Semblanza
Krsna Sánchez Nevárez nació en Michoacán, en 1988.
Escribe ciencia ficción, fantasía y terror. Ganador de premios como el 1° lugar del concurso de cuento de ciencia ficción Las 4 esquinas del universo, organizado por el instituto de astronomía de la UNAM, el 1° lugar del Bazar de Horrores en Fobica Fest 2020 y dos menciones honorífica del concurso nacional de cuento fantástico y de ciencia ficción. Ha publicado la plaquette Mundos impostores, y los libros Inventamos enemigos más útiles y Humanos Forasteros. Sus cuentos han aparecido en revistas de distintos países, como Espejo Humeante, Primero Sueño, Penumbria, Teoría Ómicron, Ficción Científica, entre otras. También ha sido incluido en las antologías Liminales, Un grito no nos puede matar, Del futuro y otros menesteres, y Las cuatro esquinas del universo: perturbaciones del espacio-tiempo.
Ha recibido apoyo en el programa Jóvenes Creadores del FONCA, en 2019 y 2022.
El cuento "Muros transparentes", se incluyó en la antología de becarios del FONCA de la generación 2019-2020.
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Muros transparentes
Yeremiah despertó bocarriba. Lo primero que vio a través del policarbonato fue a la pareja del piso superior teniendo sexo. Disfrutaban haciéndolo de pie a un costado de su cama, como solían practicar cada dos o tres días. A Yeremiah le resultó hipnótica la oscilación sincronizada de los senos y los testículos. Apartó la mirada del techo y se incorporó de inmediato. Su premura se debió a la hora que era, no por causa del pudor.
Tendió la cama, se quitó la piyama y la guardó en una cajonera. A través del suelo cristalino divisaba la abismal sucesión de los dormitorios inferiores, donde los demás habitantes realizaban las mismas acciones que él. Los departamentos guardaban una sucesión vertical en estricta disposición simétrica. Quizás ese acomodo contribuía a que la rutina de los ocupantes coincidiera puntualmente.
Yeremiah entró en el baño, sacó del botiquín un frasco de diazepam y tragó un puñado de pastillas sin contarlas. Se cepilló los dientes y tomó una ducha. Al meterse bajo el chorro de la regadera, saludó con un ligero ademán a su vecino, el señor Marfán, sentado en el retrete al otro lado del muro traslucido. Yeremiah le permitió continuar con sus asuntos sin distracciones y se enjabonó rápido el rostro.
La cortesía y la discreción eran dos cualidades indispensables cuando se habitaba en el centésimo piso de un rascacielos donde incluso las cañerías eran transparentes. Con algo de imaginación, el lugar se asemejaba a un castillo de hielo. Pero el encanto se desvanecía muy pronto dentro de esa carcasa hermética.
Yeremiah, envuelto en una bata de baño, cruzó su departamento. En la cocina, encendió el procesador de café y abrió un empaque de galletas verdes. Mientras comía ruidosamente, hojeaba un catálogo de aves extintas. Advirtió la ausencia de su vecina Lucila. Ella acostumbraba cocinar una olla de avena para desayunar los domingos. Yeremiah echó un vistazo por la diáfana barrera sin encontrarla por ningún lado.
Lucila era la única que le simpatizaba de sus vecinos. Ambos se encontraban solteros. Jamás habían mantenido una conversación más allá de un escueto saludo en los corredores del edificio, como designaban los códigos de convivencia vecinal. Pero Yeremiah disfrutaba beber su café dominical con la sobria compañía de Lucila del otro lado. Suspiró en su soledad y continuó con el desayuno echándola de menos.
Más allá de su edificio, Yeremiah apreciaba solo la espesa bruma que dominaba el paisaje citadino. Ni siquiera diferenciaba los rascacielos de enfrente, engullidos por un perpetuo crepúsculo de smog turbio y grisáceo. La megalópolis se encontraba sumergida en un denso manto de contaminación atmosférica que reducía al cuarenta por ciento la luz solar.
Yeremiah terminaba de beber la segunda taza de café cuando Lucila apareció con varios paquetes y rollos bajo el brazo. Fingió que no le prestaba atención. Llenó de nuevo su taza y siguió pasando las hojas del catálogo. Apreció de reojo que ella desempacaba cosas y alistaba un bricolaje.
Lucila sumergió una brocha en una lata de pegamento y embadurnó el reverso de los pliegos que había desenrollado. Subió a una escalerilla para adherir la tira de papel en el centro del muro. El largo rectángulo mostraba un diseño de flores con tonalidades apasteladas. Yeremiah observó despreocupado cómo ella fue añadiendo más tiras a la franja floreada que se extendió lo suficiente para ocultar la mitad de su figura. Entonces la verdad lo golpeó por sorpresa. ¡Lucila se proponía empapelar la otra cara del muro!
Se levantó sobresaltado y fue a prisa a llamar al departamento contiguo. Vio a través de la puerta cómo Lucila dudaba en abrirle hasta que su insistencia la hizo desistir.
— Buenos días, Lucila. Disculpa la intromisión. Yo estaba bebiendo café y...
—Y leyendo un catálogo de aves. Lo sé, te vi.
—Yo... vine a recordarte que el contrato de condóminos nos prohíbe colocar cuadros o estampas que obstruyan los muros.
— ¡A la mierda el contrato! Estoy en mi casa y puedo hacer lo que se me antoje.
— ¿No te importa oscurecer la mitad de mi departamento?
—Encuentra una manera de leer ese catálogo a oscuras, querido vecino— dijo al dar un portazo con la lámina acrílica de forma irrebatible.
Yeremiah regresó a su departamento. Entró en el baño y tragó un nuevo puñado de pastillas. Fue a sentarse a la sala. Levantó la vista para observar el fondo de los muebles en la planta superior. El estrecho panorama lo conformaban motas de polvo, pelusas entreveradas y cadáveres de insectos. A los vecinos no les interesaba la existencia del tenebroso microcosmos en la base de su mobiliario. Cualquier otro les habría exigido que mantuvieran limpios aquellos recovecos, pero a Yeremiah le agradaba ese sucio panorama que ayudaba a calmarlo de alguna forma extraña. Inhaló profundo, acompasando el ritmo de su respiración con el suave rumor del surtidor de aire.
Estudió cómo progresaba el empapelado desde su asiento. Una cuarta parte del muro había sido cubierta por las fatales florecillas. Lucila no mostraba señales de cansancio. Yeremiah creyó notar un frenesí enfermizo en la manera que colocaba los parches de papel. "A la mierda el contrato de condóminos!" Para Yeremiah esas palabras evidenciaban que era víctima de una aguda histeria. Él jamás hubiera esperado que ella tuviera un arranque de esa naturaleza.
—¡¿Qué te pasó, Lucila?!— se atrevió a gritarle sabiendo que los muros eran a prueba de ruido.
Cuando solo faltaba un corto tramo para que el empapelado concluyera, Yeremiah se aproximó con discreción al muro. Lucila se asomó por el espacio libre y le dedicó una breve mirada con sus ojos aperlados. Sin mostrar clemencia, pegó el último pedazo de papel. Y el departamento de Yeremiah quedó cubierto por sombras. Para él fue como una afrenta personal.
Por primera vez en veinte años, se enfrentó a un muro que rechazaba su mirada. Le pareció una cosa abominable. A partir de ese punto, Lucila se convertiría en una incógnita punzante. ¿A qué iba dedicarse ahora? Él no tuvo las agallas para imaginar las actos abominables que cometería más allá de tal barrera visual.
Resolvió que su obligación moral era seguir en contra de la rebelión empapeladora de Lucila. Ella no tenía derecho a imponerle ese repentino capricho de privacidad. Podía alegar en el tribunal civil que lo orillaba a incrementar su consumo de alumbrado eléctrico. Dicha conducta se catalogaba como un crimen ecológico. Eso provocaría una intervención de la autoridad. Se regodeó imaginando que la policía obligaba a Lucila a retirar el tapizado. Pero, para llegar a eso, antes tenía que organizarse con los demás vecinos para ejercer mayor presión jurídica.
Mientras ideaba una reunión vecinal, el señor Marfán apareció cruzando el pasillo con unas extrañas estructuras de tela y metal. Yeremiah salió a abordarlo sin demora.
—Buenas tardes, señor Marfán.
—Te ves preocupado, muchacho.
—Se trata de Lucila. Ella empapeló una pared.
—Ya lo había visto.
— El contrato de condóminos nos prohíbe pegar cualquier cosa en los muros.
—¡Es cierto!
— Tenemos que hacer algo al respecto.
—Yo pensé lo mismo, muchacho.
—Las reglas ya no significan nada para esa mujer.
—Teniendo en cuenta las reglas, yo fui a comprar biombos.
—¿Qué?
—Biombos, míralos. Las tiendas del tercer sótano empezaron a venderlos hoy. Si quieres puedo decirte cuáles, pero tienes que...
Yeremiah se escurrió de regreso a su departamento mientras el señor Marfán continuaba hablando.
Fue al baño y vació el frasco de diazepam. Notó que seguía con la bata puesta. No le dio importancia a ese descuido. Divisó que en el exterior soplaba un viento vespertino que arremolinaba el smog, creando la impresión de que el rascacielos estaba sumergido en un océano espumoso. Yeremiah fantaseó con que se encontraba en un iceberg navegando por las aguas polares. El señor Marfán se interpuso en la imagen desdoblando un biombo frente al muro.
Abatido, Yeremiah alzó la mirada y encontró la visión de una vieja alfombra extendida por encima de su cabeza. La idea de cubrir las superficies se había propagado con una virulencia sobrecogedora. Se tiró de rodillas para asomarse a las plantas inferiores. A lo largo del edificio, los habitantes iban de aquí a allá dedicados a cubrir las muros de sus departamento. Colocaban cortinas improvisadas, pegaban hojas de periódico con cinta adhesiva, apilaban los muebles para formar parapetos o se valían de cualquier método que funcionara para velar los muros. Yeremiah quería seguir contemplando toda aquella decadencia, pero fue interrumpido por el vecino que encasquetó un trozo de lámina oxidada en su techo.
Yeremiah entendió que era el único que conservaba la cordura. Si aquello continuaba así, la histeria se contagiaría a los edificios cercanos y eventualmente al resto de la urbe. El caso de Lucila había sido el foco de una epidemia.
En apenas unas horas, el departamento de Yeremiah terminó sumido en una profunda oscuridad. Parado ahí experimentó una mezcla de aislamiento y soledad, igual que un prisionero confinado en un remoto calabozo. Habría caído en la desesperación de no ser por los elevados niveles de diazepam en sus venas. Se despojó de la bata de baño. Tomó el catálogo de aves y lo deshojó lentamente. Arrugó las páginas y las arrojó hechas bolas contra la pared.
Sacó del armario un bote de pintura y una vieja brocha. Calculó que si trabajaba el resto del día y de la noche acabaría de pintar los muros antes del amanecer.
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FUENTE: FONCA (2020). Antología de letras, dramaturgia, guion cinematográfico y lenguas indígenas. Jóvenes Creadores. G 2019-2020. México: Secretaría de Cultura. Recuperado el 10 de febrero de 2022 de: https://fonca.cultura.gob.mx/jovenesCreadores2020/img/antologia_jc_2020.pdf
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