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"Cuatro brazos" | Darío Islas | México en sus Letras | FONCA, JC 2018-2019

Crédito de la imagen: Gaceta UNAM Ideogram

Recuerda conectarte a la transmisión en vivo desde la página El Estudio de Damiana, en Facebook, el viernes 24 de marzo de 2023, a las 20:00 hrs.


Darío Islas. CDMX, 1983.

Pasante de la licenciatura en lengua y literaturas hispánicas por la UNAM donde es tesista.

Primer lugar en el concurso Punto de partida en la categoría Crónica del año 2017. Obtuvo también mención honorífica en el Concurso de Cuento de Ciencia Ficción por la UNAM en 2016.

Actualmente estudia la licenciatura de derecho y seguridad ciudadana en la Escuela de Estudios Superiores de la Ciudad de México

"Cuatro brazos" se incluyó por pimera vez en la antología de becarios del FONCA de la generación 2018-2019, segundo período.



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Cuatro brazos


Era la noche de día de muertos. Fue hace tiempo; todavía no le llamábamos Halloween. Si le hubiera dicho así, seguramente los niños de mi calle se hubieran reído. “Te crees gringoˮ, me habrían dicho, mofándose de mí como lo hacían todo el tiempo. Sus burlas serían comprensibles, pues en ese entonces no teníamos idea de que la celebración anglosajona desplazaría a su contraparte nacional muy lentamente.

Tampoco me molesta mucho. De cualquier manera, no le tenía mucho apego a esa fiesta; no tuve parientes que se murieran hasta que fui adulto. Los altares en mi casa presentaban fotos en blanco y negro de personas que no conocía, con las cuales tenía tanto apego como a las caras de los libros de texto en la clase de historia. Eran personas que existieron en una época distante; mis padres, abuelos y demás, todos estaban vivos y no supe qué era perder a un ser querido sino mucho después. Por lo cual, ver desaparecer esa tradición sustituida por una fiesta no me molestó, más bien fue interesante atestiguar el cambio.

Ahora los niños se disfrazan para caminar en la noche como en las películas de terror, portando sus trajecitos que buscan dar miedo, aunque provocan ternura. Esto es muy reciente, antes no había calabazas, brujas, ni focos de color naranja como si fuera una fiesta de navidad noctámbula. En el tiempo del que hablo se adornaba poco. Más allá de los pétalos de flores en la entrada, no se veían decoraciones en las paredes. En mi primaria ponían calaveras disfrazadas de personajes de la revolución o maestros (profesores genéricos, no los que me daban clases). Cada año pedían a los alumnos que lleváramos una y cuando pasaba la fecha se guardaban para el siguiente año, por lo que la colección del colegio era enorme, aunque a final de cuentas todas eran parecidas.

Papá y yo nos pasamos la noche buscando mi calavera. Me llevó por toda la avenida principal recorriendo papelerías y farmacias. Antes las tiendas no estaban especializadas y en cualquiera podías encontrar de todo; aún no se acostumbraba montar un lugar para un solo producto (en este caso adornos para una fiesta), así que daba lo mismo ir a un local que a otro. El problema fue que en cada lugar encontraba las mismas. Los más sofisticados tenían hombres lobo o vampiros anónimos porque ni siquiera existían las películas famosas de Hollywood. Pese a que ya se habían producido los grandes clásicos del cine de los cincuenta, en mi ciudad no había manera de que se conocieran. Yo tomaba aquellas figuras, movía apático sus articulaciones de goma y se la devolvía al tendero que, desesperado, lo colocaba de vuelta en su sitio. Papá se mostró paciente, pero comenzaron a cerrar y ya iba a ser hora de que me durmiera.

― ¿Qué estás buscando, hijo? ¿Cuál les pidió la maestra?

Ella no dijo nada en particular. Que lleváramos un adorno que nos gustara y yo supe en el instante qué quería; no podía encontrarlo. No sabía con precisión qué buscaba, pero una consigna tenía en mente: quería algo que fuera único. Especial. Una calaverita diferente a todas. Lo malo fue que en las tiendas se repetían los mismos. Podíamos caminar 10 calles y cuando me mostraban el Frankenstein, era el mismo que habíamos visto en el primer sitio. Seguro alguno de mis compañeros ya lo habría comprado.

― ¿Este tampoco? ¿Ninguno te sirve? ―me decía con una mezcla de hartazgo y desilusión.

Siempre me miraba con ese rostro. Sabía que estaba al límite de su paciencia. Me llevó de nuevo al primer lugar, la tienda de la esquina en camino a la casa y me dijo que era la última opción. Mientras revisaba por segunda vez aquellas figuritas, me preguntó si era para una calificación. La profesora nos dijo que subiría un punto a todos los que llevaran cualquier figura. Yo no lo necesitaba, casi siempre tenía buenas calificaciones, pero tampoco estaba de más. La colocaría en la boleta dentro de la materia de artística donde yo tenía una calificación baja porque nunca llevaba la tarea. No es que no quisiera hacerla, simplemente se me olvidaba. En otras materias pedía leer algún capítulo y escribir el resumen o hacer algunas operaciones aritméticas y eso era sencillo, mientras en esa maldita clase siempre salía barriéndome. Cuando hacía cosas que se necesitaban pegar o colorear siempre me quedaban horribles: el pegamento se escurría y quedaba embarrado por todos lados. Terminaba haciéndolo al aventón. Le mentí a mi padre. Le dije que no, que sólo era opcional llevarla. Supongo que más que mentira era una media verdad. Suspiró sacando su cansancio.

― Entonces no importa. Toma. Mañana pasas antes de entrar y compras lo primero que veas. ¿Me entendiste?

Dije que sí con la cabeza y él notó la tristeza.

― ¿Qué estabas buscando? ―me preguntó.

― Nada, sólo quería uno especial. Algo que no fuera a llevar otro niño.

Con un tono comprensible que, ahora lo sé, es bastante difícil tener cuando luego de un día largo tu hijo te pide algo absurdo, respondió:

― No vas a encontrar nada así. Cuando al de la tienda se los llevan no le llegan dos o tres. Fabrican cientos de monstruos, miles de calacas y las venden a todos en el centro o donde sea. Todos compran los mismos, así que no vas a encontrar uno hecho nada más para ti.

Me pasó la mano por la cabeza. Era su manera de decir: “te quieroˮ. Nunca lo hizo de otra forma, pero cuando era niño me bastaba.

Mientras me quedaba dormido pensé en sus palabras y al despertar seguían dándome vueltas en la cabeza. Me levanté más temprano para que me diera tiempo de un último recorrido y casi me encuentro a papá cuando se iba a trabajar. Esperé a que se marchara para ponerme de pie porque no quería verlo. Caminé entre las tiendas que habíamos visto, pero ya no tenía ganas de comprar nada y me quedé con el dinero que me dio. La maestra no insistió cuando vio mis manos vacías. Sí me hizo falta ese punto: reprobé el bimestre. Por fortuna, mis calificaciones del año alcanzaron el seis para permitirme pasar el curso, a penas y de panzazo.

No había pensado en este episodio hasta ayer que recogí a mi hijo de la escuela. Mientras íbamos camino a casa me dijo que la miss le había pedido algún muñeco para decorar el salón de clases. El recuerdo me llegó de inmediato. Decidí que fuéramos a comer al centro comercial y ahí habría muchos lugares dónde comprar. Pensé en esa plaza porque estaba una tienda de autoservicio frente a una papelería enorme que vendía desde lápices de colores hasta caballetes. Mientras recorríamos los pasillos pensaba en papá. Él me llegaba a la cabeza todos los días porque no había uno solo en el que no utilizara algo de lo mucho que me enseñó: lo bueno y lo malo; en ambos apartados él tenía una buena carga que compartirme. En más de una ocasión podía escucharlo con claridad y no es una forma de expresión: me costaba trabajo no voltear cuando sonaba su voz en mi mente de tan nítida que la escuchaba. De alguna manera mi padre era yo porque guiaba mi comportamiento con sus lecciones.

Apenas entramos en el supermercado cuando mi pequeño corrió́ para tomar literalmente el primero que vio. Lo detuve porque sabía que era una trampa: los ponían ahí a propósito para que los niños se encapricharan con ellos y no los pudieran dejar. Él está bien educado, así que no lloró cuando le hice que lo dejara en su sitio. Ninguno tenía chiste: eran simples pedazos de plástico que, aunque me parece cursi incluso para mí decirlo, estaban vacíos: carecían de alma.

Me sorprendí de la cantidad de cosas que venden ahora, quizá porque no me había interesado en esa fecha hasta que el niño me hizo ponerle atención. Parecían arreglos para un cumpleaños con motivos que arremedaban lo macabro: cadenas de papel con pequeñas arañas colgadas, recipientes para dulces con la forma de calderos o manos peludas. Lo peor era el colmo de la mercadotecnia: globos, bolsas y disfraces de los superhéroes cuyas películas acababan de salir o se estrenarían en los próximos meses. Más me molestaban porque ya ni siquiera buscaban causar miedo.

En el supermercado no vi algo que le quisiera comprar. Él era algunos años más pequeño que yo en la anécdota que conté antes, por lo que le daba casi lo mismo comprar uno que otro. Imaginé que en el fondo era como yo, así que seguimos buscando. En el piso de hasta arriba había una tienda dedicada únicamente a la celebración del mes en curso que nunca habíamos visitado. Su decoración era extraordinaria siempre. La de navidad era casi tan vistosa como la que ponían en la explanada, aunque a escala más pequeña. En día de las madres mostraban regalos para las mamás futuras y las presentes. De todas las fechas hacían una exhibición magnífica, incluso en la del día de San Patricio (que sólo tienen dos años de hacer). Todas las anunciaban con grandes pancartas, menos la del día del padre: ese mes sólo ponían corbatas y pipas (dos cosas que nunca he usado) en una esquina y el resto del espacio lo dedicaban a liquidar la mercancía de temporadas pasadas.

Ahí sí que había todo lo que se pudiera imaginar. De las calaveras que él necesitaba las tenían en las más variadas formas; tantas opciones como dulces en una tienda. Los disfraces tenían calidad profesional: diseños licenciados que se veían iguales a su contraparte cinematográfica. El problema era que los precios eran absurdos, eso fue lo que me hizo recapacitar. Nosotros no tenemos los problemas económicos que había cuando yo era niño, pero papá me enseñó a nunca tirar el dinero. No importaba que fuera fin de semana y mamá quisiera ir a comer fuera, si había comida en la estufa eso se desayunaba siempre. De niño me parecía que era un codo, pero con los años lo entendí: él me quería enseñar cómo se administraba el dinero y, a decir verdad, funcionó bastante bien. En ese aspecto terminamos siendo muy parecidos y sabía que él no me perdonaría que gastara tanto dinero por comprar un simple muñeco a su nieto. Peor aún si costaba el triple que en otros lugares sólo porque tuviera la carita del vaquero o del hombre del espacio. Salí de ahí sin tomar nada, aunque detesto hacerlo. Los empleados me miran como si yo fuera un infeliz, o así lo siento, porque era como me veían antes de que mi tarjeta pasara por cualquier monto en las tiendas.

Terminamos en la papelería grande y fue la opción perfecta: de simples calaveras hasta los mismos superhéroes que la tienda de arriba, pero con precios un poco más económicos. Mi niño se veía cansado: el día en la escuela más el par de horas que llevábamos ahí le habían hecho mella. Me prometí que el que escogiera estaría bien, aunque eligiera uno de los más caros, incluso si tuviera que soportar a papá reñirme en mi hombro. Se acercó al aparador, miró un largo minuto todos y tomó el que estaba más cerca de su mano: un esqueleto. Una simple calaca que ni siquiera estaba disfrazada. Le mostré otros más, bajé alguno que estuviera fuera de su alcance, pero él, tallándose los ojos, me dijo (me ordenó, mejor dicho): “Quiero ésteˮ y fuimos a la caja. Lo que traía en mi bolsa bastó para pagar y todavía tuvimos que esperar quince minutos a que el dependiente nos entregara el cambio.

La mañana siguiente, mientras arreglaba su mochila, encontré el muñeco que habíamos comprado y me sorprendí de lo que hallé. No era el mismo de antes: tenía la cara pintada de verde como un marciano. Yo a todos los extraterrestres les digo así, aunque ya sé que no todos son de Marte; mi hijo me ha enseñado la diferencia entre razas. Me sorprende la verosimilitud con que los retratan en ocasiones. Una vez me enseñó uno que venía de un mundo acuático, no recuerdo siquiera de cuál planeta, uno inventado, es lo más seguro. Tenía ventosas que necesitaría para moverse debajo del agua, sus ojos eran grandes y emitían luz propia, probablemente para ver en los mares más profundos y llevaba un casco de astronauta. Era obvio que lo necesitaba para poder respirar en otras atmósferas, como la nuestra, que le resultarían tóxicas como para nosotros la suya. “No es un marciano, es un alienígena”, recuerdo que me explicó. Desde entonces la palabra se había vuelto parte de nuestro vocabulario cotidiano.

El alienígena calavera que estaba en su mochila no se parecía al que habíamos comprado el día anterior. Sobre su cráneo llevaba una máscara de color verde. Tenía dos ojos en diagonal y más arriba otros dos idénticos, pero como de una cuarta parte del tamaño de los otros. Su cuerpo de hueso estaba cubierto por una especie de armadura de color rojo. Los brazos emergían de su amplio pecho, pero cuando salió de la fábrica sólo tenía dos extremidades; ahora del tórax le salían dos más idénticas a las otras. Los nuevos brazos engañarían a cualquiera por lo bien hechas que estaban de no ser porque estaban coloreadas con crayones. Igual la máscara de cuatro ojos y la armadura, todos estaban iluminados con el color de cera que deja pequeñas líneas blancas sin importar cuánto se apoye uno en el papel. Nada más por eso se adivinaba que todo lo agregado era obra del niño que los llevaba para colgar en su escuela, si no, ni quién lo notara.

Me sentí tan estúpido, tan ridícula y placenteramente humillado por mi hijo, que me dio risa. ¿Cómo no lo había pensado hacía 20 años? La respuesta era tan obvia que no sé cómo no me pasó por la cabeza: disfrazarlo yo a mi manera. Supongo que eso habla mucho de la persona que nací y la que terminé siendo. Gracias a pequeños detalles como éste veo que a mi hijo le irá mucho mejor que a mí en la vida y tampoco puedo decir que me ha ido tan mal, mucho menos que mi vida se haya acabado. Después de todo sigo aprendiendo todos los días y puedo decir que tengo los mejores maestros del mundo. Arriba un hombre me enseñó las cosas duras y aquí abajo un pequeño me recuerda a diario que la vida aún tiene mucho que enseñarme.

 


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CÓMO CITAR:  Islas, Darío (2019). Cuatro brazos. En Antología Jóvenes creadores 2018-2019 Segundo periodo. México: Secretaría de Cultura-FONCA. Págs. 65-67. Recuperado de: https://fonca.cultura.gob.mx/jovenes-creadores/wp-content/uploads/2019/11/antologia_sp_2019.pdf

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