Semblanza
Fernando Yacamán nación en la Ciudad de México en 1985
Es Licenciado en Letras Hispánicas, y tiene dos Diplomados en Creación Literaria, uno por la Escuela Dinámica de Escritores (EDE) y el otro por el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA).
En 2009 fue distinguido con el segundo Premio de la sección de Narrativa en el certamen Punto de Partida, patrocinado por la UNAM y, también en 2009, con el premio Elena Poniatowska, convocado por la Universidad Autónoma de Aguascalientes. También obtuvo mención honorífica en el Premio la Crónica como Antídoto 2014.
Es autor de la novela Ya quiero despertar (Editorial FOC, 2014) y del libro de cuentos La pócima del Diablo (Viernes Editores, Aguascalientes, 2015). Con el apoyo del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes 2010, ha terminado y publicado en una antología su novela corta Los ángeles del último sueño. Su última novela, Todos mis padres, ha sido publicada por la Editorial Siníndice, Logroño, en 2019. Junto a la directora Claudia Santiago escribió la dramaturgia de la obra Náa Gunaá (Desiertos Ombligos) y junto con Ignacio Velasco, Destrozando el Tiempo.
El cuento "Disparo", se incluyó en la antología de becarios del FONCA de la generación 2019-2020.
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Disparo
Desnudo sobre el colchón me pierdo al no encontrar tu calor ni tu esencia a malva, Aurora, solo quedó mi olor a semen y a sudor. Los rayos del amanecer atraviesan la ventana e iluminan la silla de madera donde está la pistola con la que hoy te mataré, Aurora, también se encuentra el único saco que tengo, la corbata horrible que me regalaste, la camisa negra que usaré aunque el sol chamusque y la botella de mezcal que me tomaré, porque me chingaré las botellas necesarias para olvidar la tarde en que afuera del templo del dios roto, Porfirio (que desde escuincle fue mi mejor amigo y un culero) me confesó que tú, Aurora, te casarías con el extranjero que llegó hace unos meses. Aquí, en San Miguel de la Costa le apodan, el Muégano, porque en vez de nariz tiene un muégano.
Yo sé que a Porfirio le andaba por contarme lo de tu chingadera, Aurora, porque como buen culero que es, le hacen feliz las desgracias ajenas. Me lo encontré saliendo del templo, como de costumbre llevaba el bigote tupido, la camisa desabrochada; el sol brillaba en su piel y en el arete dorado que cuelga de su oreja izquierda.
—¿Sabes que Aurora se casará con el Muégano? —Arqueó las cejas de azotador. Pensé que era otra de sus pendejadas, porque él es de los que habla más con pendejadas.
—Su boda será aquí, en el templo del dios roto, dentro de un mes.
Conozco a ese cabrón y en su mirada descubrí la verdad.
La sangre golpeó mi pecho como el aguardiente cuando uno se extravía en la noche. Las nubes se metieron a mis ojos, eso sentí y me desplomé de rodillas.
"Sólo en San Miguel de la Costa existe un dios roto que se encuentra hasta debajo de las piedras". Eso creía como todos los hombres del pueblo hasta que me contaron tu chingadera, Aurora, y al rezar de rodillas, ahí afuera del templo, escapó humo por mi boca.
El amanecer ilumina la pistola como un sol diminuto y sabes, Aurora, que no soy de los hombres que arreglan los problemas a balazos. Solo disparé la vez que una serpiente dorada salió del mar y como un relámpago se arrastró hacía nosotros; abrió su hocico en el que podían caber mis pesadillas... También disparé la madrugada que Porfirio y yo nos pusimos hasta la madre. Él me amenazó porque no quería que lo dejara en la fiesta para irme contigo... Volví a disparar aquella noche que nos acabamos la botella de mezcal, y tú, Aurora, me dijiste que el baile del dios roto te aburría, porque la gente chupaba para acabar estúpida y además preferías la cumbia y no las rancheras. Me llevaste al mar que en mi borrachera me pareció la lengua de un toro.
Tu costumbre era decirme secretos al oído y te acercaste.
—Dispara hacia el mar.
Sentí tu mano en mi pecho y yo apunté al horizonte.
—¿Qué sentido tiene una bala perdida?—Deslizaste tu mano por mi vientre hasta llegar a mi verga.
—Dispara. El sonido de la bala me ensordeció.
La noche y el mar fueron la misma marea.
Los cohetes del dios roto iluminaron la noche y regresaste al baile; enterré mis pies en la arena y sé que no fue por el aguardiente, pero sentí que al disparar algo entre nosotros se acabó. No habrá otro hombre que recuerde tus palabras como yo; yo hago de tu nombre un conjuro, ¿quién se duerme llevándote en el pensamiento? Pinche Aurora.
¿Qué le habrás visto al Muégano además de la nariz picada?
Me obsesioné con encontrar una respuesta y la obtuve entre meados, alcohol y música; en la Alegría.
Porfirio bebía conmigo y me decía no sé qué chisme, hasta que entró el Muégano acompañado por una morena que tenía el rostro como de cartón.
—¿Aurora qué le habrá visto a ese güey? Es feo como la chingada, más feo que tú, Porfirio.
—La verga, dicen que la nariz del Muégano es proporcional al ancho de su verga.
Porfirio desde hace más de veinte años me tenía hasta la madre, pero me seguía juntando con él porque los pendejos me reconfortan.
—¿Y por una verga puedes mandar a la chingada un amor curado en años?
Pedí otra caguama, no sé por qué esa noche preferí cerveza. Porfirio prendió el cigarro al revés. El Muégano bebía mezcal como teporocho, la mujer cara de cartón se le acercó para decirle algo al oído y pensé que en cualquier momento lo besaría; quería que lo hiciera.
—Obvio cabrón, la verga es la verga y por el pedazo de medio chile del Muégano cualquiera se abre.
Y como Porfirio es medio maricón, entonces, le creí. El Muégano se levantó de su asiento. Yo tomé mi caguama y lo seguí. En la rockola sonó no volveré, te lo juro por dios que me mira. El baño estaba vacío. Entre machos se orina a cierta distancia, si hay mingitorios se deja uno vacío, en tugurios como la Alegría, donde sólo hay una tarja a punto de caerse, también se respeta el espacio, pero esa vez no lo hice. Orinaríamos frente a esa pared con rayones de puchas y pitos y sueños cachondos. El Muégano se sacó la verga; era una bala con escamas. Yo también me la saqué. Su meada salió en un chorro espeso. Una cucaracha blanca se atravesó y la oriné sosteniendo la caguama con una mano. La bala del Muégano se erguía aun meando, sus escamas se hincharon y cuando la tenía bien parada me miró a los ojos. No logré ahogar a la cucaracha. Y cuando acabé de orinar le quebré una caguama en la cabeza.
La serpiente dorada como un relámpago salió del mar para meterse en mis sueños, se arrastró entre mis piernas, se deslizó sobre mi sexo herido por sus escamas, reptó hasta mi cuello y des-plegó su hocico. Sus colmillos erosionaron mi piel y en mi oído escuché tu voz, Aurora, dijiste que me querías y desperté cuando se me acabó el aire.
El amanecer ilumina la pistola como un sol diminuto sobre esa silla donde tú, Aurora, te arreglabas para la noche; en esa silla te encontré la madrugada que preguntaste si sentía la brisa del mar, yo había soñado contigo y en ese instante no entendí si ya había despertado; en esa silla abriste las piernas para que devorara tu universo. Ahora, en esa silla quedó tu fantasma, porque sólo aquí, en San Miguel de la Costa, existen fantasmas de los que no han muerto (Aurora, tu fantasma se queda en el filo de la cama, aparece en mis sueños para decirme que me quieres, es la arena que enciende mis pies, el atardecer en las miradas de los novios que se han dejado, es la sombra de una serpiente que me sigue); pero las balas, estas balas curadas en tabaco, aguardiente y sueños rotos; acabarán contigo, Aurora.
¿Piensas en mí? ¿En la última vez que cogimos? Detrás del templo, tú con el rostro hacia la noche, señalaste el cielo y juraste que viste los ojos del dios roto, dos huracanes que se aproximaban a la tierra.
Desnudo sobre el colchón me pierdo al no encontrar tu calor, ni tu esencia a malva, Aurora; sólo percibo mi olor a semen y a sudor. El sol llegó a su punto más alto y los rayos atraviesan la ventana e iluminan la silla de madera donde está la pistola con la que hoy te mataré. Las primeras campanadas anuncian tu boda; resuenan en San Miguel de la Costa, en el quiosco, en las calles, en estas paredes.
Me levanto.
La camisa apesta a humedad. Sin ti, Aurora, no regresaré a esta casa ¿En qué momento dejaron de quedarme los pantalones? No volveré a esta casa. No dejan de sonar las campanadas. Una cucaracha blanca atraviesa el cuello del saco.
Sentado en esta silla apunto hacia el horizonte y es imposible, Aurora, no odiar la noche que la serpiente salió del mar para alimentarse de mis sueños, y recordar cuando a mi oído mencionaste que disparara hacia la noche, ¿qué sentido tiene una bala perdida? Siento tus manos fantasmas en mi pecho, tu aliento es el aire que sopla hacia el norte; quédate aquí. Nuestra historia son las aves que se clavan en el mar y desaparecen. Las segundas campanadas del dios roto suenan en San Miguel de la Costa. El sol sigue en su punto más alto y su luz nos envuelve.
Mi dedo en el gatillo.
Disparo.
Camino rumbo a tu boda con la pistola en la mano, la arena quema los pies y en el mar flota la silla de madera, detrás de ella navegan los barcos que no anclarán en esta tierra.
"En San Miguel de la Costa existe un dios roto que se encuentra hasta en las sombras de las nubes." Eso yo también creía, como todos los hombres del pueblo hasta que tu ausencia devoró el cielo.
Camino rumbo a tu boda con la pistola en la mano, los pies arden, la silla de madera se hunde y los barcos desaparecen en el horizonte.
La tercera campanada suena en San Miguel.
Abro las puertas del templo. La humedad de los años ha roído la pintura del dios roto. A pesar del mediodía las sombras inundan las paredes. No me sorprenden los contados invitados que asistieron a tu boda, en San Miguel de la Costa no te quieren, están de espaldas y reconozco a Porfirio porque desde hace años, en las fiestas viste el mismo traje dorado. Al fondo te encuentras tú, Aurora, con una corona de flores y un vestido que te hace ver como una sirena; antes decías que el blanco era el color de los hipócritas. A tu lado se encuentra el Muégano, no me sorprende verlo pelón y con una cicatriz en el cráneo.
La imagen del dios roto arriba de ustedes.
—Elevemos nuestras oraciones hacia Dios y esperemos que escuche nuestras plegarias hacia los futuros esposos, roguemos al Señor.
No reconozco al sacerdote, pero sí los rezos, los mismos de cualquier boda para un par de pendejos que deciden pisar un altar, Aurora, cuando te propuse casarte conmigo, respondiste que no necesitabas la aprobación de nadie para quererme, no me importó y otras noches volví a pedirte que fueras mi esposa.
—Te rogamos, Señor— Contestan los invitados. El sacerdote alza las manos para acercarse a Dios.
—Porque la mujer casada está sujeta por la ley al marido mientras este vive. Oremos al Señor.
Aurora, ¿Y si mato a estos pendejos y nos quedamos solos una vez más?
—Te rogamos, Señor.
La gente en San Miguel de la Costa puede repetir las mismas palabras hasta la muerte.
Porfirio me ha visto y el sacerdote continúa leyendo la Biblia.
—Las mujeres casadas están sujetas a sus propios maridos, como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer.
Cierro los ojos y veo tu cuerpo, Aurora, con el rostro picado del Muégano; al abrirlos observo a Porfirio caminando hacia mí.
—Así como Dios es cabeza de la iglesia, la cual es su cuerpo, y él es su salvador.
Bajo mis párpados veo tu cuerpo, Aurora, con la verga del Muégano. Al abrir los ojos encuentro el rostro de Porfirio frente a mí, se ha quitado el bigote y tiene la oreja perforada por una espina de maguey.
—Aunque no me abrías la puerta de tu casa yo te busqué y en las noches me tumbaba el sueño pensándote.
Porfirio no para de reclamarme no sé qué chingaderas. Aurora, te has dado cuenta que estoy aquí y me ves a los ojos. Entre tus manos llevas un ramo de flores rojas, tus labios son del mismo color y los abres para decirme.
"Dispara".
Ahora, el Muégano también me observa, aunque no le hayas hablado de mí, él sabe quién soy, no sólo porque en San Miguel de la Costa se habla con chismes, también porque nos conocimos en la Alegría, en el baño, y cuando acabe de orinar le quebré una caguama en la cabeza.
"Dispara"
Vuelves a mencionar.
El Muégano viene hacía mí, el sacerdote se quedó sin palabras.
Disparo.
Disparo en el momento en que Porfirio me empuja.
Una bala perdida más.
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FUENTE: FONCA (2020). Antología de letras, dramaturgia, guion cinematográfico y lenguas indígenas. Jóvenes Creadores. G 2019-2020. México: Secretaría de Cultura. Recuperado el 10 de febrero de 2022 de: https://fonca.cultura.gob.mx/jovenesCreadores2020/img/antologia_jc_2020.pdf
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