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"Caldo de zopilote" Josué Sánchez | FONCA | Jóvenes creadores | 2019-2020

Fuente de la imagen: Castalia ediciones Ideogram

Haz clic en la imagen para acceder al Live el 5 de mayo de 2022, a las 20:00 hrs.
[Video disponible hasta el 4 de junio de 2022]

Semblanza

Josué Sánchez nació en Veracruz, en 1989.

Es Licenciado en Lengua y Literatura Hispánicas por la Universidad Veracruzana, y Maestro en Literatura Hispánica por el Colegio de San Luis. Ha publicado los libros de cuento "El pabellón de las 16 cuerdas (FETA), y "No se trata del hambre" (Castalia Ediciones). Este último libro el Premio Tiflos de Literatura en España, en su XXIX Edición. También ha publicado en las revistas 'Hermano cerdo', 'Luvina', y 'Tierra Adentro. Fue becario del programa Jóvenes Creadores del FONCA en 2015 y 2019.

El cuento "Caldo de zopilote", se incluyó en la antología de becarios del FONCA de la generación 2019-2020.

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Caldo de zopilote

Zaira realizó el primer sacrificio poco antes del mediodía. El gallo amagado a sus pies la miraba con su ojo ámbar y aleteaba a ratos como si quisiera sacudirse el miedo. Ella acarició el plumaje por última vez y dejó que la memoria de su madre le atenazara músculos y huesos hasta guiarlos: asió las patas del animal y ahuecó el otro brazo formando un lecho donde dejó que su cuerpo reposara como un bebé. Fue al lavadero del patio y lo sostuvo a la altura de su cara. Formó un anillo alrededor del cogote con el índice y el pulgar. Cerró los ojos, apretó la mandíbula y separó cuello y patas de un tirón. 

Esperó a que la cabeza pendiera, pero no fue así: el gallo batió las alas una vez más revolviendo el aire caliente contra su rostro. 

Volvió a sentir la fuerza de su madre y esta vez el recuerdo le cimbró una parte dentro de la cabeza de donde manaba algo parecido a la lástima: tomó nuevamente cogote y patas y los jaló con la fuerza suficiente para sacarles un tañido sordo, como de ramas húmedas quebrándose al interior del animal. 

Tendió el cadáver en el lavadero y mientras lo miraba se dio cuenta de que no había sentido lástima por el gallo, sino por ella, que aún tenía la esperanza de que todo lo que hiciera serviría para curar a Saúl, su hermano menor. 

Quién sabe cuánto tiempo pasó así. Cuando se dio cuenta Cuco no paraba de pedirle comida a ladridos. 

Esa noche le contó a Luisa, su tía, las condiciones que le había puesto la anciana: debes de matar un animal para que mis hijos y yo podamos comer. ¿Cualquiera?, preguntó Zaira. La anciana se limitó a asentir con la cabeza, la muchacha volvió a Yanga y compró el primer gallo que encontró en el mercado. 

—Tengo que llevárselo en la mañana. 

La tía dijo que aquello era normal, la vieja siempre pedía ese tipo de cosas. 

—Cuando le pregunté qué necesitábamos para curar a tu mamá contestó lo mismo: un animal que puedas matar tú. Todavía no sé por qué tu papá no lo intentó. 

Zaira no sabía qué responder a aquello. No estaba segura de que su padre fuera ese tipo de hombre que siempre le pintaba su tía. Al contrario, trataba de imaginar qué tanta fe le tenía a los médicos como para no probar cualquier otra cosa. 

Luisa se despidió. Prometió que volvería temprano. Zaira le agradeció que cuidara a Saúl y fue a ver cómo estaba. Tenía fiebre y los ojos no dejaban de moverse tras sus párpados. Lo que fuera que soñara, se dijo la muchacha, seguro debía ser algo parecido a lo que soñó mamá días antes de morir. Se dejó caer en una silla y volvió a pensar en que ella tenía la culpa de que su hermano estuviera así. 

Hacía cuatro años, Zaira deseó durante el funeral de su madre que Saúl hubiera ocupado su lugar en el ataúd. Horas antes su padre le había dicho que no volvería a la escuela, ahora tendría que cuidar a su hermano hasta que él tuviera la edad suficiente para ver por sí mismo. Esa noche, Zaira tomó un espejo y repitió su deseo tres veces en voz alta mientras se miraba; una amiga de la secundaria le había dicho que eso funcionaba para invocar algo o alguien que la podía ayudar. Al cabo de un rato, se dio cuenta de que no sucedía nada y se fue a dormir. Pero durante la madrugada, todavía con la gente velando el cuerpo de su madre en la sala de la casa, Saúl despertó a su hermana diciéndole que tenía frío y sed. Ella le sirvió un vaso de agua. Cuando volvió a acostarse le hizo gracia imaginar que su conjuro había hecho efecto y que no tardaría mucho en recuperar su libertad. 

Ahora, con Saúl tendido en la cama, Zaira era consciente de que solo ella podía solucionar lo que provocó. 

Su hermano despertó tosiendo. La muchacha preguntó si estaba bien y él apenas gruñó su respuesta. Ella se sentó al pie de la cama, Cuco se asomó a la entrada del cuarto y le hizo una seña para que trepara al colchón. 

—Me duele la cabeza. —Era lo más débil que había escuchado a Saúl en días. Ella le pidió que lo esperara, salió de la habitación y volvió con un paño húmedo. Mientras lo colocaba sobre la frente de su hermano, este siguió: 

—Tengo lo mismo que mamá, ¿verdad? 

Zaira guardó silencio. Se acostó a su lado y lo abrazó. 

La muchacha se quedó un rato en la camioneta observando la casa de la anciana. Era un galpón de mampostería con techo de palma seca y no importaba la hora en que la visitara, le parecía que el lugar estaba siempre envuelto en una especie de luz negra. 

Atravesó el patio de tierra y antes de tocar la puerta la anciana abrió. Con sus ojos velados volvió a indicarle que pasara. 

Tomaron asiento en la mesa vasta del centro y Zaira ofreció la bolsa que contenía el cadáver. La anciana sacó al gallo por el pescuezo y con la otra mano le sujetó el buche para comprobar que aún conservara las vísceras. Enfiló hacia el fondo de la habitación, abrió una portilla que daba al solar trasero y ahí arrojó al gallo. Su golpe contra la tierra elevó una polvareda; aún no se disipaba cuando un par de zopilotes descendieron y ensañaron sus picos contra el cadáver. 

La anciana cerró la portilla y volvió a la mesa. Trae la sangre fría, dijo. Zaira intentó explicar que las instrucciones de la anciana habían sido esas: vuelve mañana. No era su culpa que el animal estuviera frío. Puedo traer otro animal, remató. La anciana apenas contuvo la risa y preguntó si de verdad quería que Saúl se curara. Zaira nunca le había dicho el nombre de su hermano, pero ahora no estaba para darle vueltas a eso. Repitió que podía llevarle lo que quisiera. La anciana guardó silencio; el ruido que hacían los zopilotes al comer se coló al interior del galpón. Enseguida explicó que podría conseguirle doce ratas, gallos o bueyes esa misma tarde, pero todos iban a tener la sangre fría. Mejor tráeme solo uno. Pero uno que sí quieras. Zaira dejó que las palabras de la anciana pendieran en el aire. Quería volver a reclamarle que nunca había dicho eso la tarde anterior, aunque la serenidad que envolvía a la mujer le pareció una advertencia o una amenaza o ambas. Además, si quería la cura, lo de menos era seguir las reglas para obtenerla. Prefería cualquier cosa a ir por la vida con la muerte de su hermano a cuestas. 

—Tráeme a tu perro. —Por primera vez, Zaira percibió el olor a hojas podridas que despedía la boca de la anciana—. Hoy. 

La muchacha no quería creer aquella orden. Incluso pensó que se trataba de una prueba, algo que la mujer le pedía solo para ver hasta dónde era capaz de llegar. Por eso Zaira asintió sin saber realmente a lo que estaba accediendo y esperó a que la anciana dijera algo más. Pero la mujer se mantuvo seria, los ojos velados y fijos en la muchacha, como si pudiera contemplar el cúmulo de ira que iba reptándole desde el estómago hasta casi derramársele por la boca. 

Al final, Zaira enfiló hacia la salida al tiempo que se clavaba las uñas en un brazo para no llorar. 

Mientras iba por la autopista se hizo a la idea de que la anciana estaba loca. Pedirle a su perro. Al día siguiente le pondría una condición más. Y después otra y otra y otra. Nunca le daría el remedio. Quizá su padre estaba enterado del asunto y por eso nunca acudió a aquella mujer. Aceleró y el reflejo del sol en el asfalto la hizo parpadear. 

Luisa salió a recibirla apenas había escuchado el motor de la camioneta. Zaira se apeó y la expresión de su tía la hizo correr hacia el cuarto de su hermano. Saúl seguía tendido en la cama con los ojos cerrados. En esta ocasión no soñaba. Las encías hinchadas casi le cubrían los dientes. 

Su tía entró a la habitación y le dijo que ya había alistado una mochila para el hospital. 

—Tu papá llamó después de que te fuiste. Llega hoy. 

Zaira no pareció escuchar. Se quedó contemplando a su hermano y pensó en su madre, en lo poco que había hecho por ella. De pronto un olor a hojas podridas le volvió a llenar la nariz e intuyó que, matara o no a su perro, ese olor estaría en su vida durante los años que le quedaran por vivir. 

Su tía la llamó por su nombre dos veces hasta que reaccionó. Zaira le dio las llaves de la camioneta y le pidió que llevara a Saúl a su casa. Ella la volvería a buscar. Luisa obedeció: había sentido en la voz de su sobrina la misma determinación con la que su hermana le anunció que iba a morir. 

La muchacha salió al patio trasero y Cuco brincó para recibida. Era un mestizo color hueso, cruza entre labrador y otra raza de la que nunca estuvo seguro el veterinario cuando lo llevaron a vacunar por primera vez. También les había advertido a ella y a su hermano que el perro podría alcanzar los 40 kilos, pero ahora, mientras removía con su patita el plato vacío de comida, Zaira deseó que al menos pesara la mitad con tal de que se pudiera defender. 

Cuco golpeó el plato de metal una vez más. La muchacha fue por las croquetas y desbordó el recipiente cuando le sirvió. 

Dejó al perro comiendo, entró a la cocina y revolvió una cajonera de plástico. Los cebolleros y tenedores eran demasiado pequeños. La luz que entraba por la ventana restañó sobre un juego de cuchillos encima del lavabo. Zaira contempló su cara en el cromo de las hojas largas y gruesas. Alargó una mano hacia los cuchillos y una sensación parecida al asco le enjutó la piel. 

Cuco asomó la cabeza a la entrada de la cocina. Olisqueó a Zaira y ella lo alejó de un manotazo. El perro salió corriendo y el crujido de las croquetas regresó. 

La muchacha se recargó contra la pared y se empujó las sienes hasta sentir el dolor cerca de los ojos. Enfiló hacia el garaje y tomó el bate que usaba para comprobar el nivel de aire en las llantas de la camioneta. 

Cuco seguía comiendo en una esquina del patio trasero, dándole la espalda. Zaira dio un paso y otro más. 

Respiró hondo y el aire le estrió las entrañas. Cerró los ojos. Blandió el bate. 

El primer golpe alcanzó la cabeza y un aullido caló las costillas de Zaira. Apretó aún más los párpados como si así empozara la oscuridad, blandió el bate otra vez y el pequeño trozo de algo duro cedió. Las croquetas rodaron por el suelo. Un gemido tenue llenó el patio. La muchacha sintió las lágrimas calentándole la cara y percibió el temblor de Cuco: era como si los huesos del perro vibraran en el aire y lo cargaran de un olor imposible de inhalar. 

Escuchó el jadeo. Sintió el olor de la sangre. Percibió cómo una pata raspaba el adoquín. 

Zaira sabía que el perro, como ella y su hermano, había cargado en su lomo los años que llevaba muerta su mamá, y ahora, algo de ese tiempo o peso, una fracción minúscula e inmensa a la vez, lo cargaría ella, sola, con lo que acababa de hacer. 

Abrió los ojos: Cuco la estaba mirando. Sus patas aún temblaban, pero no porque quisiera huir. 

Regresó de Mataclara con las mismas instrucciones: vuelve mañana temprano. Era la tercera vez que veía en su vida a la anciana, pero le daba la impresión de que nunca salía de casa: lo más expuesta a la luz que la había contemplado fueron las veces que la recibió a la entrada. Si alguien le pidiera una descripción de las facciones de la mujer, no podría recordar más de lo que le permitía la penumbra. Quizá por eso, ese día, cuando la anciana recibió el cadáver de Cuco con una sonrisa burlona, la luz que se colaba por los resquicios de la ventana daba la impresión de carcomerle la cara. 

Zaira pasó a casa de su tía cuando ya había caído la noche y enfiló hacia el cuarto donde descansaba su hermano. No había mejorado, pero podía hablar y preguntó por Cuco. La muchacha apenas logró disimular el temblor de su voz. Le explicó a Saúl que estaban en casa de su tía. No me lo traje porque estaba inquieto. ¿Qué le pasó? Nada, tal vez está así porque sabe que viene papá. Su hermano asintió y cerró los ojos. 

Luisa entró a la habitación con un vaso de agua y su sobrina le preguntó por qué aún no llegaba su padre. 

—Dicen que la carretera de Tabasco está tomada, hija. —A Zaira le pareció mejor. No quería dar más explicaciones de lo que estaba haciendo. —¿La mujer te ayudó? 

La muchacha se quedó callada. Luisa entendió y le dio agua a su sobrino. 

Su tía les pidió que se quedaran aquella noche. Zaira aceptó, no quería dormir sin la seguridad de que cerca de ella y su hermano había alguien más. 

Al día siguiente estacionó la camioneta frente a la casa de la anciana. Faltaba poco para que amaneciera, pero en los alrededores no cantaban los gallos ni se escuchaba el nido de otro animal. Atravesó el patio de tierra y tocó la puerta varias veces hasta que cedió. 

Se asomó al interior. La portilla del fondo permanecía entreabierta: en el solar un zopilote metía y sacaba el pico de un pequeño costillar que sostenía con las patas. Zaira apartó la vista. Con los ojos en el suelo distinguió los ruidos de cartílago y vísceras separándose en la penumbra. Las náuseas aumentaron cuando captó el olor a humo y guiso inundando el galerón. 

Unos pasos revolvieron la tierra. La anciana atravesó la portilla y la cerró. En una mano llevaba una botella de plástico y en la otra una cacerola. Se detuvo un momento como si pudiera reconocer la respiración de la muchacha. La saludó con un "buenos días" y alcanzó la mesa del centro. 

—Le das una medida diaria. —Rodó la botella hacia Zaira. 

La luz del amanecer se filtró por los bordes de las ventanas: iluminó la botella y la muchacha comprobó que el caldo de zopilote era del mismo rojo sucio que cubría los caparazones de los gorgojos; por segundos, la luz también reveló los pequeños tumores en la mejilla de la anciana. Esta, quién sabe cómo, descifró la mirada de Zaira y le aseguró que su hermano estaría bien. Enseguida añadió: "Yo sigo aquí" y descorrió su vestido encima del hombro para mostrar las protuberancias viejas que bajaban hacía su pecho. 

Zaira se preguntó cuántos tumores más tendría la anciana por el resto del cuerpo. Dio las gracias, enfiló hacia la salida y la voz de la mujer pareció retacar el galpón: 

—El mes que viene nos traes un animal más grande. 

La muchacha se volvió con la intención de insultar a la anciana, dejarle claro que hacía todo esto por su hermano y no por darle gusto a ella. Pero la mujer ya le había dado la espalda mientras enfilaba hacia el solar. Iba comiendo una pieza de algo que había sacado de la cacerola de metal. 

Bajó de la camioneta con la botella y entró a la casa de su tía. Esta permanecía sentada a la mesa de la cocina, con ambas manos sujetaba un pocillo medio lleno de té. Zaira le preguntó si estaba bien. Su tía no contestó. Antes de repetirle la pregunta se dio cuenta de que había estado llorando y enseguida imaginó que su padre acababa de llegar. 

Llegó hasta el cuarto donde descansaba Saúl y su padre le atajó la entrada. Bebía café en una taza, sus ojos parecían más pequeños enmarcados por las ojeras y su ropa olía a sudor. Quién sabe cuántas horas había manejado el tráiler sin dormir. 

—Alístalo. Nos vamos al Puerto —Bernardo avanzó hacia la salida de la casa y se detuvo al ver que su hija no lo seguía. 

Su padre le ordenó que le entregara las llaves de la camioneta. Ella lo ignoró y antes de que pudiera entrar en el cuarto de Saúl, su padre volvió a pedirle las llaves alzando la voz. Zaira se volvió y con una autoridad y volumen que iban creciendo no paraba con que, en el hospital no les interesa mi hermano, lo van a arrumbar en el último piso y nos van a volver a decir cosas sobre la calidad de vida, nuestra decisión y el tiempo con la familia, hasta que nos corran para traerlo otra vez aquí, todavía más enfermo. Bernardo chasqueó la lengua, la sujetó por el antebrazo y ella se zafó de un jalón. Entonces Zaira sacó el tema de su madre entre gritos, como tantas otras veces, sin saber muy bien por dónde empezar. Enumeró rencores, lo estúpido de cada decisión. Al final, volvió a rematar a su padre con un "nunca quisiste hacer más". 

Las últimas palabras le hincharon a Bernardo las venas del cuello y arrojó su taza contra la pared: los pedazos astillaron el aire y Zaira alcanzó a cubrirse la cara. En ese momento él reconoció lo que su hija traía en la botella. 

—¡Le dije a tu tía que esa vieja era una charlatana —gritaba él—, le dije y ahí van! Pide y pide animales. Al rato ya no vas a saber qué hacer. Si por mi fuera, le hubiera llevado más, pero no pude, ¿de dónde sacas tantos gatos, perros, niños? 

Zaira guardó silencio mientras decidía si su padre estaba diciendo la verdad. 

—Tu tía sabe que tengo razón. —Añadió Bernardo y enfiló hacia la salida de la casa. Luisa observaba la escena recargada en un sillón. La muchacha le sostuvo la mirada, pero su tía agachó la cabeza y volvió a la cocina. 

Zaira tuvo la idea de salir tras su padre, pedirle explicaciones, detalles sobre lo que había hecho, pero Saúl era más importante. Entró al cuarto y levantó su cabeza con un par de almohadas. Tomó el vaso del buró, sirvió el caldo y se lo dio. Apagó la luz y se sentó en una silla al lado de la cama. Al cabo de un rato, oyó cómo la respiración de su hermano se acompasaba con la suya. Le tocó la frente y comprobó que la fiebre iba cediendo por primera vez en semanas. 

A eso de la medianoche, oyó al otro lado de la puerta una escoba reuniendo los pedazos de la taza. Pensó en su tía, en cómo había evitado mirarla hacía unas horas. También pensó en su padre, en todo lo que quizá ella no supiera de él. 

Tomó la botella con el caldo y lo contempló en la penumbra de la habitación. Era cierto, duraría un mes, pero ella, desde ese momento, ya sabía lo que iba a hacer. No necesitaba la ayuda de nadie más. Si era necesario, se largaría de ese pueblo con su hermano. Estaba sola. Y lo que fuera que la anciana le pidiera, bestia o humano, ella lo podía conseguir. Bastaría con pedirlo tres veces, en voz alta. 


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FUENTE:  FONCA (2020). Antología de letras, dramaturgia, guion cinematográfico y lenguas indígenas. Jóvenes Creadores. G 2019-2020. México: Secretaría de Cultura. Recuperado el 10 de febrero de 2022 de: https://fonca.cultura.gob.mx/jovenesCreadores2020/img/antologia_jc_2020.pdf

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