedía a cambio que lo contase. Ese era su arte. Que contara, sobre todo, la historia de Ávalon, la isla de la que ella y todas las demás hadas provenían. Ávalon, unida a esa otra isla, Novalá, como una imagen a su espejo. Ávalon, el molde; Nolavá, el hierro fundido.
Y Lugh habló de esa isla siempre fantasmal, movediza e invisible, tapizada de manzanos, seccionada por arroyos y arroyuelos como nervaduras en una hoja de plata, donde la noche era una oscura gruta solo iluminada por el vuelo de los escarabajos brasa y el día templaba hasta a los peces enterrados en el lecho de las lagunas, allí, entre inciensos y prodigios, habitaban las cronistas originarias, las que transmitían a los humanos lo que ellos convertían en mito.
Y contando, Lugh fue creciendo, hasta que los cuentos y trucos de Nila no alcanzaron. Quería ver su propia historia en otra historia: tener un hijo. No de ella, ellos no intercambiaban ninguna mirada que ansiara otro deseo más que el de escucharse. Los ojos de Nila eran como dos pequeñas pozas transparentes que adquirían el color de lo que miraban. A Lugh le incomodaba ver el color de sus propios ojos, negros, reflejado en los de ella. Nunca se sintió atraído.
Se unió con una mujer de una aldea vecina, Noreia, y ella bebió todas las mezclas de hierbas y néctares que Nila les preparó. Nada resultaba. No podían concebir.
Así que algún tiempo después, una noche, el hada citó a Lugh en un claro del bosque y le entregó a una recién nacida envuelta en una manta trenzada con pétalos de nardo y retoños de helecho.
—Su nombre es Anma —le dijo a Lugh—. Podrán amarla como yo pero deberán dejarla ir a mi mundo. Estará con ustedes nueve años, después nueve conmigo, en Ávalon, y luego podrá andar entre los dos mundos o elegir en cuál quedarse. ¿De acuerdo?
Lugh la cargó sonriente, hechizado en el acto por la fragilidad y calma de la criatura, que calentaba su propio pecho.
—Hasta su noveno cumpleaños. En el solsticio de invierno. ¿De acuerdo?
—Sí —dijo Lugh con la mirada fija en la niña.
Nila lo tomó de los hombros para que la viera a ella. Cuando finalmente Lugh alzó el rostro, el hada sintió un escalofrío. En los ojos del hombre, en un parpadeo, vio aparecer y desaparecer los inconfundibles ojos de un cuervo. Presagio de muerte. Sus propios ojos se oscurecieron al verlo y sintió la punzada previa a las malas nuevas. Dudó, quiso pedirle de vuelta a la niña, pero se contuvo, tal vez se equivocara, el pacto ya estaba hecho.
Entre los pliegues de la manta, Nila había colocado una cáscara de nuez que contenía savia de un manzano de Ávalon. Tanto la niña como su mujer debían beberla. Así Noreia tendría leche y Anma querría tomarla.
Y la amaron. Y jamás volvió Lugh a entrar a ese bosque. Ni contó más historias de Nila y la isla. Cuando los ancianos le llevaban a sus nietos sedientos de gigantes, magos, reinas, elfos y hadas, él les decía que no recordaba nada de aquello. Había colgado una cruz en su puerta, cortó los árboles sagrados, barrió las huellas mentoras y concluyó que la luna seguiría alumbrando, aunque no le hicieran ofrendas.
Eran pocos los bardos en la isla. Un par los que vivían cerca de ese bosque. Y uno sólo el que había aflojado la apretada suspicacia de las hadas: Lugh. Nila tuvo miedo de permanecer en Nolavá, se sentía invisible y débil, y pronto prefirió regresar a Ávalon.
Al principio intentó atraer a Lugh al bosque para averiguar qué le ocurría; poco después, cuando entendió que estaba desconociendo su pacto y más que eso, su mundo, prometió que si entraba al bosque lo estrangularía con una hiedra. Consideró encontrar alguna manera de quitarle a Anma, tal vez Myrdhin, el druida, podría ayudarla, pero resolvió que no. No podía romper un pacto.
Así que mientras tuvo fuerza para continuar allí, secó el pozo de Lugh, envió plagas a sus hortalizas y silbó a los halcones para que picotearan su techo de paja en la víspera de una tormenta. Pero Lugh iba por agua hasta el río, combatía las plagas y reparaba el techo.
Y Anma, crecía.
Lugh y Noreia la amaban… o eso repetían para sus adentros. Ninguno de los dos admitía que la pequeña despertaba en ellos cierto temor, algún recelo, una vaga intuición de peligro. No era su cuerpo, quizá su sombra. No la transparencia en sus ojos, herencia de su madre, quizá lo que veían reflejado allí. ¿Podría ser que hubiera mordido el pecho de Noreia con deseos de herirla? En respuesta a esa y otras sospechas, algunas veces la castigaban manteniéndola dormida el día entero con el tintineo de la campanilla de arcilla o dejando caer una hormiga roja en su cuna o incluso calentando de más el agua de su baño con el ascua dorada. Anma gritaba su llanto. Pequeños ajustes de cuentas, pensaban.
Pero igual había arrullos y reían con ella. Noreia masticaba la carne para darle y Lugh le preparaba la miga remojada en leche.
Una tarde ocurrió aquello difícil de prever. El momento en que los pasos tambaleantes de un niño que aprende a caminar se convierten de repente en pasos firmes y echan la carrera. Anma corrió hacia el bosque prohibido instintivamente, como si sus latidos la empujaran en esa dirección. Lugh afilaba un hacha y Noreia tiraba grano a las gallinas cuando oyeron una risa en las lindes del bosque. Ambos corrieron, Noreia estuvo a punto de entrar bajo riesgo de salir enloquecida o no salir más. Lugh la detuvo. Iría él. Esperaba que el bosque lo reconociera, luego temió precisamente eso, pero entró.
—La niña es bienvenida siempre que quiera —dijo Myrdhin sentado en un tocón delante de su choza y ofreciendo moras a la pequeña, y le bastó una mirada para decir también: ella sí, tú ya no.
Lugh alzó a la niña bruscamente antes de que pudiera alcanzar la mano del druida. Anma pataleó, se retorció y lloró tanto como pudo hasta que oyó al bosque llenarse de aullidos y graznidos más fuertes que los de ella; notó que su padre temblaba en la carrera, y guardó silencio.
Lugh decía a Noreia que ya era tiempo de disciplinar a la niña con vara como a los cerdos y la azotó esa noche creyendo que escarmentaría.
Pero Anma volvió. Y el druida la esperó paciente cada vez. Le curaba las heridas de vara con una pomada de azucena y tilo mientras le contaba historias de Ávalon y le enseñaba a reconocer los silbidos y deslizamientos a su alrededor. Le nombró las plantas curativas y aquellas de frutos venenosos, le mostró cómo pisar sin dañar ni hacerse daño y cómo trepar a olmos y encinas. En particular a la encina roja que marcaba el límite norte de la isla y el fin del bosque. Allí, la tierra se adelgazaba hasta formar un peñasco cubierto de arbustos, con una encina cuyas ramas suspendidas sobre el abismo ansiaban rozar el océano. Anma debía conocer bien aquel lugar y trepar muchas veces en otros árboles antes de intentarlo en ese.
Myrdhin y ella se sentaban con los pies colgando en el desfiladero. Él le señalaba el horizonte de mar sin ningún islote, apenas un farallón cercano donde anidaban bandadas de frailecillos y araos negros. Ella miraba hacia abajo el corte abrupto de piedra escarpada y el mar atajado.
—Muchos han querido encontrar el camino a Ávalon —le contaba a Anma—, pero no hay camino que los humanos reconozcan. Sólo alcanzan a ver una isla hecha de bruma que se desvanece cuando pretenden desembarcar. Para hacerlo es necesario un pasaje secreto… que, como te he contado, las hadas han dejado de cruzar hacia este lado.
El contacto de Nolavá con Ávalon se extinguía. Era como una hoguera a punto de apagarse que Myrdhin mantenía encendida dejando ofrendas, cantando rezos y haciendo cómplice a Anma de lo que sabía.
—¿Por qué me has contado todas estas cosas? ¿Por qué me gusta tanto este bosque? ¿Por qué mi madre no entra y se queda en las orillas rogando que vuelva? ¿Por qué mi padre me saca a rastras cuando me descubre?
Más y más años, más y más preguntas. Myrdhin había evitado darle detalles sobre su origen. Sólo le decía que tenía un vínculo con ese bosque y con Ávalon, y que ya llegaría la hora de revelárselo. En el solsticio de invierno de su noveno año, cuando se cumpliera el acuerdo de Nila y Lugh.
Myrdhin observaba la luz recortada de los días y supo que debía empezar el último ciclo de la preparación. Aprovechaba cada escapada de Anma para hacerla subir a la encina roja hasta que lo consiguiera con los ojos cerrados. Y así, también, con ojos cerrados, la hacía caminar por la orilla del peñasco.
—Siente el viento a tu costado —le decía—. El viento no te dejará caer. Busca el equilibrio en las corrientes de aire. Necesitas confiar en el viento, aunque ruja.
Tres días antes del solsticio, Anma llegó muy agitada hasta la choza del druida. Su padre no tardaría en llegar.
—¡Amenazó con encerrarme en el granero!
—Y lo hará, porque sabe que se acerca la fecha y teme… ¿tienes el ascua dorada y la campanilla?
—Sí, los escondí hace tiempo como me dijiste.
—Bien. Llévalos contigo cuando te encierre. Usa la campanilla para escapar y el ascua para…
—¡Anma! —la voz del padre empezaba a oírse.
—...ya sabes para qué.
—¡Ven, ya! —la voz del padre más cerca.
—Anma, escucha. En tres días concluirá el pacto que me hacía retenerte aquí, que me impedía ayudarte a ir a Ávalon. Un pacto que Nila…
—¿El hada de tus historias?
—Sí, Nila… un pacto que ella, tu madre verdadera, hizo con Lugh.
Anma ansiaba oír esa verdad, quería ser de otro sitio, alejado de este que le parecía tan ajeno. Pensaba en Ávalon como si fuera una manzana roja y jugosa en el centro de una gran mesa vacía.
—Debes ir con tu verdadera madre y tus hermanas, a tu casa. No vendrán a buscarte. Debes ir tú misma y reunirte con ellas. Pero no habrá barca de roble ni remo lo suficientemente pulido…
Tenía sentido. Anma recordaba un arrullo distinto al de su madre y una caricia de neblina tibia sobre su rostro cuando se quedaba sola. Algunas mañanas despertaba con el sabor de un rocío dulce en los labios y se encontraba ramilletes en su camino del establo al pozo, del pozo al corral, del corral a la hortaliza.
Mientras escuchaba a Myrdhin, sentía sus latidos empujándola en dirección a la encina. El mago continuó:
— Deberás esperar allí arriba el soplo de viento. Y no olvides, antes de marcharte…
—¡Anma! —la voz de Lugh casi encima de ellos. La niña repetía en su mente cada palabra del mago.
—Antes de marcharte, el corazón de tu prueba, ya lo sabes: incendiar la casa de tus padres. Recuerda, como lo hablamos.
—¡Vamos, Anma!
—Y toma esta corona de flores como regalo por tu noveno cumpleaños —dijo Myrdhin.
—¡No aceptes nada de él! —Lugh, vara en mano, ya estaba frente a ellos, pero no osaba aproximarse más.
—Es mi ofrenda para honrar su vida, Lugh. No le hará daño, ni a ti tampoco.
Anma avanzó hacia su padre y emprendieron el regreso.
—Anma, sabes que voy castigarte —dijo el padre—. Este bosque es peligroso. Te lo dije mil veces, ese viejo podría... No volveré a azotarte, se lo he jurado a tu madre, pero igual recibirás un castigo.
Antes de que la encerrara en el granero, anexado a la cabaña en la que vivían, Anma tomó un pequeño saco en el que guardaba el ascua y la campanilla y lo escondió bajo la piel de zorro que su padre le había permitido llevar a su encierro.
En el tercer día, el día de su cumpleaños, el solsticio de invierno, a media tarde, su padre abrió la puerta del granero para ofrecerle un pan. Anma hizo sonar la campanilla y su padre cayó dormido al suelo.
Noreia no estaba allí, había ido al pueblo próximo.
Anma sacó el ascua dorada y la apoyó sobre las camas de paja y juncos que prendieron al instante. Poco a poco, desde que Myrdhin se lo había indicado, la niña había rellenado con paja, ramitas y hojas secas los huecos entre los tablones de la casa. Debía volverla una gran hoguera.
Tomó la corona de flores apoyada en una silla y se la puso. Corrió a una esquina de la casa con la intención de encender con el ascua un montoncito de paja que había reunido, y así acelerar el incendio. Pero justo cuando estaba por tocarlo sintió un varazo en la espalda y un jalón. Anma dejó caer el ascua sobre la paja y volteó a verlo. Lugh tosía por el humo, que lo había despertado, y tenía los ojos enrojecidos. Y los ojos de Anma se enrojecieron más de furia.
Tiró y se zafó de su padre.
Salió de la casa en llamas. ¡Ávalon! La herida en su espalda sangraba bajo su delgada túnica, se abría más a cada zancada, pero Anma no se detuvo. Un solo pensamiento en su cabeza: ¡Ávalon!
Su madre volvía del pueblo con una tarta de miel para celebrar el cumpleaños y la vio internarse en el bosque.
—¡Hija, vuelve! ¡Lugh, déjala! ¡Anma, Anma!
La niña no volteó.
El padre tampoco, aunque escuchó a su esposa llamarle, siguió persiguiéndola.
Cada pisada perfectamente estudiada, cada raíz y piedra musgosa conocida, sin resbalar ni un momento, hacia el norte, con el último haz de luz de esa tarde oscura.
Anma escucha lobos, ve saltar ciervos y liebres, aguilillas y tordos le aletean cerca de la cabeza. No teme. Llega a la encina roja. Deja la corona de flores en su tronco, trepa sin mirar hacia abajo, se esconde en la horcadura más próxima a la copa, dice las invocaciones y espera. Lo ensayó tantas veces. Debe esperar un soplo de viento, el pasaje secreto.
—¡Anma! —ruge su padre—. ¡Baja!
Otro rugido, pero de ráfaga. Un soplo fuerte. Anma se para sobre la rama. Es la más alta, la más gruesa y la que más lejos se estira sobre el mar.
Su padre tiene el ascua y la mete en un hueco en el corazón del árbol.
—¡Anma! —otra voz, la de Noreia.
Anma se tambalea, sorprendida de escucharla. Su madre… es decir esa mujer, nunca había entrado al bosque… Oye crujir las entrañas de la encina encendidas con el ascua.
—¡Anma, por favor, baja! —insiste la madre—. ¡Detén esto! ¡Es mi hija! —le exige a Lugh. El padre, incendiado aún por la ira, tose, le falta el aire, se arrodilla y no hace más, sólo mira.
La encina empieza a sacudirse. Anma debe sentarse sobre la rama para no caer. Se acerca al extremo. Bajo sus pies ya ve el choque del mar contra el acantilado. La encina cruje, la rama se inclina hacia el abismo, Anma siente el fuego detrás, persiguiéndola. Otro soplo de viento más fuerte aviva las llamas. La niña oye el desprendimiento de las raíces. Ha fracasado.
¡Y ahí está! El aire arremolinándose al final de la rama, el pasaje secreto, un túnel de viento. La encina roja chilla, cruje y se precipita hacia el mar. Anma salta al túnel.
Noreia grita, la mueve el impulso de aventarse, pero Lugh la detiene. Ambos creen que Anma ha caído con el árbol. En el cielo nocturno y nublado, el túnel es imperceptible.
Anma corre sobre él, es firme, cosquilleante, traslúcido, perfecto. Le cuesta confiar al principio, pero se acostumbra y lo disfruta. Mira hacia abajo, tras la corriente de aire firme que la sostiene, el farallón lleno de pájaros y luego mar, puro mar. Y sigue así un rato hasta que distingue un final: cientos de puntos encendidos y otra rama de árbol por la que descender. ¡Ávalon!
Al borde del peñasco, un hombre yace estrangulado con un atado de hiedra. En el pueblo, la gente escucha gritar a una mujer, la conocen. ¡Es Noreia!, ¡Noreia! Les señala el bosque prohibido, pero habla una lengua incomprensible, diabólica, dicen. Ella implora, pero nadie la entiende, nadie la acompañará de vuelta al bosque a buscar a su hija. Ella la vio caminar en el aire. Será juzgada bajo la cruz. Arderá por sus pecados.
Una mano suave, como una caricia de neblina tibia, la ayuda a bajar del túnel entre las ramas de un manzano rojo.
Anma escucha correr miles de arroyos, sigue el vuelo de los escarabajos brasa, encendidos como diminutos fuegos fatuos, siente el aroma de los inciensos y recibe el abrazo de muchas mujeres al pie del árbol.
Nila la envuelve en una manta hecha de pétalos de nardo y retoños de helecho. Y le da una manzana.
—Feliz cumpleaños, hija.
Anma baja la cabeza, muerde la manzana. El delicioso jugo escurre por su mentón. Nila toma los hombros de la niña, busca su mirada y siente un escalofrío. En los ojos de Anma, en un parpadeo, ve aparecer los inconfundibles ojos de un cuervo.
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CÓMO CITAR: Córdova, Adolfo (2019). Un regreso a Ávalon. En Antología Jóvenes creadores 2018-2019 Primer período. México: Secretaría de Cultura-FONCA. Págs. 28-38. Recuperado de: https://fonca.cultura.gob.mx/jovenes-creadores/wp-content/uploads/2019/09/antologia_jc_pp.pdf
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