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"Tres piezas" | Olivia Teroba | México en sus Letras | FONCA, JC 2018-2019

Crédito de la imagen: Mónica Garrido Ideogram

Recuerda conectarte a la transmisión en vivo desde la página El Estudio de Damiana, en Facebook, el jueves 2 de febrero de 2023, a las 20:00 hrs.

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Semblanza

Olivia Teroba. Tlaxcala, 1988

Es autora del ensayo autobiográfico Un lugar seguro. Sus relatos, que exploran las repercusiones íntimas de la violencia social, están compilados en dos volúmenes: Respirar bajo el agua y Pequeñas manifestaciones de luz, publicado fuera de México como El fin del mundo y el inicio.

Ha sido becaria de diversos programas de escritura nacionales, como la Fundación para las Letras Mexicanas y el Fonca, y ha obtenido los Premios Estatales de Tlaxcala en la categoría de cuento y ensayo, el Premio Latinoamericano de Cuento «Edmundo Valadés», el Premio Nacional de Literatura Joven «Salvador Gallardo Dávalos» y el Premio Narrativa Casa Wabi-Dharma Books.

Actualmente se dedica a leer, escribir y editar. Además, forma parte del proyecto editorial Osa Menor.

"Tres piezas" se incluyó en la antología de becarios del FONCA de la generación 2018-2019, segundo período.


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Tres piezas


Aquel día Aurora había ido a visitar a Luis, como era costumbre. Aunque tenía que cruzar la ciudad para llegar, le encantaba ir a la escuela de arte. Podía pasarse la tarde entera caminando por el taller de pintura, platicando con otros estudiantes, fumando o tomando cerveza con ellos. Después de un rato se quedaba sentada, sólo viendo pintar a Luis. Ella nunca había tenido habilidad para el arte, pero le llamaba la atención desde siempre.

Tenía poco que habían empezado a andar. Se conocieron en la fiesta de una amiga en común. Una locura. La chica tenía un par de consolas y había mezclado toda la noche. Los éxitos de los noventas se combinaban con música electrónica y voces en off que explicaban la vida extraterrestre. La bebida tenía algo mágico. Todos estaban volados. Ellos dos se encontraron en la pista, y sin decirse nada comenzaron a bailar.

Al otro día, ella despertó en casa de Luis. El olor a dulce del óleo inundaba el lugar, repleto de bastidores y grandes pliegos de papel sobre el escritorio. Las paredes estaban cubiertas de cuadros, de él o de otros artistas. La casa daba una sensación habitable. Estaba decorada con objetos que él compraba en el tianguis de antigüedades: un florero multicolor, un cenicero de metal, portavasos de madera con grabados japoneses, carritos hot wheels. Le gustaba Luis porque, sentía, era todo lo contrario a ella. Después de tantas mudanzas, Aurora se había acostumbrado a no acumular cosas.

Aquel día, en la escuela, él estaba tan estresado como todos. De hecho, para variar, no había nadie tomando cerveza, si acaso rolaba por ahí un insignificante porro de marihuana para aliviar tensiones. Luis, en vez de recibir a Aurora con la dulzura de siempre, estaba concentrado mirando su cuadro: la pintura formaba un mar azul eléctrico, con olas de un azul más tenue, como del color del ópalo. El horizonte amarillo  insinuaba la salida del sol: su espectro dejaba aparecer un tono rosa, que, casi en el borde del cuadro, se tornaba celeste. Por encima del paisaje, había un dibujo plano: deidades japonesas trazadas en verde fosforescente. Era, francamente, confuso. Aurora le tocó el brazo para saludarlo. Él le sonrió, breve. Tomó su cabello largo y rizado para amarrarlo en una coleta improvisada. Sacó un cigarrillo de la cajetilla, lo encendió y le preguntó: “¿Qué te parece?”

Aurora no sabía qué responder. Ya habían tenido varias discusiones por ese tema. Ella siempre se excusaba, diciendo que no había estudiado eso, que no sabía nada sobre arte, que era tan sólo una aficionada. En realidad, nunca le había llamado demasiado la atención lo que su novio hacía. No es que fuera malo, todo lo contrario. Tenía buena técnica y buenas ideas. Pero algo ocurría entre el momento en que él se las contaba y el lienzo. Y se notaba: él tampoco estaba feliz con el resultado. Encima, era hipersensible con el tema de sus obras. Por eso ella se libró diciendo que los colores eran lindos y las líneas muy precisas. Y luego se quedó callada. Él siguió fumando, recorriendo el cuadro con la mirada. Le contó que quería representar varias dimensiones en la pintura, pasar de las dos dimensiones a una tercera. Le señaló la perspectiva  del fondo. Y después los dibujos de línea. Le dijo que eran viajeros interdimensionales.

Aurora le dio un beso en la mejilla para zanjar el asunto. El taller era amplio, de techos lejanos y paredes anchas. El aire frío de la tarde se filtraba: empezó a llover. Aurora sacó un paquete de café de una repisa y encendió la cafetera. Conocía de memoria el lugar. La seguridad en la escuela era laxa y cualquiera podía entrar y hacer lo que quisiera. De hecho, al fondo había una pareja de estudiantes que acababa de comerse unas tachas. Aurora saludó a la chica, la conocía de algunas fiestas. Ella le sonrió, mostrando los dientes. Los ojos le brillaban.

Luis sacó otro cigarro. Siguió pintando, no parecía tener la intención de hablar con ella en un rato. Aurora paseaba por el taller, con la taza de café en la mano, mirando a los chicos pintar. Se acercó a Diego. Era el mejor amigo de Luis. A ella le caía bien, aunque a veces le respondía de mal humor, como si siempre lo interrumpiera. Es que era un genio. Había dos o tres por generación. Personas con un dominio de la técnica y el color increíbles, novedosos. Algunos la armaban y se volvían famosos. Otros optaban por una vida tranquila, así que se iban a provincia, donde de inmediato llamaban la atención y conseguían algún buen trabajo. Unos cuantos, muy pocos en realidad, terminaban mal.

Diego estaba pasando por una mala etapa. Pintaba sobre un lienzo apaisado. El escenario lo cubría casi todo una pared gris. A la derecha se dejaba ver una luz, saliendo de una habitación con la puerta roja entreabierta. La luz provenía de una lejana arcade, de ésas que abundaban en las tiendas de abarrotes en los noventas.

“¿Sigues con eso?”, le preguntó Aurora. Las charlas entre ellos eran siempre un tanto agresivas. Diego asintió con la cabeza, irritado. Aurora se arrepintió de haber ido: estaban todos enloqueciendo esos días. Ella ya había terminado la carrera, y hacía el servicio social en ese entonces. La verdad, siempre estaba más tranquila que ellos. Había estudiado administración. Sabía que le esperaba algún trabajo sencillo y una vida estable y tranquila. Los artistas, por el contrario, parecían tener una habilidad especial para complicarse la vida. 

Un buen ejemplo era el cuadro de Diego: a esas alturas resultaba una broma. Todo empezó con una chica, que de hecho era la amiga de Aurora que mezclaba música. Ella y Diego se besaron en esa misma fiesta. Los dos tenían pareja, pero él se ilusionó. Lo dejó todo por ella, y la chica más tarde lo rechazó. Una historia tan común, y sin embargo en ese ambiente el drama cobraba dimensiones estratosféricas: la depresión de Diego había llegado a sobrepasar varios límites (estuvo tomando ansiolíticos un rato), y ahora se dedicaba a pintar el mismo cuadro, una y otra vez. Es decir: terminó una serie de figuras abstractas, y las cubrió hasta hacer un paisaje lleno de árboles; las capas más opacas de ese cuadro se convirtieron en el fondo de una barranca vista desde abajo, con una pendiente encima; el lado claro de la pendiente, cubierto de blancos, se transformó después en una pared. Todo dentro del mismo lienzo, que contenía distintas pinturas, que se iban remplazando unas a otras.

Aurora lo dejó, y fue a saludar a otro de los pintores. No sabía su nombre, pero le caía bien. Era el mayor de la generación, y el más alivianado. Tenía experiencia en el mundo del arte: no se tomaba nada demasiado en serio. En aquel momento, pintaba grandes rostros de artistas pop: Bowie, Freddy Mercury, Bob Marley, Presley, Madonna. Se veían poco elaborados, no tenían sombras ni matices, el fondo era un color sólido. Parecían imágenes en alto contraste. Aurora le preguntó de qué iba la serie, y él le respondió que se llamaba Abandonado el edificio. Ella sonrió, condescendiente.

Por fin se fueron a casa de Luis. Platicaron, como siempre: sobre arte, sobre los artistas, sobre cómo se podría vivir del arte, sobre el futuro. Aurora no se preocupaba demasiado, porque no tenía pretensiones. Mientras encontrara un buen trabajo todo estaría bien. Pero Luis era un caso. Quizás era lo que atraía a uno del otro: su forma tan distinta de ver la vida. Algo tenía su amor de voraz: venía anticipado por la admiración mutua y el deseo velado de obtener algo del otro. Aurora quería adentrarse a ese mundo de riesgos, de incertidumbre. Había crecido demasiado solapada y sobreprotegida. A Luis le pasaba lo contrario. Buscaba de dónde sostenerse. Así seguía su relación, un poco a la deriva, entre el sexo, los porros, las cervezas, la cruda, las drogas. Las pastillas y los ácidos eran una buena costumbre: llegar a casa de alguna fiesta, coger sin parar, platicar hasta que el sol los sorprendía, desnudos bajo las sábanas. La piel de él era oscura y cálida. Eso a ella la reconfortaba. 

Por fin, días después, fueron las muestras finales. El chico que había pintado los cuadros con los rostros de estrellas pop, los destrozó con una guitarra. 

II

El tiempo seguía y Aurora también, pegada a ese grupo de personajes extraños que dedicaban su tiempo a pintar, dibujar y esculpir. Ella salía a prisa del servicio social para verlos, y regresaba a su casa tarde, con el pretexto de unos cursos de idiomas.

Pasó entonces lo de los muffins. Fue un día que había peleado con Luis, por cualquier cosa, y pensó en la manera de reconciliarse. Preparó en casa, con cuidado para que sus padres no se dieran cuenta, una buena cantidad de panqués con marihuana. Pidió permiso para quedarse en casa de una amiga, como hacía siempre que iba a una fiesta que duraría toda la noche.

Convocó a los compañeros del taller. A esas alturas, ya la veían como parte del grupo. Algunos, distraídos, a veces le preguntaban por su obra. A ella eso le gustaba. 

Diego puso el sitio para la reunión. Su departamento estaba en la parte alta de un salón de fiestas, de los que se usan para quince años, bodas y bautizos. El salón lo conformaba un patio enorme, pavimentado, con una división entre el área de comida y la de juegos. Llegó mucha gente de la generación, incluso había invitados de otros talleres. Todos se reunieron alrededor de los columpios. Algún videoartista llevó un cañón, y puso videos musicales proyectados en la pared.

Aurora nunca había cocinado con marihuana, pero leyó varias recetas en internet. Aunque aconsejó a todos que los consumieran con precución, como había leído en la mayoría de los sitios que visitó, pasó lo de siempre: la gente comió sin reparos, creyendo al principio que el bocadillo no les había hecho efecto.

En algún momento, en uno de los videos apareció una fogata. Y a Diego se le ocurrió decir “estamos invocando al diablo”. Ahí empezó un malviaje generalizado. Primero gradual, como ir adentrándose en un torbellino de ideas. Después, el torrente. Emociones, figuras, pensamientos, mareo, sensaciones. Aurora no pudo más y vomitó en el piso. El resto deambulaba por ahí. Unas chicas a su lado se besaban. Otro corría alrededor del salón de fiestas, gritando que se iba a morir. Algunos sólo miraban hacia el frente, como si tuvieran la misma alucinación. Los caballos del viejo carrusel en el centro del salón los observaban, como juzgándolos, o riéndose de ellos, hasta que alguien se dio cuenta y los impulsó con la mano, con la intención de marearlos a ellos también. 

Aurora entró al baño. Sentada en el retrete, percibía cómo el lugar se hacía más estrecho. Las paredes se volcaban sobre ella. Sintió que se le iba el aire.

Y el viaje no se iba. Luis peleó con uno de sus compañeros, el que creía que se estaba muriendo. Al parecer, el muchacho tenía la sensación de que iba a desaparecer, de que su existencia se iba a anular como si alguien pudiera sólo apretar la tecla suprimir y borrarlo. Entonces, interactuar con alguien, así fuera a fuerza de golpes, reafirmaría y protegería su lugar en este mundo. Ése era su viaje. Los dos se golpearon poco y mal. Estaban puestísimos.

Por fin alguien tuvo una buena idea. Fue Diego, quizá para resarcir el efecto de aquella frase malviajante. Quitó los videos, y puso música en una bocina lo suficientemente grande para cubrir el lugar. Todos se quedaron quietos, escuchando un tono suave, lento, instrumental, que al final se desahogaba y también le daba aire a los que se encontraban perdidos en el viaje. Varios se acostaron en el piso, otros se recargaron unos en los otros. Las chicas parecían más felices que el resto, ausentes de todo lo que pasaba a su alrededor. No dejaban de besarse. Aurora se acercó a Luis y lo abrazó. Él, con el labio sangrando, miraba hacia delante, fascinado. Se volvió a verla, y le susurró en el oído sobre otras dimensiones, magia, seres extraterrestres, colores. Ella lo escuchaba y se sentía segura.

Al día siguiente, Aurora despertó de golpe. Luis dormía profundo. Estaban acostados sobre un sleeping en la sala. Hacía frío. Ella se incorporó. El piso se movía. ¿Seguía puesta? No, estaba temblando. La tierra estaba temblando. Diego gritó y lo constató. Ella despertó a Luis y ambos bajaron las escaleras corriendo. Los sobrevivientes de la noche anterior, es decir, todos los del taller de pintura, estaban de pie alrededor del pequeño carrusel, sintiendo el suelo oscilar bajo sus pies, mientras los animales, de gestos macabros y decorados en tonos pastel, se balanceaban.

Algunos seguían puestos y ya nadie podía dormir. Varios se fueron a casa. Aurora propuso ir a comer algo. Luis, Diego y otro par de chicos del taller de pintura la siguieron. Fueron a un puesto de tortas y jugos cercano. Después, alguien sugirió́ ir al museo. Y les dio por caminar. Se fueron por una avenida larga que conectaba aquella vieja colonia con Ciudad Universitaria. Llegaron al museo. Entraron primero, por consenso, a la exposición de la tercera sala. Al parecer se presentaba algo famoso ahí. 

Era una sala pequeña, de paredes blancas y piso de madera. Al fondo había una especie de estanque, del que salían cientos de burbujas. Un niño jugaba a reventarlas y reía; su madre lo seguía de lejos. Aurora se disponía a imitarlo, cuando Luis le señaló con la vista la ficha técnica. El jabón del que se alimentaban las máquinas, que no dejaban de expulsar graciosas esferas tornasol, había sido fabricado con el agua residual de la limpieza de ciertas sábanas, usadas para cubrir cadáveres en una morgue. En específico, cuerpos no identificados, asesinados por el crimen organizado. 

III

Aquellos meses fueron una excepción en la vida de Aurora. Un acercamiento intenso a otro lugar, otras personas, otras formas de entender el mundo, distintos a los que ella estaba habituada. Luis la obsesionó varios años después de que terminaron. Sin embargo, no había nada qué hacer. Cada uno vivía en un universo diferente.

Casi al final, hablaban poco, irritados. Había recriminaciones constantes. A ella le exasperaba escucharlo explicar teorías de conspiración todo el tiempo. A él le molestaba que ella no supiera nada de arte, que no le gustara salir de viaje, que fuera tan fresa. Y cada gesto de ella que intentaba hacerlo creer otra cosa, sólo lo reafirmaba.

Una de las últimas ocasiones que salieron juntos, fueron a la exposición de una chica que no conocían. Iban sólo ellos dos: la generación de Luis había terminado las clases en la universidad, y muchos habían vuelto a sus ciudades de origen. Él buscaba un sitio para su muestra individual, con la que se graduaría, y aprovechó la exposición para conocer el espacio. Eran pocas piezas, y Aurora las comentaba con lo poco que había aprendido sobre arte en aquellos años, mientras Luis miraba en silencio.

La factura, decía Aurora en voz baja, era mala: textos demasiado largos, videos borrosos y dibujos frenéticos, en tinta china. Aunque hablaba para llenar un vacío que se creaba entre ambos, en realidad a esas alturas a ella la cansaba todo: las inauguraciones, los museos, ese aire que tienen los artistas de que son tan especiales. Le frustraba, además, que como ella “no hacía nada”, todos la trataran con condescendencia. Como si fuera demasiado normal.

Luis saludó a un excompañero de la escuela. Aurora se fue, harta de quedar como siempre fuera de la conversación. Cuando volvió, su novio estaba solo y se notaba desconcertado.  Le pidió que lo acompañara a fumar. A esas alturas él ya forjaba sus propios cigarros: liaba uno sentado en una jardinera de la pequeña plaza fuera del museo. 

Ella le preguntó si estaba bien. Él respondió que acababan de explicarle la pieza principal de la exposición. Los dibujos, tan rápidos y extraños, eran todos retratos de una sola persona: la mamá de la artista. Aurora se quedó callada. No se esforzó en mostrar interés. 

Luis terminó de hacer el cigarrillo y lo encendió. Jaló y exhaló humo. Ese tabaco olía mucho mejor que los que acostumbraba antes. Aurora le había enseñado a liar y a fumar tabaco de bolsa. Odiaba el olor de la nicotina. “Al menos me recordará por eso”, pensaba, resignada. El fin se acercaba vertiginosamente: lo sabía por los gestos, por la lejanía implícita en cada palabra.

Él continuó explicando. Los dibujos eran representaciones de la madre de la artista. En realidad, del cuerpo de la madre de la artista. Su hija la había encontrado descuartizada en la sala. Y no había podido sino dibujarla. Cientos de veces. 

Aurora se mantuvo impasible. Luis le dijo que quizá conocían a la muchacha de alguna fiesta: era apenas un par de años mayor que él. La madre, al parecer, fue activista política. Su padre estaba ahora en un sanatorio mental. Ella, la artista, se había salvado por poco. Al final, incluso había terminado la carrera.

Aurora comprendió muchas cosas de repente y se le humedecieron los ojos. Él se volvió, para mirar a la gente que paseaba por el parque. Ella sintió el impulso de abrazarlo, pero no lo hizo. Estuvieron callados un buen rato, hasta que Luis sugirió ir a tomar el metro. De regreso, ella sola, sintió que volvía a casa después de mucho tiempo.


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CÓMO CITAR:  Teroba, Olivia (2019). Tres piezas. En Antología Jóvenes creadores 2018-2019 Segundo periodo. México: Secretaría de Cultura-FONCA. Págs. 69-76. Recuperado de: https://fonca.cultura.gob.mx/jovenes-creadores/wp-content/uploads/2019/11/antologia_sp_2019.pdf


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