"No necesito tu ayuda para ir a Dublín" | Alejandro Vázquez Ortiz | México en sus Letras | FONCA, JC 2018-2019
Alejandro Vázquez Ortiz. Monterrey, Nuevo León, 1984
Narrador y editor.
Fundador y miembro del consejo en Editorial An.alfa.beta.
Publicó la novela El emisario o la lección de los animales (2017) y los libros de cuentos Artefactos (2012) y La virtud de la impotencia (2015), libro ganador del Premio Nacional de Cuento Joven Comala 2015.
También gana el XXXI Concurso Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción en 2015, con el cuento El mono que escribió el Quijote, editado en 2018 por la editorial Librosampleados. En 2017 gana el Premio Nuevo León de Literatura con el libro de cuentos Yonque. Su última novela El corredor o las almas que lleva el diablo (2022) publicado en el sello Literatura Random House será incluida en el programa El Mapa de las Lenguas 2023.
No necesito tu ayuda para ir a Dublín
[La fotografía muestra a tres mujeres árabes de espalda y un soldado irlandés de rostro serio. Se deduce que son árabes por el hiyab oscuro que les cubre la cabeza. El soldado, junto a ellas, les franquea el paso sosteniendo la culata de su rifle y con los ojos azules mira directamente a la cámara.]
A Jazmina le pareció gracioso que Dublín fuera tan verde como lo imaginó. Antes de que el avión tocara tierra, vio a través de la ventanilla un campo de golf, hectáreas que parecían sembradíos, lotes sin aparente utilidad e incluso distinguió la masa de agua, estirada e inmóvil que, supuso, era un río. Todo de color verde.
Después de aterrizar y recoger su maleta, dedicó una reflexión breve a cómo todos los aeropuertos se parecen y la única diferencia entre ellos es su tamaño. Algunos son más grandes que otros, pero en el fondo, todos son el mismo.
El inspector de aduana apenas le dedicó una mirada breve, inclinándose sobre el escritorio para poder verla. Jazmina apenas alcanzaba el metro cuarenta y cinco de estatura. Selló su pasaporte sin preguntar nada. Se lo extendió con una mueca que ella quiso creer que era cortesía, aunque no estuvo segura.
Cuando salió al vestíbulo pensó que no había sido tan difícil llegar a Dublín. Lo pensó tan claramente que casi musita las palabras en los labios. Después miró algunos letreros. Tenía que ver qué iba a hacer ahora que estaba ahí.
Mientras lo hacía, se hizo a un lado de los pasillos por donde circulaban los viajeros. Buscó en su celular información sobre transporte y hospedaje. Acabó junto a una cristalera desde la que se podía ver la avenida donde subían y bajaban pasajeros buscando la terminal correcta. Miró un rato la escena, la luz inclinada de Irlanda que provocaba destellos y sombras en todos lados. Confirmó la hora y se extrañó del tono del atardecer en el horario.
Conforme pasaban frente a ella, solos o en pareja, notó que lo hacían sin reparar en su presencia. Dedujo que el cristal tendría un polarizado lo suficientemente denso como para no permitir a la gente de afuera ver al interior del aeropuerto. Al fondo vio un carro militar con algunos soldados rubios. Jazmina aprovechó. No iba a sacar su Canon 5D MK IV, porque estaba enterrada en la mochila que le colgaba de los hombros. Pero levantó su Fujifilm X100T que tenía en la bolsa de la chaqueta. Podría tomar una foto sin que nadie la viera. Levantó la máquina y encuadró.
En eso percibió a tres mujeres que salían de la terminal, apretadas unas con las otras. Las tres tenían hiyab negros sobre la cabeza y el resto del cuerpo cubierto con unas túnicas igualmente oscuras. Aguardó a que se alinearan todas en la óptica focal de 35 mm. El soldado parecía distraído, mirando un punto lejano que coincidía exactamente con la dirección donde estaba la cámara. Cuando pasaron junto a él, Jazmina apretó el disparador. El delicado obturador de hoja parpadeó.
Revisó la fotografía. Le pareció buena. Creyó que era un gran augurio.
De pronto un ruido atronador se extendió y le comprimió el pecho. Una onda de aire la empujaba al tiempo que la cristalera desapareció. Después humo, confusión, destellos anaranjados detrás del polvo. Sus oídos zumbaban. Pasó frente a ella, tambaleándose, un hombre sangrando de la cabeza.
Jazmina salió a través de la cristalera rota. Tosió a horcajadas con las manos en las rodillas y se dio cuenta de que estaba cubierta de tierra. Después vio la X100T colgada de la correa en su cuello.
Se la llevó al ojo y comenzó a disparar.
***
[La fotografía es una antigua impresión de una foto familiar. En el centro se muestra a la madre de Jazmina sentada pulcramente con las rodillas juntas a pesar de tener un pantalón y mirando directamente a la cámara. La espesa sombra de maquillaje sobre sus ojos delata otra época. A su lado, sobre el sillón, Jazmina, con apenas seis años, ostenta una mueca que es mitad sonrisa, mitad grito, mirando hacia el techo, arrugando la nariz y la boca. Hay algunos adornos de cumpleaños regados por la escena. En la parte de atrás está escrito con marcador: “No soy yo”.]
Jazmina no tiene ningún retrato en el que no salga haciendo caras. Inflando los cachetes, haciendo bizcos, abriendo desmesuradamente la boca, enseñando los dientes. Ni cuando era niña, ni ya de grande. Cada que se daba cuenta de que le enfocaban con una cámara, su reacción automática era la de deformar el gesto. Era una forma de evitar que la fotografiaran. Por más que supiera, muchos años después de esa foto con su madre, que para un buen retrato se necesitaba que el sujeto se olvidara de que la cámara estaba ahí, ella no podía ni quería ignorarla.
Saboteó cada fotografía. Primero como una broma, después como un acto de rebelión consciente. Como si a cada parpadeo del obturador ella pudiera rehacer las facciones de su rostro para que nadie pudiera contemplar su auténtica imagen.
En parte por eso, con el tiempo, después de cumplir con todo lo que sus padres esperaban de ella, casi por error, acabó ejerciendo la fotografía en bodas, bautizos y quince años, en donde llegó a obsesionarse con la idea de tomar fotos sin ser vista.
Pensaba en eso a menudo, sobre todo en las sesiones difíciles con una novia nerviosa. A pesar de ser menudita y con un cuerpo casi de niña, con las nalgas y las tetas chiquitas, a veces la presencia de una cámara se imponía a alguno de sus clientes. Eran incapaces de adoptar posturas naturales, sonrisas creíbles, miradas desinteresadas. Entonces Jazmina hacía preguntas para tranquilizarlos, para ver si entre la plática se distraían lo suficiente como para olvidarse del ojo negro de los lentes fotográficos.
Siempre sacó el trabajo, pero una parte de ella sentía que había algo en sus fotografías que se le escapaba. Un matiz mínimo, pero que transformaba un retrato de bautizo en una narrativa dramática. Todo le parece, después de mirar foto tras foto, suya y de los demás, una especie de recuadros falsos. Como si la cámara misma pervirtiera el cuerpo y el espacio a la vez que lo capturaba.
No lo piensa con palabras, pero supone que es el peaje de la imagen, que hay cosas que no se pueden fotografiar. Por eso, cuando ve sus propios retratos, con su cuerpo menudo y exiguo, con la cara deforme porque arruga la nariz y saca la lengua, asume que ese cuerpo y ese espacio en las fotografías no son el suyo. No lo piensa así, sólo sabe que no es ella. Por eso escribió esa frase en la parte de atrás de todas las imágenes en las que aparece.
***
[La fotografía muestra a Jazmina en una rueda de prensa. La mirada perdida, fija en un punto sin mayor propósito que extraviarla ante el mar de cámaras que la acosan. Frente a ella hay un grupo de seis micrófonos con distintos logotipos de noticieros. Ella sostiene una impresión de gran formato donde está su fotografía de las tres mujeres árabes con el soldado irlandés. La imagen está reproducida en el periódico The Press and Journal. En la parte de abajo tiene escrito con pluma: “Ésta…”.]
Jazmina saltó a la fama con una sola fotografía y ahora su destino estaba en las agencias de noticias que ya habían puesto contratos de trabajo sobre la mesa.
La fotografía de las tres mujeres árabes no sólo era un documento etnográfico que mostraba de golpe la porosa frontera cultural entre occidente y el medio oriente. Además de convertirse en el símbolo del acontecimiento noticioso de un ataque terrorista, fungió como evidencia crucial para identificar y capturar a los perpetradores del ataque al Aeropuerto Internacional de Dublín.
Cuando se publicó la fotografía las autoridades se dieron cuenta de inmediato de que algo estaba mal. Una de las mujeres dejaba ver, por debajo de la túnica y el hiyab, un pantalón de mezclilla y unos tenis de marca deportiva. Prendas nada habituales para una mujer de tradición árabe. A través de las cámaras pudieron identificar el automóvil al que se subieron los sospechosos. Más tarde se daría cabal noticia de que se trataba de tres varones de origen pakistaní. La policía fue capaz de detener a dos de ellos. El tercero, acorralado en una mezquita, cometió suicidio.
La conmoción de Europa se hizo sentir y la tragedia se pudo registrar y constatar, más allá de videos de vigilancia de baja resolución, gracias a las fotografías de Jazmina.
The Press and Journal pagó una importante suma de dinero por las fotos y se incluyeron en la edición impresa y en línea como un fotorreportaje estrella. Pronto las revendieron y se publicaron alrededor del mundo, convirtiendo a Jazmina en una celebridad en el mundo del fotoperiodismo.
Las fotografías fueron acompañadas con los datos precisos de cada una de las veintiocho víctimas que dejó el atentado, en su mayoría trabajadores de aerolíneas nacionales y algunos turistas germanos. En una nota aparte entrevistaron a Jazmina. Le preguntaron cuál era el motivo de su llegada a Dublín. Ella respondió que siempre había querido visitar Irlanda, por su rica cultura y tradición. Desde muy pequeña sintió una atracción muy poderosa hacia el idioma gaélico y las tradiciones celtas.
Cuando le preguntaron, después de una breve alabanza a sus fotografías, cómo se sobrepuso a la locura y violencia del acto terrorista y consiguió realizar su labor, Jazmina respondió que como fotógrafa hay algo inscrito en su ADN que hace que el trabajo, la posibilidad de captar una instantánea, sea lo más importante que hay. Aunque se debatía entre ayudar a los heridos o hacer lo suyo; se decantó por esto último, ya que, con su estatura y peso, poco podría hacer por ayudar a alguien. Sin embargo, contar las historias de los hombres y mujeres víctimas del terror a través de su trabajo podría ser tan importante como ayudar a un hombre a encontrar consuelo. Como ella lo ve, únicamente hizo lo que tenía que hacer.
Una reportera comentó en particular el uso de las luces y elementos semánticos dentro de cada fotograma, señaló una foto de un empleado del aeropuerto que saca en brazos a un niño rubio, aparentemente inconsciente, mientras atrás de ellos se divisa la bandera azul con la cruz blanca de Irlanda. Un simbolismo que a ella le recuerda e inspira la misma paz y valentía de una pietá renacentista y el sentimiento exaltado del nacionalismo. Aseguró que la composición le pareció muy limpia, como si hubiera tenido todo el tiempo del mundo para encontrar la postura adecuada. Después preguntó a Jazmina sobre su vocación por la fotografía.
Ella respondió que las cámaras la llaman desde muy joven. Su primera cámara se la regaló su abuelo. Una Kodak point and shoot de plástico. Con ella comenzó el gran arte de observar el mundo. Esconderse detrás de un lente es como mejor habita, marcando su espacio, mirando a las cosas como si todo estuviera enmarcado. Su mirada se convierte en bisturí. A partir de la práctica, la composición es pura intuición. Está acostumbrada a trabajar buscando la forma en que una imagen diga todo de una sola vez.
Jazmina apenas consiguió terminar de leer su propia entrevista. Le avergonzaba haber dicho tantas mentiras. Se quedó un rato mirando el periódico y sacó un bolígrafo. Iba a escribir: “Ésta no soy yo”, pero sólo escribió: “Ésta…”. La pluma no se movió más. Se quedó pensando, aunque nada que tuviera lenguaje. Intentó averiguar qué era lo que le hacía sentir todo aquello.
Sonó una notificación en su teléfono. Era un mensaje de Pedro: “Hola, ¿qué tal todo?”, decía. Nada más. Le escribió porque seguramente se enteró del revuelo de las fotografías. No sabía si le iba a contestar. Sabía que, por lo pronto, no. Dejó el celular sobre el periódico y vio a través de una ventana el horizonte gris y verde de la ciudad. Se dio cuenta de que no había ningún edificio ni ninguna luz frente a ella y se sintió más o menos a gusto.
***
[La fotografía muestra a Pedro Jiménez entrando, casi sin reparar en la cámara que le apunta, a su estudio. Sus rasgos son indistinguibles. El movimiento lo borra. Se sabe que es Pedro porque en la puerta del estudio se lee su nombre y su profesión: fotógrafo. La imagen se tomó con una velocidad de obturación de 1/15 segundos, por eso su cuerpo delgado se vuelve un manchón en aparente movimiento y su mano, nítida, se sostiene del pomo de la puerta.]
Pedro le mostró el artilugio la primera vez que entraron a su estudio. Era un círculo de seis cámaras instantáneas que se encontraban conectadas con diferentes cables disparadores y de sincronización. Cuando miró arriba constató que había un par de cañones de flash, suficientes para iluminar la escena en la oscuridad del estudio.
Aunque Jazmina no lo conocía en persona, sí sabía mucho de él. Pedro era famoso porque había podido colocarse como uno de los fotógrafos más prestigiosos de sociales en la ciudad. Eso lo hizo levantar un estudio importantísimo con ayudantes, impresoras y servicios fotográficos de toda clase.
En parte por eso le llamó la atención a Jazmina que insistiera en que se vieran en el estudio que tenía en su casa cuando quedaron para editar las fotografías de una boda que tomaron juntos. A ella no le gustó la idea porque estaba a las afueras de la ciudad. Él le explicó que en el otro local siempre había gente y ruido y no se podía trabajar con fluidez. Además, le quería mostrar el artilugio. Él no lo llamó artilugio, sino instalación.
Le enseñó cómo funcionaba. La serie de seis cables disparadores iban desde las cámaras hasta una consola con apenas dos botones. Le explicó que uno era para probar los disparadores. El otro era para poner en marcha el aparato. Funcionando la consola establecía un ritmo de disparos aleatorio a cada una de las seis cámaras. Las posibilidades de orden y tiempo eran infinitas: podía disparar hasta diez veces una misma cámara o alternarla con alguna de las otras. Nadie podía saber qué aparato era la siguiente que lanzaría su flash.
A Jazmina todo aquello le pareció un embrollo sin sentido. Le dijo que gastaría mucho papel fotográfico. Él lo admitió, pero hizo una comparación entre la fotografía y una mina de cielo abierto. Entre todo el material desperdiciado saldrían pepitas de oro y de diamante: valía la pena.
Jazmina opinaba lo contrario de la minería a cielo abierto, pero no dijo nada. Se limitó a pedirle a Pedro que se pusieran manos a la obra, porque había mucho material para editar. Él aceptó. Trabajaron en silencio. Conforme avanzaba la noche Jazmina fue molestándose porque en cada fragmento de la boda que fotografiaron juntos, se daba cuenta de que Pedro tenía mejores tomas, mejor encuadre y que sólo con unos pocos ajustes quedaban listas para entregarlas al cliente. De las cincuenta fotografías que seleccionaron apenas diez eran de la cámara de Jazmina.
Con el orgullo herido y viendo, a lo largo del día, los intentos torpes de Pedro de coquetear con ella, decidió, sin decir ni pensar en nada en particular, jugar con él un rato. Le preguntó por las fotos que colgaban en la pared. Aceptó tomar una cerveza para celebrar el trabajo terminado. Pedro quiso hablar de nuevo del artilugio, pero Jazmina lo detuvo en seco. No se refería a eso. No sirve de nada para lo que ella quería. Le dijo que más bien era todo lo contrario de lo que ella buscaba. Fotografiar sin estar presente, pasar desapercibida con la cámara.
Él escuchó atentamente. Le dijo que deberían probarlo para ver si de verdad no funciona. Ella miró el artilugio y le dijo que no. Quizás otro día.
—Cuando quieras —dijo él—. Pero es imposible tomar una fotografía sin cámara.
Por ello llegó a la conclusión de que debía exagerar, molestar con los aparatos; si la realidad se esconde, hay que arrinconarla, hacerla aparecer con la fuerza del acoso.
—A la realidad no se le caza con arco, sino con una jauría de perros —dijo Pedro.
Se le acercó más. Ella dejó que se acercara. Quería tenerlo en la orilla para verlo caer. Él insistió diciendo una frase pomposa. Algo parecido a: “es la fotografía tomándose a sí misma”.
Y cuando se inclinó sobre el cuerpo menudo de Jazmina, ésta volteó el rostro y le preguntó qué estaba haciendo.
Pedro, contrariado, pareció despertar de una fantasía. Le dijo que creyó que todo lo que hablaban era de su interés.
—Lo era —dijo ella. Pero sólo eso. Apuró el resto de la cerveza y le dijo que era tarde. Él se ofreció a pedirle un taxi. En esta parte de la ciudad es difícil encontrar uno.
Ella aceptó. Cuando se despidieron secamente en la puerta, ella supo que la humillación había surtido efecto, cuando apenas se atrevió a juntar la mejilla con la suya torpemente. Jazmina se marchó con una sonrisa en la cara.
[…]
O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O
CÓMO CITAR: Vázquez Ortiz, Alejandro (2019). No necesito tu ayuda para ir a Dublín. En Antología Jóvenes creadores 2018-2019 Primer período. México: Secretaría de Cultura-FONCA. Págs. 39-50. Recuperado de: https://fonca.cultura.gob.mx/jovenes-creadores/wp-content/uploads/2019/09/antologia_jc_pp.pdf
Comentarios
Publicar un comentario