Jaime He. Celaya, Guanajuato,1985
Es diseñador industrial por el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (2009), y tiene un máster en Creación Literaria por la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona (2014).
Fue finalista en la primera y segunda edición del Premio Nacional de Cuento Fantástico Amparo Dávila (2015 y 2016), y dos veces ganador del Premio Ignacio Padilla (2017 y 2019).
Su trabajo se ha publicado en una decena de antologías de narrativa y ensayo, como "Motivos de sobre para inquietarse: Antología del 2 Premio Nacional de Cuento Fantástico Amparo Dávila" (Libros Pimienta-Kindle, 2017).
Es autor de los libros de relatos “Melancolía de los Pupitres” (FETA, 2019) y “La aristocracia ganadera” (inédito).
Obtuvo la beca PECDA Querétaro (2017 y 2022) y el FONCA en la categoría de Cuento (2018 - 2019).
Gestiona el espacio cultural “Vendedores Paraíso – Zona de Escrituras”.
Rejas
Miró el nombre de su exmujer en la pantalla y dejó que el teléfono zumbara. Volvió al artículo que estaba leyendo sobre la exploración de una antigua ciudad romana bajo el agua. Mientras miraba la imagen de una estatua sumergida, se arrepintió de no atender la llamada. Podría tratarse de Beto. Tomó el teléfono.
—Hola, Lina —dijo Teo con el menor entusiasmo que pudo imprimir.
Ella ignoró el esfuerzo. Se escuchaba alterada. Sin mayor preámbulo le pidió —mejor dicho, le ordenó— que recogiera a Alberto. Nunca Beto, ni Betito, ni Betún, ni Betuasaber. Siempre Alberto. Lina odiaba los hipocorísticos. Se encabronaba cuando algún familiar se dirigía a su hijo con un apodo cariñoso. Deformar un nombre es acosar la identidad, decía.
—No voy a llegar al colegio a tiempo. Estoy varada en la carretera.
El atasco iba para largo. Un remolque que llevaba cerdos se había volcado, bloqueando los tres carriles. A Teo el pretexto le pareció demasiado elaborado para ser cierto —imaginó a los marranos chillando, agonizantes, sobre el asfalto—, aunque enseguida desistió de su escepticismo. Lina no lo engañaría. No sabía mentir. De otro modo seguirían casados.
Teo miró su reloj. Era viernes. Beto salía a la una, de modo que tenía veintiséis minutos para llegar a tiempo.
—Está bien, salgo para allá. Puedes recogerlo por la tarde, en mi departamento —le dijo a Lina, y se quedó esperando el más mínimo agradecimiento que más adelante, algún día del mes, pudiese canjear por un favor.
Bajó al estacionamiento de su edificio. El toldo y el parabrisas de su camioneta habían sido acribillados por las palomas. Accionó los limpiadores, pero el depósito estaba vacío. Pensó en subir por una botella de agua. Luego miró al cielo: las nubes comenzaban a cerrarse, augurando una llovizna que lo enjuagaría todo.
Atravesó la ciudad asombrosamente rápido, ligando varios semáforos en verde. Cuando se estacionó en la Primaria Juan Escutia, todavía faltaban diez minutos para que escuchara la chicharra de salida. Tenía tiempo de prender un cigarro. Si bien en Teo la puntualidad no era una virtud, al tratarse de su hijo ponía un singular empeño para llegar a tiempo. Le gustaba ser de los primeros padres que zopiloteaban las puertas del colegio. Lo hacía sentirse un buen papá, uno responsable, como si eso le otorgara puntos extra en la engorrosa pero satisfactoria competición con su exmujer. Beto era un niño tímido, un tanto inseguro. No tenía muchos amigos, así que prefería evitarle la zozobra de hacerlo esperar solo.
Esa sensación de abandono, de desamparo, Teo la conocía bien. La había experimentado en carne propia, detrás de aquel enrejado, treinta años antes, cuando él portaba el mismo pantalón jaspeado, el mismo suéter azul marino y el mismo emblema de la Primaria Juan Escutia. Con frecuencia, la madre de Teo lo recogía tarde, cuando el patio frontal ya estaba casi vacío, y no quedaba nadie más que los hijos del personal de limpieza. Por lo general, el retraso no superaba los treinta minutos, aunque había veces que Teo esperaba hora y media, dos horas. La peor de todas, la que jamás ha podido olvidar, sucedió la tarde en la que se subió al auto de la maestra Del Río.
En su memoria, las imágenes siguen frescas. Ningún color se ha desteñido. Teo recuerda verse jugando fútbol en el patio delantero de la escuela. A falta de balón, los niños pateaban una botella de plástico rellena de papel cuadrícula. El partido iba reñido hasta que los mejores jugadores comenzaron a retirarse, uno por uno, de la mano de algún familiar. Al cabo de un rato, acabaron jugando entre dos parejas, y al último sólo chutaban penales Teo y Klaus, el rubio y miope porterito al que se le colaban todos los envases. En algún punto, afuera de la escuela se detuvo un auto negro, lustroso. Era del padre de Klaus, un alemán inmenso con peinado de raya. Se bajó del auto con un tremendo manojo de globos henchidos de helio. Había negros, rojos y amarillos y, en medio de ellos, coronando el ramillete aerostático, un inmenso globo de Pique, el chile jalapeño ensombrerado, mascota y anfitrión del Mundial del 86. Teo y los pocos niños que quedaban voltearon asombrados. Klaus echó a correr, y en segundos apareció del otro lado de la reja. Sería su cumpleaños o algo parecido, porque su padre se arrodilló y abrió los brazos para recibirlo. Luego le entregó el regalo flotante. Klaus estaba muy emocionado. Sin embargo, al momento de agarrar los hilos, producto de la emoción o de sus torpes manecitas, en un descuido varios globos se soltaron, entre ellos el de Pique. Para cuando se dio cuenta, el chile ya se elevaba algunos metros arriba de sus güeras cabezas. Hubo regaños en otro idioma, pero el llanto lo entendieron todos. Sin conmoverse demasiado, el padre de Klaus le dio tres palmaditas en la espalda, apurando a su hijo a que entrara al auto. En cuestión de segundos, Pique ya era un punto verde en el cielo.
Teo se colgó la mochila en los hombros, la que hacía sólo unos instantes era el poste izquierdo de la portería improvisada, y se encaminó a la banca empotrada junto a la recepción. Desde ahí observó cómo la escuela acabó de vaciarse de estudiantes. Cada niño que se despedía de Teo abonaba en su angustia. Esperó a su madre un largo rato, el suficiente para que la sombra de los pinos se alargara el doble de su tamaño hasta comenzar a difuminarse. Fue la maestra Del Río quien lo encontró con la cabeza entre las rodillas, llorando, inconsolable. Era el último alumno que quedaba en el colegio. La maestra habló con el conserje que aguardaba en la caseta. De la carpeta de direcciones, consiguieron el número de la madre de Teo. Discaron varias veces sin que nadie atendiera. Entonces la maestra se acercó a Teo para consolarlo. Le dijo que no se preocupara, que esas cosas pasaban. Ella lo llevaría a casa. Teo la miró, se sorbió los mocos y negó con la cabeza. Seguía confiando en que su madre aparecería junto al portón en cualquier momento. Del Río insistió con autoridad. Caminaron al estacionamiento de profesores.
La casa de Teo quedaba relativamente cerca del colegio, incluso si el trayecto se hacía a pie. Bastaba caminar cinco cuadras hasta la avenida del camellón, girar a la izquierda y continuar por todo lo largo hasta doblar a la derecha en la última calle, colindante con unas viejas vías en desuso. La maestra Del Río se detuvo frente a la fachada que el niño le señaló. Una casa dúplex, de tejas cerámicas, con la pintura descascarada. Ella apagó el motor del auto, dispuesta a bajarse, pero Teo se apeó rápidamente y dio las gracias. Su madre guardaba una llave de emergencia, enterrada en la jardinera sin plantas, bajo un ladrillo suelto. Teo la desenterró y le dio un soplido, luego abrió la puerta de su casa y, una vez adentro, se despidió de su maestra.
Entró a la casa sin anunciarse. Su madre podría estar dormida en su habitación. O tumbada en la alfombra de la sala. O bien directamente en los azulejos del baño, con los brazos alrededor del WC, como se estrecha a un buen amigo. Sigiloso, avanzó por el pasillo principal hasta que sintió un crujir de vidrios debajo de sus zapatos. Junto a la pata de la cómoda estaban los restos de un florero. Y, más allá, una silla volcada. Teo empujó la puerta abatible de la cocina. Ahí estaba su madre, tendida en el suelo de linóleo, al lado del refrigerador. Teo corrió y se hincó junto a ella. Su vestido estaba húmedo. Tenía el labio superior partido a la mitad. El párpado derecho tenso, henchido, como a punto de reventar. Pero eso no era lo peor. Desde su brazo derecho, subiendo por la clavícula, el cuello y hasta la mejilla, se extendía una mancha de piel enrojecida, piel casi viva, producto de una quemadura reciente.
Aquí su recuerdo se emborrona. Nunca supo cuándo fue que llamó a la ambulancia. De pronto oyó la sirena en la calle, el timbre de la casa, y al abrir la puerta de la cochera ahí estaban. La cocina se colmó de paramédicos. Más tarde se sumó la policía. Levantaron un acta, tomaron fotografías, se robaron un reloj y un cenicero de plata.
Jamás dieron con el culpable. Pudo haber sido Álvaro, Enrique, Ignacio o cualquier otro de los amigos de su madre que se paseaban ocasionalmente por la casa. Aquellos que, cuando Teo se los encontraba en el comedor o saliendo del baño, le enmarañaban el pelo con los dedos, como se saluda a un perro. Jamás dieron con el que le partió el labio y le fracturó tres costillas. El que, no conforme con demolerla a golpes y dejarla inconsciente, le chorreó el aceite hirviendo de una cazuela que había en la estufa. La policía interrogó a su madre más tarde, pero ella hizo mutis. Se negó a levantar una denuncia. Por temor, seguramente. O por pusilánime conveniencia. Mejor que ahí termine todo y no se vuelve a hablar del tema. Pero era difícil que la gente no se diera cuenta, que no preguntara. Ni las bufandas ni las mascadas que usaba lograban tapar aquella cicatriz en forma de relámpago, esa que, quince años después, le costara trabajo disimular al maquillista de la funeraria.
Teo le dio la última calada al cigarro, lo tiró al suelo y lo despanzurró sobre la banqueta. Aquel recuerdo ya no lo visitaba tanto. Y cada vez dolía un poco menos. La memoria, como una vieja herida, también va perdiendo sensibilidad (aunque el dolor jamás desaparece por completo). Volvió a mirar su reloj. Ya comenzaba el desfile de padres de familia. Un triste hatajo de hombres con corbatas holgadas y mujeres con flecos tubulares a fuerza de fijador en aerosol. Arriba, el cielo se oscurecía cada vez más. Cruzó la calle y esperó a unos metros del portón, recargado en un poste de luz que alguien inclinó de un borrachazo. A lo lejos vio acercarse a Paula, la madre de un compañero de Beto. A pesar del inminente aguacero, llevaba una blusa de tirantes y unos leggings con sandalias. Al verlo, ella lo saludó con un gesto que Teo no supo si interpretar como una invitación a acercarse o un límite para impedirlo. La había conocido años atrás, en una fiesta infantil con temática de Batman. Paula iba disfrazada de profesora sadomasoquista, aunque los niños le llamaban Gatúbela. Aquel ceñidísimo traje imitación de cuero y, sobre todo, los segundos que Teo se tomó para apreciarlo fueron el tema principal de un soliloquio repleto de majaderías que Lina dictó en uno de sus últimos pleitos.
Sabía que Paula era madre soltera. ¿Y si la invitaba a salir? A tres años de su divorcio, Teo no había tenido una sola cita. La marca blanquecina de su anillo de casado hacía muchísimo que se había desvanecido. Pensó en cuál sería la mejor manera de abordarla, pero, justo antes de que se decidiera a actuar, Paula sacó su teléfono del bolso y se alejó unos pasos a contestar una llamada.
Los primeros padres se arremolinaron frente al portón de la entrada. Reconoció a muchos de los rostros con los que se topaba en las asambleas, en el evento anual por el Día del Padre o el concierto de fin de curso. Había hombres absortos, pensando en el trabajo que dejaron pendiente en la oficina, y madres nerviosas, quizá, por retirar cuanto antes el auto que dejaron bloqueando un zaguán. Algunos de ellos platicaban en pareja, pero la mayoría aguardaba a solas, sin entablar conversación con nadie, como alcohólicos ansiosos esperando afuera de la licorería.
En cualquier instante el portón se abriría para vomitar a cientos de niños despeinados, sudorosos y enloquecidos, buscando, cada quien con su cada cual, al adulto que lo lleve a casa. El nubarrón cada vez más oscuro. El reloj marcaba la una con seis minutos. Algo extraño debió haber sucedido para que el portón siguiera cerrado. Ni siquiera había sonado la chicharra. El timbre era eléctrico y estaba programado para sonar su carapacho a la una en punto, primero, y a la una y cuarto después. Teo se entretuvo imaginando los más estrambóticos escenarios que explicaran el retraso. Un letargo grupal, una toma de rehenes.
Un golpeteo metálico lo distrajo. Con el canto de una moneda, el padre más impaciente de todos aporreaba la puerta una y otra vez. Luego retrocedió unos pasos, esperando a que el conserje se presentara enseguida con una explicación. Como nadie apareció, siguió duro y dale, pero ahora con una roca. Nada pasó. Ni un solo ruido daba señales de que alguien estuviese al otro lado de la puerta. Lo único que se oía era la orquesta de la calle, los berrinches de motores, los cláxones, las voces, los silbidos. Teo se ubicó frente a la bisagra del portón para tratar de ver algo por la rendija que se formaba. Sólo logró mirar una franja de patio desolado. Pegó la oreja en la ranura y nada. Ni los gritos ni las risas de aquel barullo que producen los niños durante el recreo.
El retraso estaba por superar el cuarto de hora. Los padres comenzaron a inquietarse, en especial los que iban llegando y sumándose a la espera. ¿Cómo que no abren? ¿Por qué siguen ahí encerrados? Una madre despistada preguntó si de casualidad no era ese día la visita de los niños a la fábrica de refrescos, excursión que —le informaron de inmediato— se había llevado a cabo el mes anterior. Varios llamaron por teléfono a la dirección, pero les replicó el mismo el tono discontinuo de cuando no hay nadie en casa. La consternación se agudizó. Debían hacer algo y debían hacerlo pronto. Teo se lo pensó un poco. La barda era muy alta, aunque con un poco de ayuda creía poder alcanzar la cornisa para treparse y saltar. Lo propuso con voz fuerte y firme, asegurándose de que Paula lo escuchara. Dos hombres se ofrecieron a convertirse en escalones. Entre ambos alzaron a Teo, hasta que logró afianzarse al reborde. Se impulsó con los brazos, descansó su peso en la barriga y montó el muro con una pierna de cada lado. Luego pasó la otra y, colocándose de espaldas al colegio, se descolgó del muro en un movimiento rápido. Al tocar tierra, el tobillo izquierdo se falseó. Teo trastabilló de costado y, yéndose de bruces contra el piso, se golpeó la cabeza con el tubo de un columpio. No supo si perdió el conocimiento por cinco segundo o cinco minutos. Al abrir los ojos, lo primero que notó fue el cielo despejado y un sol que lo enceguecía. Como pudo, se incorporó del suelo, se desempolvó los pantalones y, cuando alzó la vista, quedó boquiabierto. El colegio, su colegio, estaba vacío, tanto como se le podía encontrar los domingos o durante el periodo de vacaciones. Avanzó cojeando hasta el patio central, que lucía completamente desolado. A paso lento se fue acercando al edificio. Miró el interior de los salones a través de las ventanas y no halló más que butacas abandonadas. Pizarrones verdes, limpios, inmaculados. Aquello no tenía sentido, no podía ser posible. Siguió andando sin dirección precisa. No había un solo ser humano a la vista, como tampoco rastro de su paso reciente. El piso estaba limpísimo, sin bolas de papel ni palos de paleta. Aquella pulcritud lo estremeció de pronto. Respiro profundo para tratar de clamarse. Tendría que haber una explicación. Salió nuevamente al patio. El sol lo obligó a hacer visera para enfocar su mirada hasta los límites del colegio, allá donde se encontraba la cooperativa y el auditorio. Sí, ahí debían de estar. Era el único sitio donde podría ocultarse una chiquillería. Renqueando y todo, se dirigió hacia allá lo más rápido que pudo. El auditorio tenía dos entradas. Eligió la más próxima a la barda perimetral. Cuando avistó la entrada, reconoció el color marrón de los enormes canceles de cristal ahumado, tan de moda en sus años mozos. Con el sol a sus espaldas, los reflejos le impedían ver hacia el interior del auditorio. Sin temor a ser descubierto, se arrimó al vidrio e hizo sombra con sus manos hasta que alcanzó a ver, con toda claridad, que el graderío estaba desierto. Las piernas le tiritaron. No supo qué hacer, excepto tomar el teléfono y marcarle a Lina. Una voz femenina le afirmó que el número no existía. Marcó de nuevo, esta vez cerciorándose de presionar correctamente cada uno de los números, pero le replicó el mismo mensaje.
Desatendiendo el dolor de su tobillo, echó a correr en dirección del portón principal para hacer lo que desde un principio era debido, avisarle a los otros padres que sus hijos habían desaparecido.
—¡No están! ¡No están! —gritó Teo, a escasos metros de la puerta.
Al llegar a ella tiró enseguida del pestillo de la cerradura y, justo cuando el portón cedió, en el momento exacto en que las puertas se abrían, la chicharra repiqueteó con una estridencia sobrenatural. El tañido era ensordecedor. Teo se tapó las orejas y en ese instante puso un pie fuera del colegio.
Lo primero que lo descolocó fueron las proporciones. Todo lucía más grande de lo normal, como si se hubiesen salido de escala o él se hubiese encogido. Los autos que pasaban por la calle parecían lanchas a la deriva. El bote de basura era un ropero; la caseta telefónica, un semáforo. Teo se sintió mareado y antes de perder el equilibrio clavó la rodilla en el piso. Desde ahí, caminando en ambas direcciones, vio a decenas de padres de familia, altos como edificios, andando de la mano de sus hijos. Sintió un empellón en la espalda, y a su lado pasó un niño de pelo rubio y pantalones jaspeados. Corría a toda prisa para encontrarse con un hombre que lo esperaba al final de la calle, junto a su automóvil, sosteniendo un atado de globos de colores. Teo señaló los globos y sólo entonces se fijó en su propia mano. Pequeñita y tersa. Lampiña. Sintió el peso en sus hombros, las asas de la mochila que bajaban por el pecho y se ocultaban a los costados. Se miró los mocasines raspados, los mismos pantalones grises, los parches en las rodillas.
Estuvo a punto de echarse a llorar, pero de golpe algo lo hizo contenerse. Estaba a tiempo. Si se apuraba, podía evitarlo. Soltó su mochila y se echó a correr, disparado, en dirección al parque, hacia la avenida del camellón, rumbo a su casa, la casa de su madre, y conforme corría con todas sus fuerzas fue alejándose del llanto de Klaus, de aquel globo con forma de jalapeño que se elevaba flotando, cada vez más y más alto.
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CÓMO CITAR: Vázquez Ortiz, Alejandro (2019). No necesito tu ayuda para ir a Dublín. En Antología Jóvenes creadores 2018-2019 Primer período. México: Secretaría de Cultura-FONCA. Págs. 39-50. Recuperado de: https://fonca.cultura.gob.mx/jovenes-creadores/wp-content/uploads/2019/09/antologia_jc_pp.pdf
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