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"Un hombre moderno" | Ulises Flores Hernández | México en sus Letras | FONCA, JC 2018-2019

Fuente de la imagen: Cortesía del autor Ideogram

Recuerda conectarte a la transmisión en vivo desde la página El Estudio de Damiana, en Facebook, el viernes 17 de febrero de 2023, a las 20:00 hrs.

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Semblanza

Ulises Flores Hernández. Ciudad de México, 1996.

Licenciando en Comunicación y Periodismo por la FES Aragón. Ha ganado concursos de crítica cinematográfica, reseña y cuento. Ha publicado artículos, crónica y ensayo en Punto de Partida, Celuloide Digital, y Universo de Letras UNAM. Fue beneficiario del FONCA en el área de cuento (2018-2019). 

Difunde sus actividades en su cuenta de Instagram: @fm_luder96 

"Un hombre moderno" se incluyó en la antología de becarios del FONCA de la generación 2018-2019, segundo período.


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Un hombre moderno



Lou Chambers quería pasar el fin de semana en casa. Cuando su esposa le informó que aquello no ocurriría, Lou recordó inconscientemente  su  día  de  trabajo:  se  despertaba  a  las siete de la mañana para darse una ducha seguido de un cambio de ropa para finalmente despedirse de su esposa, quien se encontraba ocupada con la tarea doméstica de llevar a sus hijas gemelas a la preparatoria. Al entrar a la cochera, Lou abordaba su Pontiac Catalina Eight 1951 color rojo; al introducir las llaves, se sintonizaba la estación de radio local (La UFH, especializada en música de rock de los años cuarenta a los noventa), la cual se diluía en el ambiente invernal mientras dueño y auto se conducían en una sola dirección. Como cada viernes, Lou hacía una escala en la única tienda de hamburguesas en Ciudad Imperfección. Con rapidez, ordenaba su clásico favorito: el paquete número tres, correspondiente  a  niños  menores  de  seis  años.  Consistía en una hamburguesa pequeña, una malteada de chocolate mediana, una porción grande de papas y el juguete de la cajita. Aquella tarea de cada viernes se había convertido en una razón de felicidad para Lou, quien devoraba su orden rumbo al trabajo sin rebasar el límite de velocidad.

Lou trabajaba en la corte de Ciudad Imperfección. Pero antes de iniciar sus obligaciones laborales, el juguete de la cajita lo obsequiaba al conserje, quien lo aceptaba sin emitir ninguna palabra. Cuando el reloj marcaba las siete de la tarde, regresaba a su hogar enfilando la avenida principal de la ciudad. Mientras aceleraba gradualmente al compás de Goodbye Yellow Brick Road, de Elton John, la mente de Lou divagaba la plácida idea de disfrutar los beneficios de un fin de semana sin salir de casa, los cuales incluían comida a domicilio y entretenimiento cinematográfico acompañado de su cómodo sillón. Pero al llegar a su hogar, esos planes sólo existían en su mente.

—Hace mucho que no veo a mi familia, ya sabes cómo son mis hermanos, de seguro piensan que ya los olvidé— dijo Aura, quien sabía que aquel argumento no sería suficiente para convencerlo, así que tuvo que sacar el arma secreta—. Además, Lou, ellos nos prestaron dinero cuando nos casamos y en esos años no teníamos ni tortilla dura para echar la papa. Ellos nos ayudaron, son mi familia y debemos aceptar la invitación. Una  fiesta de  quince  años.  Eso  había  eliminado  toda posibilidad de un fin de semana tranquilo; ese tipo de celebraciones jamás se llevarían a cabo en algún poblado o ciudad de Xanadú, pero, por muy raras que fueran sus costumbres, Lou sabía que tenía la obligación moral de asistir. Con un rostro más lleno de decepción que de cansancio, Lou regresó de su escape mental para asentir con la cabeza una respuesta positiva para su esposa.

—¡Qué emoción! ¡Al fin vamos a conocer a mis primos! —gritaron al unísono las gemelas—. ¿Cómo es ese lugar mamá? —preguntaron; sin embargo, Lou no pudo esperar la respuesta de su esposa, pues desapareció en su habitación para al fin dormir plácidamente con la pesada idea del trajín que iba a vivir aquel fin de semana. “La vida urbana es distinta a la del campo, de eso no hay duda”, pensaba Lou entre sueños, aunque el elemento más importante que ignoraba Lou Chambers era el tiempo. El tiempo pasa más despacio en el campo, casi sin querer pasar. En la ciudad es rápido: ayer era lunes y hoy ya es viernes.

Sábado, 6:12 am. En lugar de encontrarse en el reino de los sueños, durmiendo en su propio mundo, Lou estaba dentro del auto con las manos en el volante, oprimiéndolo con la misma intensidad que si corriera a cien kilómetros por hora, salvo por la diferencia de que el auto se encontraba en punto muerto a la espera de que sus hijas terminaran de subir las maletas y de su esposa, quien se maquillaba de último momento. Mientras todo aquello ocurría, Lou conservaba un solo pensamiento en su cabeza, un pensamiento que le hacía sudar y lo ponía nervioso: aquella mañana era la primera vez en su vida que saldría de la ciudad, a excepción de la vez en que, al agotarse los árboles de navidad, tuvo que viajar en auto con su padre a la ciudad vecina: Bristol Aveyron. Pero eso había sido cuando apenas tenía seis años y su mayor preocupación en la vida era que Papá Noel le trajera la estación de trenes a escala que había deseado el resto del año en la juguetería del pueblo.

—¿¡A qué parte de la Ciudad de México vamos a ir!? —exclamaron al unísono las niñas, mientras una de ellas cerraba la puerta del auto con más fuerza de la necesaria.

—No iremos ahí, mis amores, la Ciudad de México se encuentra casi en el centro de México, nosotros debemos ir a México, pero a uno de sus estados —respondió la madre mientras se abrochaba el cinturón de seguridad.

México. Ahí es a donde irían; Lou había escuchado cientos de veces aquel país, pero nunca imaginó visitarlo. ¿Por qué habría de ir? Todo lo que necesitaba se encontraba en Xanadú y, sin embargo, emprendería un viaje que no pidió hacer. Para ir de Xanadú a México, y viceversa, sólo existían dos maneras: conducir la carretera-puente que cruzaba el Océano Pacífico, o abordar el tren, cuyas vías eran paralelas al puente. México: el país con las mejores playas del mundo. En Xanadú no existían playas; debido a ello, Lou aceleró para cruzar la carretera-puente antes de que los demás habitantes las invadieran, pero fue en vano; ante el inmenso tráfico de la caseta, madre e hijas decidieron dormir. Lou, en cambio, descendió del auto para estirar las piernas y observar el puente y sus inmensos cables conectados a un par de pilares aún más largos, todo siendo iluminado por la luz de la luna. Aquel resplandor alumbró el pasado de su vida que tanto se había esforzado por olvidar. Lou siempre tuvo la convicción de convertirse en ingeniero, así que cuando en la universidad se presentó la convocatoria para participar en la remodelación de la carretera-puente, él fue el primero en anotarse en la lista. El puente había pasado a la historia como la construcción insuperable del séptimo continente (llamado Xanadú), ya que el riesgo de remodelarlo en medio del océano era alto; sin embargo, Lou sabía que era la oportunidad para probarse a sí mismo, pues el más mínimo error podía derribar las estructuras. ¿Cómo sería posible realizar un trabajo ante grandes adversidades? Lou Chambers jamás lo supo, pues tuvo que seguir los consejos de su padre y convertirse en juez. Mirando a su alrededor, observó que la fila de autos estaba avanzando, pero aquello no interrumpió sus pensamientos. Aquel recuerdo lo deseaba conservar en su corazón, así que al ver una flor naranja creciendo a un costado del asfalto, no dudó en guardarla en el bolsillo de su camisa; si Lou hubiera trabajado en la remodelación, sabría que aquella planta era venenosa. Seis flux, el costo para cruzar el puente e iniciar el viaje hasta México, tierra mágica en donde casi cualquier cosa puede pasar.

Sábado, 12:03 pm. Todo hombre tiene un límite, y el límite de Lou Chambers estaba lejos de llegar aún, ya que finalmente se encontraban en el rancho de su esposa. México, el paraíso renegado de Lou. ¿Qué pasaría ahora? Lou tenía la convicción de comportarse como un buen esposo, pues mientras Aura corría a los brazos de sus hermanas y hermanos, se dispuso a bajar las maletas del auto mientras admiraba la escena desde una distancia prudente.

—¿Dónde está mi gallo de oro? —exclamó un hombre alto y fornido. Lou tardó unos segundos en darse cuenta de que uno de los hermanos de su esposa se estaba dirigiendo a él—. Deja esas pacas de ropa, mis chanchos las llevarán por ti. ¿Cómo has estado, hombrecito?

—Bien, gracias, Rogaciano—respondió desinteresadamente Lou—. Si no es indiscreción, ¿a qué hora comeremos?

—No te preocupes por la comida, hombrecito —afirmó Rogaciano, para inmediatamente hacer una seña para que todos le prestaran atención—. ¡Vámonos al patio!

Debido a la emoción que Aura experimentaba por haber regresado al hogar de su infancia y a la distracción de las gemelas, ninguna de ellas notó la creciente irritabilidad que Lou experimentaba; pronto serían las dos de la tarde y Lou no había comido nada en todo el día. Todo hombre tiene un límite, y el límite de Lou Chambers estaba lejos de llegar aún. Sin nada que perder, al llegar al patio, los ojos de Lou se desorbitaron por lo que veía; era la primera vez en su vida que salía de una zona urbana, así que fue todo un asombro ver los grandes pastizales en el horizonte, los animales en sus corrales y la tierra esparcida al por mayor. Y en medio de todo eso se encontraban globos color rosa adornando las paredes de la casa, mesas cubiertas con manteles blancos y encima de ellos había arreglos florales, eso sin mencionar la entrada principal, pues, amarrada a un mecate, se alzaba a la mitad del patio una corona con los números romanos XV encima de una foto de la festejada; sin embargo, lo que más llamó la atención de Lou fue que a pesar de que el lugar estaba repleto de polvo y en los corrales había heces de animales, los invitados se encontraban vistiendo ropas y zapatos de apariencia elegante. Mientras las hijas de Lou se perdían entre la gente que vitoreaba a la joven de quince años al momento en que hizo acto de presencia con su vestido, Aura le lanzó a Lou una mirada acusatoria que él interpretó de una sola manera: debía de comportarse en aquel día que no había hecho otra cosa más que comenzar.

—¿Qué haces ahí parado? —dijo Rogaciano, invitando a Lou a tomar asiento en una silla de plástico que daba la espalda a una pared de la casa—. Te preocupa la comida, ¿verdad, hombrecito?

—La comida no me preocupa —respondió Lou, sin dejar de ver a su familia—. Te contaré esto con plena confianza y es que no estoy en mi elemento —Lou estiró sus piernas y trató de acomodarse mejor en la silla.

—¿En serio? No me digas —exclamó Rogaciano, riendo un poco mientras encendía un cigarro—. ¿Ya ves lo que se siente? Tú no pensaste en eso cuando te casaste con mi hermana. Quisiste que la boda se hiciera allá en donde vives y ni siquiera se te ocurrió pararte por aquí para saludar.

—Discúlpame. Créeme que, si lo hubiera sabido, yo...

—No   te   apures, hombrecito, quiero que sepas que soy el único que te puede entender —respondió el hermano—. Yo he salido de este lugar en varias ocasiones.  Cuando  fue  tu  boda,  estuve  en  Xanadú, pero  cuando  he  ido  a  la  Ciudad  de  México  y  a  los Estados  Unidos  ha  sido  por  trabajo.  En  esos  lugares no hay tierra suelta, hay ratas trajeadas y de coladera, pero  ambas  siguen  siendo  ratas.  Pero  tú  sabes  que hay  reharta  cosa  bonita  en  la  ciudad  y  es  todo  un choque regresar, al menos lo fue para mí la primera vez. ¿La ciudad es mejor que el campo? Te mentiría si te dijera que sí. ¡Ánimo, hombrecito! Además, en la tarde habrá barbacoa y espero nos ayudes a sacarla del hoyo, brother —levantándose de la silla, descolgó su sombrero de un clavo en la pared, a la par que le daba un golpe en la espalda a Lou a modo de despedida—. Intenta pasarla más o menos y nuestra Aurita no notará la diferencia. Y con tu permiso, debo ir a recoger el pastel. Si el hambre te doblega, en el refrigerador puedes prepararte un bollo con carne.

Y eso fue todo. Rogaciano fue en busca de aquel pastel no sin antes reincorporarse con el resto de sus hermanos, quienes reían con Aura. ¿Y qué hacía Lou? Seguía sentado, observando a sus cuñados, altos y fornidos por trabajar en el campo, mientras que Lou era el más bajo de estatura y su aumento de peso no le generaba confianza. ¿Aquel consejo que le había dado Rogaciano le había salvado de una discusión con Aura? Quizá sí. Él sabía que era un hombre de la ciudad y eso no tenía nada de malo, pero a lo largo de los años había notado que su esposa extrañaba la vida del campo. Si Aura había cambiado su estilo de vida, él bien podía sobrevivir un par de horas más en aquel pueblo mágico de Zacatecas; pero aquella ardua misión no la haría con el estómago vacío, y la barbacoa no estaría lista hasta entrada la tarde. Los bollos con carne resultaron ser sándwiches de jamón con queso amarillo. El queso olía raro y el jamón estaba más rosado de lo habitual, pero eso no evitó que Lou comiera tres bollos de un solo golpe; aquello fue una ilusión para adormecer al animal hambriento que habitaba en su estómago. “Cómo me gustaría tener ahora una rica malteada de chocolate y una hamburguesa con doble tocino”, pensó Lou mientras salía de la cocina para internarse de nuevo en el patio, acompañado del árido calor que revoloteaba en el ambiente. Sus labios se encontraban secos por el pan. Todo hombre tiene un límite, y el límite de Lou Chambers estaba lejos de llegar aún, ya que finalmente la solución se había iluminado ante sus ojos: una vasija transparente resguardaba agua helada, pero ésta no era simple, pues tenía un color café oscuro; no había duda de que estaba admirando una jarra de agua sabor tamarindo. Cuando Lou dio el primer sorbo, una mueca de asco recorrió su rostro: no era agua de tamarindo, sino cerveza. Antes de que pudiera abandonar la escena, Lou se detuvo ante la llegada de tres hombres que cargaban una caja de cartón e inmediatamente sacaron botellas de vidrio de la caja y vertieron su contenido al barril.

—¡Salucita, camarada! —exclamó el hombre que cargaba la caja de cartón al empinarse la botella de vidrio a su boca.

—¿Sabe a qué hora estará lista la comida? —preguntó Lou a uno de los hombres mientras dejaba el vaso de cerveza en la mesa.

—Depende si la quieres cruda, ¿te gusta cruda?— respondió el hombre de la caja ante la risa de sus compañeros.

—¿Si quiero cruda qué? Perdón, pero no entiendo —ante la respuesta de Lou, los campesinos rieron con más fuerza mostrando un color rojo en sus rostros.

—Estense ya, que nuestro chilango no bromea —los campesinos seguían riendo, pero el hombre de la caja los hizo callar—. ¿Nadie te lo dijo? La barbacoa tiene un retraso de siete horas.

Los campesinos se alejaron entre risas. Todo hombre tiene un límite, y el límite de Lou Chambers estaba lejos de llegar aún, a pesar de que la comida no estaría lista hasta entrada la noche y aquello era un aproximado bastante bondadoso. Lou, al conjugar aquellos pensamientos, olvidó que tenía sed, pero su cuerpo no lo hizo. En aquel lugar era un incomprendido. Pocos minutos después, Lou se convirtió en un incomprendido con malestar estomacal, producto de sus mejores amigos en la fiesta: él señor calor de verano y su pupilo jamón y queso sin refrigeración adecuada. El movimiento en sus entrañas aumentó de intensidad hasta volverse incontenible; un baño era lo que necesitaba para desahogar sus problemas internos, pero el único sanitario disponible se encontraba en uso por las mujeres que se esmeraban en arreglarse con la ayuda de sus cosméticos de dudosa calidad. Lou en su niñez había visto películas de vaqueros, por ello, cuando vislumbró una extraña estructura en la parte baja de la casa, supo de qué se trataba: tenía ante sus ojos una fosa séptica resguardada por cuatro paredes de madera. Su estómago gruñó y giró sobre sí mismo, ocasionando a Lou una punzada que latigueó sus entrañas; gruesas gotas de sudor corrían por su frente, gotas de desesperación. Con fuerza, abrió la puerta y ésta se desprendió. Era oficial: a Lou no le gustaba el campo y el campo no le gustaba a Lou. Al sentarse en la letrina, cerró los ojos y dejó fluir el malestar, el cual fue remplazado por una sensación de alivio. Pero algo andaba mal. El calor se hizo presente y con ello la fetidez de la situación, pero por fortuna había arrancado la puerta; al parecer había sido una buena acción, o al menos eso parecía hasta la llegada de cierto animal. Una oveja se acercó a la entrada. Lou vio que aquel animal lo observaba con determinación. Primero una pata y después otra. Así fue como se acercó la oveja hasta que Lou ya no pudo alejarla haciendo señas. La oveja estaba buscando el origen del olor, que por muy desagradable que fuera, el animal lo deseaba oler.

Lou intentó colocar la puerta con su mano derecha mientras que con la izquierda concluía el acto sagrado del baño, aunque sin mucha suerte, pues la oveja comenzó a dar fuertes golpes con su cabeza contra la puerta y Lou estuvo a punto de perder el equilibrio y soltar su escudo. Por un momento pensó en pedir ayuda, pero una segunda incógnita surcó su mente: ¿para qué exactamente iba a pedir ayuda? ¿Para poder levantarse los pantalones debido a que una oveja quería hacerle compañía en un acto tan privado? Ya era un incomprendido en tierra de nadie y tampoco quería ser la burla cuando a la hora de la comida se relatara su historia como antesala de la barbacoa. Se levantó del asiento y dio una patada contra la puerta, impactando contra la oveja, quien salió arrastrada menos de un metro contra la tierra. La oveja se levantó tambaleándose mientras olía la puerta de madera. Lou aprovechó el tiempo que había ganado para terminar la sagrada tarea y salir de la extraña situación en la que se encontraba, para volver a la batalla con los pantalones puestos; sin embargo, la oveja se alejó y Lou nunca más la volvió a ver. Al entrar al patio de la casa, Lou vio a sus hijas gemelas y a Aura, las cuales se divertían con la festejada. No podía entender por qué su familia no se interesaba por él, pues actuaban como si nada malo ocurriera, aspecto que en cierta parte era verdad para ambos. Ellas, al verlo, lo saludaron y él les devolvió el saludo, haciendo una seña con su mano indicando que volvería más tarde.

Mirar el horizonte fue la respuesta. Una cálida tarde de verano lo invitaba a caminar. Extrañaba su sillón reclinable y su espacio para colocar su refresco y la mesa en donde colocaba las bolsas de papas, platos de aderezo y, en situaciones especiales, una bandeja de hot-dogs, hamburguesas o pizza, pero ahora se encontraba rodeado de tierra caliente y rocas. Sin despedirse de nadie, dejó atrás todo por un poco de paz. Él era un hombre moderno y no podía darse el lujo de seguir creyendo que todo saldría bien cuando en realidad la  situación  distaba  de  estar  bien.  Fue  en  ese  momento de desconexión cuando su cerebro le recordó lo que había olvidado por accidente: tenía sed. Su boca era un infierno que azotaba su lengua. Todo hombre tiene un límite, y el límite de Lou Chambers estaba comenzando a llegar. ¿Qué más podía hacer sino seguir caminando e intentar olvidar que se encontraba perdido en un pueblo alejado de la mano de Dios? Lou, cada vez más debilitado, avistó a lo lejos la sombra de un árbol, la cual era ideal para descansar. Al sentarse, una pregunta inundó su mente: ¿cuánto tiempo faltaría para la hora de la cena? Lou arremangó las mangas de su camisa para ver la hora. Ojalá no lo hubiera hecho. El terror en sus ojos aumentó al darse cuenta de que sólo habían transcurrido siete minutos desde que había emprendido la caminata. Una oleada de cansancio por el calor y la decepción del tiempo invadió su cuerpo, así que procedió a agachar la mirada sólo para descubrir un obsequio en la bolsa de su camisa: la flor que había guardado.

Los pétalos estaban ligeramente marchitos, pero el color naranja seguía igual de vivo que aquella mañana. Lou sintió nostalgia, ya que el único recuerdo que tenía de Xanadú era aquella flor. Con este sentimiento merodeando la puerta de su cabeza en la esquina de la calle de la racionalidad, olió la flor, la cual tenía un singular aroma. Pero aquello no fue suficiente, así que se comió la flor, llevándolo a un estado de tranquilidad que lo condujo a dormitar pacíficamente. Entre el silbido del viento, un extraño ruido se apropió de la calma de Lou; somnoliento, observó su reloj y en esta ocasión la realidad se encargó de darle un gancho al hígado: ya habían pasado tres horas. Aquello no podía ser verdad, pues Lou sabía que sólo había cerrado sus ojos unos minutos. Mientras intentaba otorgarle una respuesta a su salto temporal, aquel sonido volvió. Era irritable. Se repetía cada seis segundos y parecía que en cada emisión aumentaba de intensidad. Lou, harto, se llevó las palmas de las manos a la cara. Al ponerse en pie se orientó hacia aquel sonido; después de caminar, Lou se detuvo de golpe. El sonido provenía de su sillón. Lou continuaba incrédulo ante lo que sus ojos recibían. No era posible que su sillón hubiera viajado miles de kilómetros para encontrarse con su dueño, ahí, en medio de la nada. Pero aquello no importó y se lanzó en dirección a su asiento, como si de un viejo amigo se tratara.

Lou al colocar su rostro en el suave cuero, un peculiar olor comenzó a rozar su nariz. “Esto no es posible”, pensó Lou, pero al darse la vuelta para ver mejor el origen del olor, ya todo carecía de sentido, pues su mesa de aperitivos avanzaba hacia él, un paso a la vez. Encima cargaba valientemente sus mejores armas, las cuales eran recipientes de papas fritas acompañadas con envases de aderezos de crema con cebolla y especias de jalapeño. La mesa se detuvo a un lado de la mano derecha de Lou, quien respondió tomando una papa para llevársela a la boca. Sin embargo, había un problema: aún tenía sed. Lou comenzó a sentirse decepcionado por un segundo, pues aquel instante mágico se estaba viendo opacado por la necesidad del líquido vital. Pero aquello fue sólo eso, un segundo, ya que en los cielos se hizo presente un destello. Lou miró aquella forma que descendía del cielo, lanzando chispas casi celestiales, para finalmente detenerse enfrente de él. Lou acercó su mano a la bola y al tocarla ésta se convirtió en un vaso de refresco. Chambers, al dar un sorbo, se maravilló al observar que el vaso comenzaba a rellenarse. Sin embargo, la felicidad evolucionó a éxtasis al momento en que de la tierra emergió su televisor; Lou dio saltos de regocijo cuando la pantalla iluminó su programa justo en la parte en que lo había dejado la noche anterior de abandonar Xanadú. Al pasar las horas, Chambers durmió el sueño de los justos recordando una frase de su madre: “los sueños y los milagros ocurren todos los días.” Después de un par de horas, comenzó a sentir que se asfixiaba. Cuando la falta de aire aumentó, sus ojos destellaron la necesidad de abrirse de par en par y por un momento deseó encontrarse en el rancho de Aura.

Miró su reloj y su preocupación por regresar a tiempo a la cena se desvaneció al saber que faltaban unos minutos para el medio día. Sin embargo, una duda aquejó su relajada mente: ¿No había sido medio día antes de que iniciara su caminata por la colina? De nada servía dudar de su reloj, pues podía observar sobre su cabeza al sol y darse cuenta de que aún faltaban varias horas para que éste desapareciera por el horizonte perpetuo donde nunca pasa nada. Sin embargo, no podía ignorar la soledad que sentía. De un momento a otro la comodidad se había desvanecido y un par de bordes rugosos le raspaban la espalda y la comida había perdido su sabor. Al despertar, la maravilla que antes era el paraíso, ahora sencillamente no terminaba de cuajar. ¿Aquello tendría que ver con el hecho de sentir una sensación de soledad? Lou quería salir de aquella ilusión y volver con su familia, así que cuando decidió poner fin al espejismo, palpó el sillón, la mesa con botanas y sintió la estática del televisor. Todo era real, y por alguna razón cuando les dio la espalda para iniciar su caminata, creyó que todos esos elementos imposibles de existir le negarían cualquier opción de regresar al pueblo. Pero aquello no ocurrió. Lou Chambers se encontraba viviendo la realidad, no protagonizando una experiencia de fantasía, así que con cada paso que daba, era un paso lejos de todo eso. Cada metro que caminaba pesaba como kilómetros, la brisa que su rostro sentía le secaba los labios hasta partírselos en grietas profundas. Sus zapatos se desgastaron por el suelo, lo cual intentó ignorar hasta que Lou sintió que la tierra llenaba sus calcetines con piedras cada vez más grandes. Pero aquello podía ser aceptable de no ser por el sol; aquel amigo que en realidad era un enemigo susurraba palabras hirientes en los oídos de Lou y, para su mala fortuna, todo lo que le decía era verdad. Sentía sed y el sol se lo recordaba, sentía cansancio y el sol se burlaba. Todo hombre tiene un límite, y el límite de Lou Chambers había llegado en forma de desesperación y locura.

Lou miró su reloj. Faltaban algunos minutos para las once de la mañana. “¿Qué no hace horas faltaban pocos minutos para que fuera medio día?”, pensó Lou mientras se hincaba, conteniendo las ganas de llorar, ciñendo su garganta como si de un huevo cocido atorado se tratase. Sólo había una explicación para dar sentido a la realidad: se encontraba caminando desde hace varios días. Esa simple idea daba respuesta al extremo cansancio que experimentaba y al desfase temporal del cual había sido víctima. Pero si aquello era verdad, ¿por qué su familia no lo buscaba? Quizá se habían dado cuenta de que se encontraban mejor sin el aburrido pero moderno Lou Chambers. Pero si era moderno, ¿por qué se había perdido? Quería respuestas, pero nadie se las podía dar, así que canalizó su ira al desprender puños de tierra para arrojarlos hacia la nada. Lou contuvo de golpe su ira al ver que enfrente suyo un cerdito vistiendo un overol de mezclilla y tenis se detuvo para admirarlo. El singular animal se levantó sobre sus dos patas y lanzó un par de sonidos que calmaron a Lou, o al menos por unos segundos, debido a que su mente retorcida le indujo una verdad irrefutable: aquel cerdo tenía las respuestas que necesitaba para escapar de la situación en la que se encontraba. El cerdo se acercó con intenciones benignas mientras olía el hedor que Lou expedía, pero éste sujetó la cabeza del cerdo con firmeza mientras la agitaba de arriba abajo con sus dos manos. De su nariz comenzó a delinearse una línea de sangre debido al fuerte zarandeó que Lou le estaba ocasionando, así que en la primera oportunidad que tuvo el cerdo, se zafó de los brazos de Lou, quien comenzó a perseguirlo por el campo. La escena podía ser digna de una pintura surrealista: un cerdo con ropas humanas corría lo más rápido que sus dos piernas le permitían, ya que estaba siendo perseguido por un hombre, en medio del campo, lugar en donde la realidad se había desvanecido hasta ser virtual- mente inexistente.

—¿Sabes dónde está Lou? —preguntó Aura a Rogaciano—. Hace rato que fue una de las gemelas a buscarlo. Ya casi son las doce de la noche y no hay hora para que vuelvan. Se van a perder la barbacoa.

Pero antes de que el hermano respondiera que Lou estuvo todo el día en la colina (a unos metros de distancia), un grito histérico inundó el patio de la fiesta, seguido del eco de asombro de los invitados que estaban a la espera de la jugosa barbacoa, pero después de ver lo que sus ojos les presentaban, la mayoría perdió el apetito en el acto: una de las hijas de Lou vestía un desgarrado overol de mezclilla y estaba sangrando de la cabeza. Detrás venía Lou Chambers con la boca llena de espuma. La niña resbaló y Lou se abalanzó sobre ella mientras le exigía respuestas con una voz chirriante. Los hermanos de Aura corrieron para separarlos, pero el esfuerzo fue en vano, ya que Lou tuvo tiempo suficiente para morder la oreja de su hija ante la mirada en blanco de su esposa y la otra joven gemela. “¡Qué buen sabor tienes, amiguito!”, gritó Lou Chambers mientras los alaridos de la menor y el sonar de las botas de los hermanos de Aura sobre la tierra seca resonaban en la fresca noche.



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CÓMO CITAR:  Flores Hernández, Ulises (2019). Un hombre moderno. En Antología Jóvenes creadores 2018-2019 Primer período. México: Secretaría de Cultura-FONCA. Págs. 39-50. Recuperado de: https://fonca.cultura.gob.mx/jovenes-creadores/wp-content/uploads/2019/09/antologia_jc_pp.pdfhttps://fonca.cultura.gob.mx/jovenes-creadores/wp-content/uploads/2019/11/antologia_sp_2019.pdf


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