Ir al contenido principal

Tiempo de lectura

"Perejil y Coca cola" | Dahlia de la Cerda | México en sus Letras | FONCA, JC 2018-2019

Fuente de la imagen: cortesía de la autora Ideogram

Recuerda conectarte a la transmisión en vivo desde la página El Estudio de Damiana, en Facebook, el viernes 28 de abril de 2023, a las 20:00 hrs.

¡Podrás platicar con la autora!


Dahlia de la Cerda. Aguascalientes, 1985

Nació, creció y vive actualmente en la Ciudad de Aguascalientes. 

Estudió la licenciatura en Filosofía. 

Ha sido empleada de un centro de atención telefónica, un bar y una fábrica de dulces. Ha trabajado como editora de noticias internacionales y como vendedora de Avón, rosas negras en la calle y de ropa de segunda en un tianguis. 

Fue becaria del Programa de Estímulo a la Creación y al Desarrollo Artístico de Aguascalientes (PECDA) en la emisión 2015. Fue beneficiaria del Programa Jóvenes Creadores del Fonca en las emisiones 2016 y 2018. 

En 2009 ganó el certamen literario “Letras de la Memoria” convocado por el Centro Cultural Los Arquitos. En 2019 ganó el Premio Nacional de Cuento Joven Comala. 

Ha participado en las antologías Mexicanas, trece narrativas contemporáneas (Fondo blanco 2021), Los cuerpos que habitamos, ficción y no ficción sobre el derecho a decidir (AN-ALFA-BETA 2021), Tsunami 2 (Sexto Piso 2020) y Astra Magazine (Ecstasy 2022). 

Es autora del libro de cuentos Perras de Reserva (Sexto Piso 2022) y del libro hibrido Desde los Zulos (Sexto Piso 2023). Su obra ha sido traducida al inglés, italiano, francés, turco y polaco. 

Es cofundadora y codirectora de la colectiva feminista Morras Help Morras. Habla sin parar en dos podcasts: Escribe como morra y Morras vs fundamentalismos.


El cuento "Perejil y Coca cola" se incluyó en la antología de becarios del FONCA de la generación 2018-2019, segundo período.


O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O


Perejil y Coca cola


Me senté en la taza del baño, oriné sobre la prueba de embarazo y esperé el minuto más largo de mi vida. Positivo. Me dio un ataque de pánico y luego una discreta felicidad; me acaricié con ternura el vientre. Siempre que veía esas escenas de una chica en un retrete aguardando por saber si estaba embarazada me parecía patético. “Esto es patético”, pensé. Aunque, siendo honesta, estoy acostumbrada a ser patética, quizá por eso me identifico con personajes como Jessica Jones o como Penny Lane de Casi famosos. Me levanté, lavé mi cara y salí del baño. Me dejé caer sobre la cama.

Tengo cierta resistencia a aceptar las malas noticias. Algunos dirían que las evado, pero no, sólo es difícil creer que todo lo malo me pasa justo a mí. Me han puesto el cuerno, me han asaltado en la calle, mis mascotas han muerto envenenadas o atropelladas, no conozco a mi padre y perdí a mi madre hace algunos años. Y ahora, en el cajón derecho de mi buró, un test de embarazo con dos líneas rosas.  Así que me hice un examen de sangre para confirmar. Positivo. Yo no sabía que las pruebas caseras son inexactas en resultados negativos, jamás en positivos. No estaba preparada para traer un hijo a este mundo de mierda.

Recuerdo perfecto que en ese momento en la bocina de Amazon sonaba Desorden, de María Rodes. Es la canción que define mi vida. Estoy atrapada en un bucle infinito de malas decisiones cuyas consecuencias son, sin excepción, dramáticas y

Vuelvo a pasar por el camino acostumbrado
sin acordarme de si es el equivocado
y aunque parezca que lo tengo controlado 
algo me dice que otra vez se me ha escapado.
Probablemente sea un ciclo inacabado 
de desaciertos o de amor desesperado.

Quizá creas que estoy exagerando porque un embarazo no deseado no es una calamidad; sin embargo, para mí sí lo era. Era la peor calamidad de mi existencia. Un maldito tsunami que destruía con su agua salada cada uno de mis sueños y metas, e incluso saboteaba los errores que aún me faltaba cometer.

Le mandé un mensaje a Gerardo. “Estoy embarazada”, le dije. “¡No mames! ¡No mames!”, me dijo. Y luego me envió los emojis más ridículos del mundo. “Vamos a ser papás.

¡Diana, qué felicidad!” “¿Felicidad? No. No, ni vergas.” “¿No me digas que lo quieres abortar? ¡No mames, Diana!”

Estoy mintiendo… No existe Gerardo. Me dieron ganas de meterle romanticismo a la historia. El embarazo fue producto de una noche de copas. No sabía el nombre del tipo ni me interesaba saberlo. Su desempeño no lo recomendaba para nada en la vida. Sí, estaba embarazada de un tipo que cogía horrible.

Soy esa clase de chica que suele usarse como argumento contra el aborto. La que sale y se acuesta con el primero que le habla bonito. Ésa que mejor debería tomar anticonceptivos o ligarse las trompas o cerrar las piernas. Me dejo abrazar con fuerza por desconocidos. Me gusta la fiesta, ponerme muy borracha y hacer osos ahogada en alcohol.

La idea de llevar a término el embarazo nunca pasó por mi mente. Así que investigué cuáles eran mis opciones para abortar. Busqué en internet “aborto” y encontré varias clínicas, todas en la Ciudad de México. No estaban a mi alcance. Leí gran variedad de métodos siniestros. Perejil en la vagina, lavativas vaginales de Coca cola con aspirina y zapote negro, té de ruda, té de orégano, té de anís estrella y picarse el útero con un gancho para la ropa. De clic en clic llegué a un video donde un feto luchaba por su vida gritando: “¡épale, épale, mi patita!” Me dio risa y me dio tristeza.

Hallé anécdotas de mujeres que habían abortado y que hablaban de hemorragias, coágulos del tamaño del mundo, legrados dolorosos, choques hipovolémicos, entrañas podridas y comidas por gusanos. Historias de arrepentimiento, de dolor y de terror. Entre esas historias di con la de una chica que hablaba de un fármaco, el misoprostol. Lo busqué en Google.

El misoprostol ―según Wikipedia―, aunque se usa para las úlceras gástricas, produce contracciones uterinas. Las mujeres en las favelas en Brasil descubrieron que provoca abortos. Después de ser estudiado por la Organización Mundial de la Salud fue aprobado para abortar de forma segura. Como no tenía mucho qué pensar, tomé los quinientos pesos que me sobraban de la quincena y salí a la calle.

En la esquina de mi casa había una Farmacia Guadalajara, me pidieron la receta. Avancé y llegué a una Farmacia del Ahorro, costaba seiscientos cincuenta pesos; suspiré y continúe la búsqueda, angustiada. Probé en otras cinco farmacias: en las que no se requería prescripción médica, el misoprostol excedía mi presupuesto, mientras que en el resto la receta era obligatoria. Las lágrimas salieron solas y me dio una crisis de ansiedad. “¿Qué voy a hacer?”, pensé.

Caminé por lo menos una hora, o eso creí. Lloré todo el tiempo. De pronto, a lo lejos, vi una botarga regordeta bailando una canción de Maluma Beibi. Apresuré mi paso, entré y pregunté por el misoprostol. La dependienta, una señora de unos 40 años, me miró con lástima y me dijo: “Los lunes lo tenemos en 380 pesos”. “¿Me lo da, por favor?” “Claro que sí, por 10 pesos más puedes llevarte una cajita con doce tabletas de ibuprofeno de ochocientos miligramos.” “También lo quiero.” Pagué, agarré mis cosas y salí corriendo.

En cuanto llegué a mi casa, volví a leer la información en internet. La leí tres veces para que no me quedaran dudas. Las manos me sudaban, estaba aterrada. Los manuales de aborto recomendaban no hacerlo sola, pero yo no contaba con nadie. Mi madre falleció hace cinco años luego de un largo cáncer que la debilitó hasta los huesos. La mandé cremar con lo que me dieron de su afore, puse las cenizas en su habitación y las encerré para siempre. Las cosas están tal y como ella las dejó. Después de que un abogado se cobrara con sexo y arreglara el trámite de la pensión, básicamente me dedico a la escuela y vivo de los diez mil pesos que me depositan al mes. Estudio en una Universidad del Opus Dei, y, aunque tengo amigas, ninguna de ellas está a favor del aborto, a menos que implique programarlo en Houston y que luego del alta del hospital nos vayamos de compras a un mall.

Mi única compañía es mi gato Ricardo. Lo adopté al día siguiente de que mi madre murió́. Era tan pequeño que debía alimentarlo con leche especial y un biberón. Lo crié en una caja con una lámpara para darle calor. Fui la cuidadora de mi mamá durante su enfermedad, por ello que alguien dependa de mí, que alguien necesite que yo regrese a casa, me mantiene viva, lejos de los vicios y la perdición.

Leí una última vez el protocolo, prendí la televisión e inicié sesión en Netflix. Busqué una película para abortar: Chicas pesadas. Abrí la caja de misoprostol, saqué cuatro pastillas, le puse una gota de agua a cada una y las coloqué debajo de mi lengua. Las dejé ahí por media hora. Sabían amargas y pasar saliva era casi una hazaña épica. Tuve que tragarme mi vómito en dos ocasiones. Casi de inmediato comencé a temblar. Me tomé los restos con un poco de té de manzanilla. Terminé de ver la película y puse Legalmente rubia. El escalofrío aumentó y me metí entre las cobijas con Ricardo sobre mi regazo. Vomité y me dio diarrea. Nada de sangrado y apenas un cólico que parecía premenstrual.

En cuanto acabó Legalmente rubia empecé Miss Simpatía, acomodé otras cuatro tabletas en mi boca y esperé a que se derritieran. Fue más fácil: la lengua se había acostumbrado al sabor, no me dieron náuseas. Me pasé las sobras con un té de hierba buena y preparé una quesadilla de queso panela y jamón de pavo. El dolor llegó, era como de una menstruación dolorosa, pero no exagerada. Tomé un ibuprofeno y me acosté en la cama con un trapo caliente sobre el vientre.

Un jalón dentro del útero y unas ganas incontrolables de pujar me hicieron correr al baño. Pujé y una corriente de sangre y de coágulos tiñó de rojo la cerámica del excusado. El dolor encrudeció́: ya nada tenía que ver con una menstruación, era peor. El sangrado intenso duró cerca de un minuto. Me dio un ataque de pánico y vértigo. Lloré desconsolada. Estaba aterrada y no quería morir, no entre sangre y excremento. Había imaginado mi muerte más rocanrolesca, por lo menos relacionada con una sobredosis. Me dejé caer al piso y abracé la taza del baño sollozando de miedo, rabia y tristeza. Quise un Gerardo que me dijera: “esto va bien”.

El dolor disminuyó. Introduje la mano en el inodoro buscando al bebé; no lo encontré. Había sólo coágulos muy similares a los de la regla. Jalé la palanca. Me desvestí, abrí el agua caliente, entré a la ducha, me senté en cuclillas y pujé como una perra en labor de parto. Pujé con todas mis fuerzas y apenas expulsé un chorro de sangre y un coágulo del tamaño de una guayaba. Me acosté en el piso y permanecí ahí media hora.

Acabé de bañarme y alimenté a Ricardo. Preparé una sopa Maruchan de pollo con harto limón, unos ruffles en lugar de tortillas, y una Coca cola muy helada. Hice exactamente lo contrario a lo que decía el manual de aborto, que recomendaba comida ligera, suero oral y nada de irritantes. Hice todo lo contrario quizá porque quería que las cosas acabaran mal, por ejemplo, conmigo en el hospital o en la cárcel o en ambos lados. Vi Casi famosos y chillé como siempre. Los cólicos iban y venían y la diarrea era molesta, pero tolerable. Le faltaba desgracia a mi aborto. Había leído de hemorragias y dolores terribles y esto era más una regla con disentería y gripa que una tragedia, y además me enojaba que por primera vez en la vida algo parecía terminar bien.

Puse las últimas cuatro pastillas debajo de mi lengua y esperé con discreta felicidad a que se disolvieran. No hubo náuseas ni escalofríos y los malestares estomacales habían cedido. Si acaso una febrícula tolerable. Di clic en Ligeramente embarazada, forjé un porro y destapé una Heineken. Bebí y fumé mariguana. Me partí de risa cuando el dolor volvió porque sentí las mismas ganas de pujar. Caminé al baño, me acomodé en el retrete y pujé con fuerza. Un rojo vino y varios coágulos del tamaño de un puño manaron de mi vagina.

Me senté en el piso y metí la mano en el excusado. En poco tiempo encontré una bolsita del tamaño de mi dedo meñique con un frijolito de color rosa pálido en su interior. Suspiré aliviada y sonreí. La arrojé a la taza y jalé la palanca.



O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O

CÓMO CITAR:  de la Cerda, Dahlia (2019). Perejil y Coca cola. En Antología Jóvenes creadores 2018-2019 Segundo periodo. México: Secretaría de Cultura-FONCA. Págs. 43-47. Recuperado de: https://fonca.cultura.gob.mx/jovenes-creadores/wp-content/uploads/2019/11/antologia_sp_2019.pdf

Comentarios

Populares del mes

L1. "La mujer escondida" - "Xtakumbil Xunáan", Anatolio Pech Huchin | Narraciones mayas de Campeche

Un chef de Nueva York revela secretos comerciales | Anthony Bourdain

Historia del pájaro que habla, del árbol que canta y del agua de oro

¿Quien Es Zuhuy Teodora?

"Un pájaro", José Juan Tablada