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"Hagiografía" | René Rueda Ortiz | México en sus Letras | FONCA, JC 2018-2019

Fuente de la imagen: Cortesía del autor Ideogram

Recuerda conectarte a la transmisión en vivo desde la página El Estudio de Damiana, en Facebook, el viernes 10 de marzo de 2023, a las 20:00 hrs.

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Semblanza

René Rueda Ortiz. Chilpancingo, Guerrero, 1984

Estudió la licenciatura y la maestría en literatura en la UAM. Ha publicado cuatro libros de literatura infantil y los volúmenes de cuentos: Impía vida, BUAP; y Bajo el silencio del mundo, An.alfa.beta, 2020, el cual incluye el cuento: Hagiografía, también llamado Exvoto.

"Hagiografía" se incluyó por pimera vez en la antología de becarios del FONCA de la generación 2018-2019, primer período.


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Hagiografía


La vida cabe dentro de una bolsa. Así sea una bolsa de plástico. El aliento de Dios es una asfixia, una blancura que se contrae y se expande como si fuera una medusa. Un monstruo marino que me lleva a la infancia, el lugar donde comenzó mi búsqueda y mi plan.

Quise encontrar al fulano en el menor tiempo. Tal vez por eso la travesía se alargó. Una paradoja que va más allá del mero artificio literario, porque mientras más me empeñaba en imaginar los lugares y los cuerpos que podrían conducirme al fulano, todo se recargaba tanto que terminaba con un montón de manchones en lugar de la claridad, que es una figura, pero también una necesidad y un camino en medio del espeso bosque de mis sentidos.

Para dar cada paso, yo debía actuar con sigilo y ser claro, pero siempre erraba en las dos cosas. Equivocaba el camino. Cuando comencé a buscar al fulano yo tenía como cuatro años y eran tiempos de gran urgencia y amenaza.

Mientras los otros familiares se esmeraban en gobernar la casa, yo trepaba hasta los troncos más altos para indagar el horizonte. Más allá de las azoteas y la sierra esperaba oír la sirena de un barco o algún tropel de hombres en donde viniera él, a quien yo tenía prohibido nombrar y mucho menos llamar padre.

A veces me metía en agujeros que yo mismo cavaba y allí, con la cara pegada a la pared de tierra, intentaba trabar contacto con algún ser del inframundo para que éste me dijera, a cambio del alma de mi abuela, si alguna vez regresaría el fulano. En la casa todos los adultos recordaban que era del tipo aventurero, borracho y abandonador. La ronca voz del abuelo lo mentaba así:

–¡Nunca le lució bien el trabajo! Era como tú, una y otra vez había que hablarle para bajarlo de sus fantasías. Cuando tu madre lo trajo parecía un perro vagabundo pero inofensivo, y dije: "bueno, si hasta esos animales se les tiene compasión, ¿por qué no aceptarlo?" Pero ese maldito fulano ni siquiera sabía empuñar un almocafre y cuando lo llevamos a dar tierra se tropezó, cayó a una zanja y lo vimos convulsionar como todo un señoritingo. “¡Majada! —le dije a tu madre—, ¡tu varón es pura majada!”, y ella se puso a lloriquear. Lo único que hizo bien fue preñarla. Mira que al mes de vivir a mis costillas, la sinvergüenza empezó con los ascos, mientras el hijoputa comenzó con las parrandas. No supimos cómo le hacía para procurarse los tragos, hasta que un día mi hermana llegó con la noticia de que tu padre era el macho de la vieja Domínguez, la bruja hermana de uno de los hombres de confianza de don Batista. No permití que tu padre entrara a esta casa de nuevo. Cuando intentó cruzar la puerta le tumbé los dientes de unas trompadas. En lugar de engallarse se largó maldiciéndome porque le había estropeado el rostro. ¡Nunca vi a un hombre tan marica!

Cuando el abuelo se ponía a hablar así, yo me entristecía, de modo que me ponía a hurgar en los recuerdos buscando algo de felicidad. Los contemplaba como un espectador: la navidad en que el abuelo me regaló un tambor de latón o la mañana en que vi a una dama de hermoso vestido blanco parada tras la balandra de popa de un navío que partía hacia Norteamérica, allá, en el Puerto de La Habana.


Mis recuerdos felices se podían contar con los dedos, así que  prefería  las  maniobras  de  la  imaginación.  Arriba  de los árboles, mientras aguardaba el retorno de mi padre, la imaginación se me soltaba como un perrito inquieto que a los pocos segundos se henchía en barca y zarpaba por un río que parecía interminable. En su fondo translúcido pude ver una vez a la tía abuela a quien sepultaron cuando cumplí cinco años: lucía incorrupta, sólo con la vejez que le había llenado el rostro de surcos. Sola con su vestimenta amplia que durante ochenta años supo contener sus mórbidas carnes. Me gustaba mirarle las piernas y los brazos bamboleantes, las cuatro sonrientes bocas que esbozaba su papada cuando se quedaba dormida en la tumbona; me pasmaban las sostenidas flatulencias que la tía abuela era capaz de entonar con aquella gaita que tenía por vientre y los ojos clarísimos que parecían joyas del mar.

En el fondo también estaban los piratas de antaño que, a decir de los libros, habían asolado las aguas costeras de la isla y del resto del continente. Todas las tripulaciones con sus barcos hundidos se encontraban ahí y yo aguzaba la vista para  identificar  a  los  legendarios  capitanes:  Barbanegra, el capitán Kid, Francis Drake, Walter Raleight. De vez en cuando alguno alzaba la vista y me gritaba enérgicamente que dejara de curiosearlos, que tuviera un poco de respeto por los caídos, luego desenvainaba la espalda y yo me recogía en un extremo de la barca, temeroso hasta cierto punto, pues me había dado cuenta de que los habitantes del fondo eran incapaces  de  desarraigarse.  Si  algún  día  encontraba  algo que valiera la pena tocar, tendría que zambullirme y nadar, contener la respiración, estirar las manos para asir la cosa bajo el silencio del mundo.


Un día vi a mi padre. Vestía como un campesino. De algunos agujeros de su camisa brotaban algas y supe que era mi padre por el rostro que las mujeres de la familia le habían construido: “Era un guapito parrandero, de ojo verde y bucles castaños. No quería familia, por eso se fue”.

Mi padre tenía un rostro delgado, de medianas facciones y ojos brillantes; su pelo ensortijado, un tanto largo, danzaba con bella lentitud gracias a la apacible corriente subacuática. Me pareció un hombre hermoso y contrariado. Le grité desde la barca:

—¡Padre, ¿cómo llegaste ahí?! —Él tardó un poco en ubicarme, pero al fin alzó la cabeza y me respondió con familiaridad:

—No sé. Regresé a buscarte y creo que resbalé en el fango.

—¿Puedo ir contigo?

—¡No, Reinaldo!, si tocas el agua te vas a morir, dicen que está infectada, que es una enfermedad incurable. Sigue navegando, pero nunca te metas.

La imaginación tampoco me daba sensaciones felices, a veces volvía de ella con un llanto atravesado en la cavidad nasal, a veces era imposible contenerlo, pero ya no podía dejar de ir hacia aquel elemento por medio del cual podría ver a mi padre, don Joaquín Arenas, el querido fulano.


Cada vez que alguien decía que aquel era un maldito o un miserable, más lo quería yo, quizá porque a mí me decían lo mismo. Flojo por no querer ir a la zafra, tonto por no aprender la aritmética. Aunque resulté bueno para aprender poemas y para escribir cuentos. La maestra del colegio me lo decía a menudo y un día quiso que mis abuelos se enteraran de que en casa se estaba formando un escritor: “¡Pendejadas!”, tronó el abuelo y me dio dos planazos con el machete: “¡Ningún escritor aquí! Reinaldo será abogado o, de perdida, campesino”. Fue entonces que, por llevarle la contraria, decidí que a costa de cualquiera yo iba a ser escritor. Y la vida le fue poniendo diques a mi empeño, pero yo no me arredré, pues entendí que la escritura sería de provecho, pues las fantasías salvajes ya casi no me alcanzaban para vislumbrar a mi padre.

Dicen que el gran Miguel Ángel inmortalizó a sus amantes en los ángulos que rematan los pasajes bíblicos de la capilla Sixtina. También cuentan que muchos de esos efebos sirvieron de modelos para sus esculturas. En los rincones más oscuros de Florencia se rumoraba que el divino había rendido el arte al pecado nefando, cuando en realidad Miguel Ángel reforzaba una de las mayores nociones del arte grande: la preservación.


Todos los días escribía; sin embargo, a medida que cumplía años, mi capacidad de encontrar lugares para la imaginación se diluía entre un montón de quehaceres. Y fue primero por culpa de los trabajos del colegio y de la escuela. Luego, a los doce, el abuelo dijo que ya era momento y me asignó la triste tarea de cuidar al poco ganado. Cuando moría alguno, recibía un castigo de palos. A menudo recordaba el río que habitaba mi padre, pero ya no me era sencillo regresar ahí. Entonces comencé a escribir cuentos que retrataban mi añoranza. Eso me mantuvo en calma por unos años, pero eran tiempos de gran urgencia y amenaza. El gobierno de don Fulgencio Batista se tambaleaba.

Luego que a mis catorce años fui rechazado por los rebeldes debido a que no contaba con un arma de fuego, me convertí en una criatura corrupta. Un peligro para el bien nacional que trajo la revolución de Fidel Castro. Y entonces, desde el sumo poder, se dio la orden de iniciar mi cacería.

Por suerte, yo no era la única zorra de aquellos montes y conseguí eludir a mis persecutores. Conocía muy bien el campo, los prados y los cañaverales por donde era posible andar con sigilo hasta alcanzar resguardo en alguna casucha abandonada o en alguna cavidad de la sierra. Fueron momentos fríos y felices. Trepado en los árboles, pude atisbar nuevamente la cometa de la imaginación. Me había brotado una copiosa barba, y aún así, en el momento en que volví a navegar sobre la barca de la infancia, desde el fondo del río mi padre me reconoció.

—¡Viniste de nuevo, Reinaldo!

—¡Sí, padre!, vine porque todo es una porquería. Quiero ir contigo.

—Si tocas el agua morirás. Tu memoria habrá de extraviarse y no volveremos a platicar. Lo que me hicieron no tiene nombre. ¡Nos han dividido para siempre!

—Tal vez la muerte sea mejor.

—Lo es, de hecho, pero antes, tú que estás vivo, tú que me quieres, debes vengarme.

Estoy seguro de que apenas acabó de encomendarme su venganza, mi padre se perdió en un repentino oscurecimiento del agua. Miré a través de la arboleda y vi que los soldados se acercaban.

Uno a uno, los renegados caímos. El propio pueblo nos delató. La vieja que una mañana me llevó comida hasta la cueva en la que me ocultaba, resultó ser la misma que horas más tarde me entregó a los barbudos. Paré en un fortín. Los militares conocían mi historia, tenían mi foto en sus registros. Me dieron un número, una celda y una misión: “¡Aquí usted va a salir amando a la revolución y bien reformadito, pinche maricón!”. Sentí que ellos sabían lo de mi padre, lo de su aparente maldad que yo había heredado. Pero allí, tanto o más que el fulano, yo estaba desaparecido para el mundo, dentro de una celda desde la que sólo era posible observar la humedad que se extendía por los muros y, de vez en cuando, escribir.


Coger  una  pluma  y  anotar  las  órdenes  de  la  imaginación valía cualquier sacrificio, incluso el de prostituirse. Gracias al contrabando de la carne me hice de un viejo cuaderno y un lápiz chato. Las transacciones se llevaban a cabo en las regaderas de uso común donde mi piel era muy solicitada.

Por  aquellos  días  consideré  la  opción  de  clavarme  el lápiz en la yugular, puesto que la instrucción reformatoria era cruenta: once horas de cortar caña, cinco de escuchar discurso tras discurso del Caballo Castro, pero en vez de matarme decidí escribir una novela que, en rollos de diez páginas, logró salir de la prisión y después de la isla.

La humedad de mi celda continuaba su invasión por los muros hasta que pudo trazar formas, en una de ellas vislumbré a mi padre nuevamente. Callado, rodeado de manchas sobre cuarteaduras, fui aprendiendo a escuchar o adivinar las razones del querido fulano, quien me hizo comprender que yo debía ser como la humedad: un manto de agua capaz de filtrarse por la solidez de las cosas y, mediante este ejercicio, destruirlas desde dentro. Un monstruo de interiores semejante a un virus. El gris semblante de mi padre me dijo también que, para cumplir el cometido, debía salir de allí.

Así comencé a interpretar el papel del prisionero que se rehabilita hasta que un día fui liberado. A partir de ahí todo se dio en un vértigo de acontecimientos que me llevaron hasta el éxodo del Mariel: una gran barca me llevó hasta una patria artificial, pero libre. Miami, y yo pensaba que ahora sólo quería encontrar un lugar apacible en el cual suicidarme, pero antes me dispondría a cumplir los deseos del fulano.

Pasado un tiempo ciertos amigos me ayudaron a conseguir un pequeño apartamento en Nueva York, desde el cual conocí otra vida austera, pero suelta. Por las mañanas me hundía en la aventura que la gran ciudad brindaba a los hombres como yo, pobres y maricas, y por las tardes regresaba a mi guarida, a escribir por siete o diez horas.

Aguanté ese ritmo hasta que mis fuerzas comenzaron a ceder a infecciones y resfriados que hasta un crío soportaría. Fui con un joven médico quien, luego de varios estudios, me dijo que yo había contraído el SIDA. Leí que era una enfermedad de maricones y me reí porque yo acentuaba aquel disparate. Cuando salí del hospital, me di cuenta de que un hombre bien flaco me seguía. Finalmente me dio alcance en un semáforo en alto.

—Señor, tome esto —dijo al tiempo que me entregaba un pequeño cromo con la foto de Michel Foucault, el filósofo homosexual muerto de SIDA en 1984. Miré con extrañeza al tipo flaco—. Cuando sienta que el tiempo se le acaba, pídale un poco más a él y quizá le brinde una muy larga agonía, que siempre es mejor que la muerte.

Acepté la foto, le di las gracias y regresé a mi guarida. Pegué a Foucault en el muro contiguo a la puerta y cada vez que salía o entraba le dirigía un saludo, pero no me atrevía a pedirle nada.

Una tarde, mientras sacudía el polvo, descubrí que en la mesa de noche algún intruso había dejado un sobre que contenía un veneno para ratas llamado Troquemichel. Aquello me enfureció, pues obviamente lo habían puesto allí para que yo me lo tomara. Entonces decidí que mi suicidio en calma tendría que ser aplazado un poco más, para no darle gusto a quien me había dejado esa mala cosa.

Al otro día, deprimido y enfermo de catarro, acudí al hospital. Al regresar al apartamento, me arrastré hasta la foto de Foucault y le dije, al fin:

–Óyeme lo que te voy a decir. Necesito tres años más de vida para terminar mi obra, que es mi venganza contra el género humano.

El santo patrón de los escritores homosexuales ha escuchado mis plegarias. Ahora, luego de dar por terminada la última obra, beberé un whisky mezclado con veneno y echaré en una bolsa de Woolworth todos mis días. Enseguida la pondré sobre mi calavera, como si fuera una escafandra, y así preparado me hundiré finalmente en el río de los ríos donde mi amado fulano me estrechará en un abrazo infinito. En el nombre del padre y del hijo, allá voy.



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CÓMO CITAR:  Rueda Ortiz, René (2019). HAgiografía. En Antología Jóvenes creadores 2018-2019 Primer período. México: Secretaría de Cultura-FONCA. Págs. 52-58. Recuperado de: https://fonca.cultura.gob.mx/jovenes-creadores/wp-content/uploads/2019/09/antologia_jc_pp.pdf

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