Semblanza
Yesenia Cabrera. Tlaxcala, 1996.
Es licenciada en Lengua y Literatura Hispanoamericana. Ha sido becaria del programa Interfaz del ISSSTE en su promoción 2018, y del programa Jóvenes Creadores, en la especialidad de cuento, del FONCA. Se encuentra incluida en la antología Interfaz 2014-2018 (Círculo de Poesía). Obtuvo el Premio Estatal de Cuento «Beatriz Espejo» 2018 con el libro de cuentos Los pequeños macabros.
"Dentrificatus" y "La nana Lois" se incluyeron en la antología de becarios del FONCA de la generación 2018-2019, primer período.
La nana Lois
Lalo y Karen eran una pareja que para sus conocidos era perfecta. Pero en casa, en todo aquello que no exhibían al público, a nadie, la pasaban muy mal. Lalo culpaba a Karen de todo lo que había perdido en su vida, ya fueran amigos, familia o fortuna. Karen, por su lado, lo detestaba por haber hecho que cargara en su vientre a tres hijos a los que no soportaba ver. El varón, quien ya tenía diez años, era muy pálido y su rostro estaba siempre marcado por las ojeras. Las niñas, más grandes por un año, a pesar de ser gemelas, eran también repulsivas. Para empezar, una no había crecido de manera normal, pues una extraña enfermedad la hacía parecer como si tuviera cinco años a pesar de que tenía ya once.
La pareja solía echarse la culpa todo el tiempo, excepto cuando salían. Entonces se unían como un coro de plañideras para hablar de su infortunio. Una de sus amistades, una mujer larguirucha y fofa, que se enorgullecía de nunca haber tenido hijos, les recomendó una “nana” que podía ayudarles con el problema de sus hijos, disminuir su carga.
Lois, se llamaba, y era originaria de un pueblo del norte. Cuando llegó a la casa, al presentarse fue interrumpida por Lalo, quien expuso, como con todos los psicólogos a quienes había consultado, el martirio que sufría todos los días al estar a cargo de semejantes criaturas. Eran para él un castigo de índole demoniaca. Karen se limitó a llorar y a culpar entre gemidos a sus hijos por todo el dolor que sentía. Lois escuchó a los padres abatidos, y entonces se puso a vagabundear por la casa.
Lois recorrió las estancias con interés muy pronunciado, deteniéndose en los detalles que encontraba interesantes, ya fuera una escultura de mármol que representaba a un general griego, o el delicado mantel del comedor, tejido a mano. Lois aspiraba los aromas de los muebles de estilo victoriano y la madera que aún lucía apiñada junto a la chimenea. Al estar en la residencia sintió que podía penetrar en sus secretos, tenía tantos que tardaría años en descubrirlos todos. Pero tenía una misión más importante, así que terminó por dirigir sus pasos hacia las escaleras, deslizándose cuidadosa por el barandal, tratando de sentir cada veta de la madera, los murmullos escondidos en cada pequeña grieta. Al fin se encontró con un corredor oscuro que parecía infinito desde la perspectiva de la nana. La primera habitación pertenecía a los niños. La puerta chirrió al abrirse y Lois se encontró en una estancia lúgubre, los pocos muebles apenas podían vislumbrarse, como si toda la habitación estuviera a punto de difuminarse ante su mirada. En las paredes yacían algunos retratos. Era una pareja de ancianos, "sus abuelos", pensó Lois, aunque sus ojos parecían haber sido cubiertos por garabatos. Fue entonces cuando descubrió cuatro mesas colocadas en las esquinas del cuarto, sobre ellas había espejos que daban al centro de la habitación. Lois trató de no perderse en los reflejos, y enfocó su mirada en el techo, del que parecían colgar largas telarañas, aunque Lois sabía lo que eran: cordones umbilicales, frescos, aún demasiado frescos.
–Qué angelitos tan delicados tienen ustedes, señores míos. Los padres no podían guardar las apariencias, el asco que sentían al entrar a la habitación de sus hijos era evidente. Mientras esperaban en el umbral, murmuraban frases como: “éramos más felices antes de tener hijos”, “por qué ha caído sobre nosotros esta maldición”, “qué asqueroso es el hecho de concebir”, “si pudiéramos librarnos de esta carga, oh, señor, si tan sólo pudiéramos librarnos de ella”.
–¿Y los niños, dónde están?
–Todavía en la escuela. Permanecen en ella el mayor tiempo posible, así lo hemos dispuesto –respondieron los padres. Después llevaron a Lois a la sala, donde le explicaron lo que necesitaban.
Lois salió a la tarde gris, que ya presagiaba tormenta, y prometió ver a los atribulados padres al día siguiente.
–Y recuerde –dijeron ellos a modo de despedida–: queremos que parezca un accidente.
Al día siguiente, Lois no necesitó tocar el timbre, pues Lalo y Karen, los padres sufrientes, espiaban por la ventana, esperando la llegada de “la nana”. Lois llegó con unos minutos de antelación, y cuando le abrieron la puerta se disculpó. Los padres sólo atinaron a sonreír, invitándola a pasar cuanto antes a la casa. Mientras Lois volvía a aclimatarse a la casa, los padres siguieron con su cantaleta: “somos tan desdichados, ya no podemos hacer lo que tanto nos gusta”, “queremos viajar, pasear en paz por la calle sin que nadie nos moleste”, siempre es lo mismo, nos acusan de tener hijos monstruosos, de educarlos así, de ser padres de la maldad”, “nos señala todo el mundo, la familia de la perversión, la familia torcida”, “son tan horribles nuestros hijos, las mujeres embarazadas abortan al nada más verlos, los hombres pierden el vigor, los ancianos se mueren, los niños enmudecen”. Lois, quien apenas había podido quitarse el abrigo, veía a los padres con un gesto que parecía decirles: “sí, sí, entiendo, no se preocupen más, para eso estoy aquí”.
Como habían acordado, la noche estaba ya muy avanzada. Lois no había visto a nadie en las calles mientras se dirigía a la casa de Lalo y Karen. Pero era necesario trabajar en la oscuridad. El trabajo que necesitaba hacer así lo exigía. Ella se guardaba de expresar sus opiniones en voz alta, pero sentía que los padres exageraban. Había familias que tenían a hijos perversos, desviados, monstruos de verdad, pero ella todavía no había visto a los niños de Lalo y Karen, y ya estaba segura de que no hallaría más que a pequeñitos normales, algo solitarios, tal vez, pero encantadores.
Lalo y Karen despertaron en su habitación tan juvenil como cuando antes de que fueran padres, con cierto sentimiento de felicidad bajaron a desayunar, ellos no existían más.
Lois subió las escaleras y entró silenciosamente al cuarto de los niños. Los espejos seguían en las esquinas de la habitación, pero ahora ella también pudo ver una gran cama en la que descansaban unas gemelas y un niño más pequeño. Lo que había pensado, eran deliciosos. Sus padres no eran más que unos quejicas que los acusaban injustamente.
Los padres aguardaban impacientes detrás de Lois, pero ella necesitaba trabajar a solas, así que los despidió, pidiéndoles que se fueran a dormir. No funcionaría si estaban despiertos. No debían preocuparse, al terminar su trabajo no tendrían ya noticias de sus hijos… ni de ella.
Lalo y Karen despertaron al mismo tiempo. No se habían sentido tan bien en años. Se sentían más felices y ligeros, como si la carga que habían llevado durante años, de pronto, hubiera desaparecido. Con cierto temor, los padres se acercaron al cuarto de los niños y abrieron la puerta. Los espejos permanecían, pero no así la cama, ni los niños. Tampoco había rastro de Lois.
La mañana era gris, como otras tantas mañanas en la ciudad, pero para Karen y Lalo era perfecta, el sol atravesaba las nubes y les caldeaba los huesos. El viento gélido les refrescaba apenas el rostro, sin dejarles las mejillas rojas y lastimadas. Y el sonido de los automóviles, que siempre tocaban la bocina, que siempre chirriaban como máquinas traqueteantes, ahora no era para ellos sino el canto de las cigarras.
Llegaron a un parque donde los niños solían jugar por las tardes, pero a esas horas no había nadie, ni siquiera niñeras empujando tristes carriolas. La pareja, más feliz de lo que nunca había estado en su vida, se adentró en el parque y tuvo su primera sorpresa. ¡Oh, era lo que más deseaban!, en un rincón junto a un banco de arena, una de las gemelas yacía bocabajo, o eso les pareció a ellos, pues descubrieron que la cabeza de la niña estaba enterrada. Su cuerpo estaba cortado por la mitad. Los goterones de sangre eran absorbidos por la arena, haciendo un plop que a los padres les pareció delicioso. Unos metros más allá, hacia las resbaladillas, estaba tendido el cuerpo del pequeño. No tenía ojos sino flores llenando sus cuencas vacías. En sus manos aferraba unos zapatos de niña, los de su hermana mayor. A la pequeña, la deforme, la encontraron colgada de una rama, atada de los pies. No parecía una niña sino una muñeca de porcelana rota. Tenía los ojos pintados de rojo, la boca llena de sangre y en sus manos sostenía lo que parecían los restos de fetos mordisqueados. Los padres, como si de un festival de primavera se tratara, miraban con satisfacción a los cuerpos de sus hijos. Entonces, satisfechos, dieron vuelta y caminaron muy alegres hacia su hogar.
En el viento parecía ondear una voz, con un rumor ininteligible, algo parecido a “hu-um-shuman-roxt-qlem” “hu-hum-shuman-roxt-qlem”, pero ni Lalo ni Karen hicieron caso. Aún tenían muchos días por delante, y los cuerpos de sus hijos tardarían días en descomponerse del todo. Podían seguir repitiendo el espectáculo hasta que se hartaran.
Lois sonreía. Estaba parada justo en el medio de la recámara de los niños. Eran tres, y la acompañaban en su felicidad. No tendrían por qué preocuparse más, podían sonreír todo lo que quisieran; sus padres ya no escaparían de los espejos, y ellos los verían, jugueteando en medio de sus ensoñaciones, y cuando se cansaran siempre podían ir al parque y pasar el día saltando y jugando y cantando las canciones que Lois, su nana, su nueva mamá, les enseñara. Mientras tanto, ya tenían una nueva tonada que practicar: “hu-um-shuman-roxt-qlem”.
Dentrificatus
Jean Carlo despertó con un tremendo dolor de muelas. No sabía exactamente qué dientes le dolían, sólo sabía que su cabeza estaba siendo electrocutada por un verdugo. Sentía que todos se quebrarían si dejaba pasar más tiempo. Tomó un tipo de analgésico que le ofreció su madre y durmió un par de horas.
Al despertar sentía aún más intenso aquel dolor. Era como si nuevos dientes estuvieran por nacer y de quién sabe dónde. Los ya presentes no tardarían en hacerse polvo. Los analgésicos no funcionaban, debía ir de inmediato al dentista.
–En efecto, se sienten flojos, sólo falta que la raíz ceda y caerán, pero se debe principalmente a la falta de higiene –dijo el Dr. Black–. Tomaremos algunas radiografías, por supuesto, esperaremos a revisar cuáles aún se pueden salvar y removeremos los demás. Sé de primera mano que la preocupación está en la sonrisa, así que con una prótesis monomaxilar superior solucionaremos eso. Sé que es difícil, pero son las consecuencias de un mal cuidado dental. Su problema debió haberse tratado desde hace por lo menos diez años. Podría ser mucho peor.
Jean Carlo no terminaba de procesar lo que le dijo el doctor, él siempre procuraba tener sus dientes bien cepillados, quizás era cierto que no compraba las mejores pastas dentales que la tv anunciaba, porque eran demasiado caras, pero hacía lo que podía. Casi siempre compraba su pasta en la botica preferida por su familia, la afamada Wright Virginia. Su madre, por ejemplo, compraba ahí las mejores pomadas hechas con plantas medicinales. La variedad era asombrosa. Había cremas para aliviar las várices, para desinflamar los músculos, y el alcohol preparado que tenían era excelente para eliminar los reumas y el dolor de huesos provocado por el frío. La botica había estado abierta por décadas. Era un negocio familiar que se servía por generaciones y generaciones de botánicos, boticarios y hasta curanderos. Su efectividad nunca había disminuido.
La madre de Jean Carlo era quien, casi siempre, se encargaba de comprar la pasta dental. Lo hacía porque acudía a la botica todas las semanas. Decía que nada la mantenía más joven que los emplastes de la botica. Jean Carlo pensaba que la pasta dental quizá no era tan blanca y además parecía tener restos de plantas medicinales secas en la crema, pero nunca había tenido problemas, hasta ahora.
Desde que Jean Carlo tenía memoria, la botica de Joan Wight era la más recurrida de su vecindario. Su dueña sabía aliviar casi cualquier tipo de dolencia, incluso, su trabajo como partera era muy aplaudido debido a todos los partos bien logrados. La iglesia del pueblo, sin embargo, pensaba lo contrario. Su ministro, cada domingo, solía señalar los remedios de Joan Wright como medios paganos, como medicina casi demoniaca. A pesar de lo que dijera, los habitantes siempre acudían a Joan. Y por supuesto, ella, aunque anciana, atendía a quien la buscara con esa fe latente en sus conocimientos medicinales, casi siempre acertados en su mayoría.
En efecto, después de haber realizado la radiografía, Jean Carlo se la mostró al doctor, el cual afirmó que no había algo anormal, que sólo se trataba de una mala higiene. El dentista le preparó un modelo de resina para tomar la medida y forma de sus dientes, y hacerle unos nuevos. Al morder Jean la masa de muestra, un diente se quedó pegado a la gran bola chiclosa y gris.
–El primero que cae –dijo el dentista–. Sólo faltan este tipo de empujones para hacer que todos los dañados salgan.
–¿Dañados? Pero siempre me he lavado los dientes.
–No te preocupes, ya estamos solucionando el daño. Aunque de aquí en adelante deberá haber más higiene, ¿de acuerdo? –dijo el Dr. Black tratando de no hacer sentir más culpable a su paciente de lo que ya era.
La siguiente cita sería para retirar los dientes dañados y colocar la prótesis de ensayo. Jean Carlo asintió con un semblante de cansancio, sonreía a duras penas, no hablaba, y si lo hacía era limitándose a decir sí o no. El dentista le mostró sus dientes nuevos, los que le colocaría de la mejor manera posible para que él pudiera volver a sonreír y, desde luego, para levantar un poco su autoestima. Jean Carlo no hizo mucho caso, miraba al suelo con desconcierto y miedo.
Trabajaron hasta que Jean Carlo vio en un espejo los nuevos dientes sin sarro que enseñaría en el trabajo y la familia, que estaban bien sujetados a sus encías naranja y roja.
El Dr. Black logró hacer olvidar a Jean Carlo aquel sentimiento agrio con el que había llegado, ahora era cuestión de mostrar esa sonrisa renovada, de seguir su vida y sus cuidados alimenticios e higiénicos. Esa noche el Dr. Black recibió una llamada de Jean Carlo en la madrugada, aún tenía dolor. Y comenzaba a ser tan penetrante como el anterior. Para tranquilizarle le explicó que los nervios seguían vulnerables, ya que arrancó los residuos de raíz de los que extrajo. Era normal que sintiera adolorida toda la zona de extracción. Tomar ibuprofeno o un desinflamatorio le ayudaría a conciliar el sueño. Y, para su tranquilidad, podía atenderlo al siguiente día en su consultorio. Y así sucedió, aunque para sorpresa del dentista, Jean Carlo llegó con la prótesis sangrándole como si de dientes reales se tratara.
–¿Está lavándose correctamente las encías? –preguntó el Dr. Black.
–Todos los días, más veces de las que me recomendó– contestó Jean Carlo muy alterado.
Para el Dr. Black fue una sorpresa ver la escena que al principio creía era una broma. Lo sentó y sacó la prótesis con mucha dificultad y de las encías recién desocupadas salía un líquido verdoso, putrefacto y sanguíneo. Limpió las zonas podridas, extrajo una muestra para averiguar de qué se trataba, volvió a poner la prótesis y recetó medicamento y desinfectante especial para material de ortodoncia.
Después de unos días, la llamada temida llegó de nuevo. Su teléfono celular indicaba que era el mismo paciente: Jean Carlo. De nuevo el dolor nocturno, la cabeza ahora quería explotarle desde la encía superior y la nariz hasta el cráneo. Le citó al siguiente día; sin embargo, no llegó. El doctor se sintió confundido, pensaba que quizá ya habían pasado los dolores, y que ahora estaría sintiéndose mejor. Pero también persistía la duda, ¿en verdad estaba bien?, ¿por qué no llegó a la cita?
Pasaron dos días y decidió llamarlo para realizar el seguimiento de manera pertinente. Jean Carlo no contestaba los mensajes. La satisfacción de un médico es saber que su paciente sigue con bien, que continúa con su tratamiento. Un día recibió una llamada del celular de Jean Carlo, segundos antes de contestar se sintió tranquilo y supuso que la llamada era para agradecerle el procedimiento, y por supuesto por la atención y la paciencia que había tenido. Cerraría un expediente más, pero quien lo llamó fue un policía, quien se interesó por las llamadas constantes de un tal Dr. Black y llamó para preguntar la razón de la insistencia; el doctor le explicó lo preocupado que se sentía por su estado bucal. El agente siguió cuestionándolo sobre su relación con Jean Carlo.
–Sólo se trataba de una relación médico-paciente. ¿Algo le ha ocurrido?, ¿por qué tantas preguntas?, ¿por qué la policía tiene su celular?
El oficial con mucha dificultad describió cómo habían encontrado a Jean Carlo en su habitación. Su paciente estaba muerto. Fue encontrado por su vecina, quien escuchó gruñidos y una especie de relincho del otro lado de la pared. Asustada, fue a tocar la puerta de Jean Carlo, pero al no abrirle le pidió al portero que se hiciera cargo. Temía lo peor. Al abrir ambos se encontraron con Jean Carlo muerto, recostado sobre el sofá de la sala. Tenía la mandíbula abierta y los dientes sobresalían más de lo normal, como si fuera un caballo. Pero lo más extraño de todo, lo más horrible de la escena, era que un enorme colmillo sobresalía entre la nariz y la frente del occiso. Tenía los ojos abiertos, fijos en la punta de aquel cuerpo óseo y gris. De las encías aún escurría la pasta plateada y putrefacta que por toda su habitación se encontraba derramada, y los envases vacíos de la farmacia Wright Virginia.
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CÓMO CITAR: Cabrera, Yesenia (2019). Dentrificatus. La nana Lois. En Antología Jóvenes creadores 2018-2019 Primer periodo. México: Secretaría de Cultura-FONCA. Págs. 17-26. Recuperado de: https://fonca.cultura.gob.mx/jovenes-creadores/wp-content/uploads/2019/09/antologia_jc_pp.pdf
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