Semblanza
Andrea Morales Calderón, nació en la Ciudad de México en 1993.
Se graduó como guionista en Escuela Casa Comal (Guatemala) en 2015 y ahora se está especializando como productora en el Centro de Capacitación Cinematográfica (México). Como licenciada en antropología sociocultural, ha aparecido tanto en publicaciones académicas como literarias.
Durante 2017 fue seleccionada como guionista en el Talents Guadalajara, en el marco del Festival Internacional de Cine Guadalajara, en colaboración con Berlinale Talents, el Goethe-Institut México y la Federación Internacional de Críticos Cinematográficos. Puedes conocer una muestra de su trabajo AQUÍ.
En 2019 ganó el Certamen Permanente Centroamericano "15 de septiembre" en el área de poesía con la obra "Nación Quimera". Dicho certamen es convocado por el gobierno de la república de Guatemala.
Formó parte del Youth Jury en 2020 para seleccionar al ganador del premio a Nuevos Directores Cinematográficos, organizado por el Festival de Cine Latinoamericano de Vancouver.
El cuento "A partir de aquí" se incluyó en la antología de becarios del SACPC de la generación 2020-2021.
A partir de aquí
Hace ocho noches sonaron las sirenas de las ambulancias.
Yo intentaba dormir en lo que en ese entonces era todavía mi departamento. El colchón, el neceser y la hornilla se las dejé a quien lo fuera a ocupar después de mí.
Yacía sobre la cama todavía vestido cuando el primero de esos vehículos ignoró la hilera de semáforos que custodiaba una calle por demás abandonada. Recordé instintivamente cómo rebotó el cuerpo del Flaco en la acera aquella noche en que fuera del Olvido lo lanzó a la mierda una patrulla.
A pesar del escándalo no hice ni el más mínimo esfuerzo de asomarme a ver qué sucedía durante la noche. Últimamente cada vez que me asomaba a la calzada temía que los patrones de las putas fueran a quitarme todo lo que tengo. Intenté dormir y lo logré. A diferencia de los últimos tres años, el sueño no se hacía esperar: era profundo y era corto.
Lejano, escuché el resto de las sirenas al pasar. Fue hasta la mañana siguiente que me enteré de que esa misma noche habían tumbado a la Bestia. Me hice un atole de maicena y como todas las mañanas, me dediqué a poner de una en una mis pertenencias en la valija. Contra todos mis pronósticos no estaba, como te dije a ti que lo estaría, llena a rebosar.
Mientras tanto, afuera en la ciudad dio inicio uno de aquellos milagrosos momentos en los que todos se dedicaban a ayudar. Parecía un sueño. Había vivido algo similar el mismo año en que llegué, cuando luego de un tiroteo en una escuela primaria los vecinos se volcaron a las calles para llevar a los heridos a los hospitales. Aquella vez no pude resistirme a ayudar a pesar de las promesas que te había hecho. Esta vez no sentí la más mínima obligación de involucrarme.
Y eso que el peligro ya había pasado para mí.
Mientras nuevamente la ciudad se movilizaba, esta vez a la periferia, para llevar gasas a los heridos, ropa a los desafortunados, mortajas y consuelo para los muertos y sus vivos (respectivamente), yo me compré un helado. Por meses había fantaseado con el contenido de las pintas que guardaban tras los vidrios escarchados por el motor del congelador. Ahora me permití ese gusto pensando para mí mismo ya qué, hijueputas, mientras caminaba sin un rumbo definido, pero llevado por la rutina a mis mismos sitios de siempre.
En el parque en donde solían pasar el día entero los mexicanos casi que no encontré a nadie. Sólo los trabajadores del edificio titánico del frente seguían allí con su ropa manchada de polvo y su olor a cemento y sudor. Una vieja ciega deambulaba dando tumbos por las áreas verdes. El vendedor de periódicos continuaba sentado allí con resignación.
Yo también me senté y pensé en ti.
Como cada día de los últimos cuatro años me sentí tranquilo al saberte seguro y muy lejos, como cuando de niño me regocijaba el sonido de la lluvia a sabiendas de que los perros, las tortugas y toda la familia estaban conmigo dentro de la casa. La única diferencia es que tú no estabas conmigo, estabas en el epicentro del infierno, aquel que antes me hacía temer por tu seguridad.
Ahora se me hace que nuestra ciudad nunca ha sido tan perra como este otro lado de la calle. Mentira, me dirías y sé que tienes razón: perdí el derecho de opinar sobre ella el mismo día en que me fui.
Lamí hasta la última gota que quedaba en el cono del sorbete. Era mango-maracuyá, un par de frutas que en los supermercados aquí resultarían impagables. ¿Las conseguirán los de la heladería en lata? No dediqué demasiado tiempo a preguntármelo, me comí el cono mordida a mordida, haciéndome notas mentales para recordar ese momento que pensé que iba a disfrutarme más.
Busqué en el canguro una servilleta y me di cuenta de que había salido de la casa sin él. Antes pisaba la calle preparado y con miedo de que fuera ese el último día, por lo que me empeñaba en empacar bien: llevaba agua siempre, porque al principio desconfié de los bebederos, llevaba tu número y el de tu familia bien apuntados en el forro del pantalón. Esta vez no me propuse ser desordenado, simplemente se escapó de mí aquel ritual en el que antes se me iba la vida y el sueño.
¿Dónde quedó la tarjeta de la seguridad social que atesoré y cuya imaginada ausencia me provocaba siempre un ataque de pánico? Me la regaló un muerto. Le juré que iba a cuidarla con mi vida e iba a legársela a alguien más mientras me tomaba de las manos y me lanzaba su aliento fétido en la cara. Vos vas a saber cuándo es el momento de dejarla ir y a quién, me dijo mientras sus ojos se nublaban con lo que habría luego de conocer como las verdaderas lágrimas de cocodrilo: la sensibilidad de un homeless man. Me lo dijo y yo le creí, sentí esas palabras y agradecí que pudiera ver en mi futuro, sentí, como si me hubiera preguntado igual que Alicia:
¿Puedo rezar por ti?
Ahora que tengo todo el tiempo para vagar por la ciudad me doy cuenta de que me causa tirria esperar. Dirías que exagero, si me he quedado toda la vida sentado, pero la realidad es que esta espera nada tiene que ver con la que he hecho bien agarrado de los tubos de los buses hasta llegar a casa. Ni con la que hicimos tantas tardes afuera de los bancos durante la quincena. Ni la que guardaba cuando en una discoteca vos te parabas y yo me quedaba a ver cómo de forma segura se iban acercando otros hombres a tocarte.
Esta espera es como la de los hombres que quedaron soterrados bajo el peso de la Bestia.
Mientras pensaba en ellos allí sentado y descubría que la única urgencia que sentía era la de orinar, pasaron rodeando el parque un número exagerado de pick ups. No eran, como se acostumbraba hasta el día anterior, las camionetas que el patrón había mandado a recoger latinos para trabajar colgando como un péndulo en una de sus construcciones. Eran 4 x 4 que nos buscaban igualmente, pero en este día para ir a descombrar a los heridos. Juzgando por el aire muerto suspendido en ese parque, ya habían alcanzado a llevárselos a todos.
Me acomodé en el banco y no deseé que me llevaran a mí.
Tantas semanas perdidas buscando estrategias para que me escogieran y ahora yacía con una infinita pereza preguntándome qué sería de Rolando, el hombre que tú y tus amigos levantaron como padrotes una noche en la plaza central de la ciudad, llevándoselas de hombres ricos sólo porque habían conseguido un carro. Tenía el afro más apretado que había visto en la vida y aunque yo quería (para demostrarte una lección) que se viera triste, de hecho sonreía sinceramente. No recuerdo qué nos decía ni exactamente cuándo sucedió, los años pasados en ese pueblo han perdido algo de viveza en mi memoria. Los recuerdo vagamente, sé que significaron algo para mí y me digo constantemente a mí mismo que por lealtad, no puedo ni debo desprenderme de ellos.
Por lealtad también me fui de esa ciudad, por lealtad a ti. Pensé que alejándome lograría algo, te mostraría mi verdadera seriedad, con la que hacía planes pensando en el futuro y aquel sacrificio que estaba ansioso que me dejaras hacer, porque llevaba semanas sintiéndome atrapado, incapaz de encontrar otra manera de demostrar mi amor.
Cuando me cansé de ver la copa de los árboles me levanté y esta vez no vi hacia atrás: contrario a lo que puedas pensar de mí y mi incapacidad para cambiar, ya no soy aquel que después de sacar el sueldo del cajero se pasa volteando la cabeza para cerciorarse que no va dejando billetes tirados sobre el asfalto. Contrario también a lo que yo pienso de mí, no dediqué ni un gesto ni un segundo para despedirme de ese parque que no volvería a ver nunca.
Caminé el resto del día sin decidir un rumbo. Las calles ahora me parecían conocidas y más que hacerme sentir reconfortado, parecían entumecerme los sentidos. Ajeno a la preocupación las caminé, seguro que allí en ese momento no era verdaderamente necesaria mi presencia. Una hora más tarde y sin saber por qué, acabé en el sitio del accidente, donde se levantaba una polvareda inmensa como si hubiera sido segundos antes que la Bestia se había tumbado en el desierto para descansar.
Hasta aquí nomás
Habrá dicho el armatoste, como el chofer del bus que nos abrió unas puertas que deseábamos cerradas, luego del desfile del que salimos huyendo cuando la banda de matones del Central salió a darnos cacería. Nos dejó varados en un barrio muy similar al nuestro, pero desconocido, en donde nadie, absolutamente nadie, sentía tolerancia, orgullo ni piedad por el maricón hijo de Chuchita.
En el lugar del accidente en cambio, me recibieron como si me hubiesen estado esperando.
Un hombre duro como lo habrá sido tu padre me abrazó cuando me escuchó preguntar qué pasaba en español. Se quedó estrechándome un tiempo largo, innecesario, balbuceando algo sobre su hijo en un acento de cholo tan cerrado que me hizo preguntarme si alguna vez había estado al otro lado de la frontera. Luego, continuó escarbando en la pila de basura que se había convertido el paisaje del desierto.
A esas horas de la tarde ya se habían ido los bomberos y solo quedaban los residentes del barrio vecino y algunas monjas intentando enfrentarse a ese desastre. Mientras luchaban de forma inútil como bichos escalando una montaña, inmunes al olor de la carne quemada, los curiosos les observaban en el perímetro desde el que se habían apostado a observar el fuego con seguridad. Dos mujeres se abrazaban, parecía que al momento de soltarse se iban a deshacer. Conmovidos, se llevaban todos las manos a la boca y los primeros auxilios se convertían en arqueología a la luz intermitente de las patrullas del desierto cuya cercanía, por primera vez, no nos hacía correr.
En lugar de quedarme allí parado junto a ellos me acerqué, y antes de que supiera cómo, estaba yo también buscando en los escombros con un par de botas prestadas que acepté sin remilgos cuando me pidieron mis zapatos. Los espectadores se fundían con el cielo de la tarde y agradecí no estar más entre ellos. Como te dije, me he dado cuenta de que no hay cosa que deteste más que tener que esperar.
Trabajando allí: sin preocuparme por el paso del tiempo ni el horario de los buses al que siempre me acoplé religiosamente para poder volver a casa, me fui enterando de los detalles del accidente. Había ocurrido en horas de la noche mientras yo dormitaba sobre la cama pensándote y evitando recordar que en menos de quince días volvería a ver a mi mamá. Aunque yo pasé la noche ignorando lo que había sucedido, el resto de la ciudad había perdido el sueño desde que el estruendo que provocó la caída de la Bestia les sacudió.
Si un árbol cae en medio del bosque sin que nadie lo escuche, ¿realmente cayó? Me preguntaste en algún punto de las dos semanas en las que te empeñaste a hacer el propedéutico para entrar a estudiar filosofía. Yo me preguntaba más bien como osabas traicionarnos escogiendo un destino tan ilógico, por lo que me negué a responder. Llevaba ya aquí unos meses cuando recordé el momento en que me hiciste esa interrogante, y aunque me parecía igualmente ridícula, esta vez sí hice el esfuerzo de pensarla:
¿Realmente moriré? Me pregunté a mí mismo sin verbalizarlo en el viaje de camino cuando nos pararon en la camioneta. Acto seguido escuché un sonido extrañísimo que segundos después me di cuenta de que eran mis sollozos. Nunca en mi vida había llorado de esa manera, así que supuse por un buen rato que esa jaladera de mocos debía provenir de alguien más. Fue hasta que habíamos pasado veinte minutos varados con los buitres rondándonos desde lo alto, que retomamos el camino y pude dejar de llorar.
Me di cuenta en ese instante que podía perderme entre el desierto sin darte explicaciones y que de alguna manera extraña tú continuarías amándome por siempre. Mi cuerpo sería la madera derrotada de ese árbol y tú no, sino tu dolor, sería mi único espectador.
Luego de un par de horas de luchar contra el sol y el fuego, solo habíamos sacado a un muerto de las entrañas de la Bestia. Un grupo de mujeres se había acercado hacia nosotros y pusieron unas mesas para darnos de almorzar. Yo hubiera podido seguir buscando sin interrupción, pero acepté la comida que nos ofrecían y a la que hacía no tanto tiempo me hubiera aferrado con una desesperación feliz, la de toparme con la buena suerte de poder reservar un poco de dinero y hacértelo llegar al día siguiente.
Sentado junto a ellos no pude evitar sentir un poco de incomodidad. Había llegado allí por casualidad y ya no sabía cómo marcharme. Alguien dijo que pronto habría que pelear contra los policías para que permitieran continuar con las labores de rescate y ante los golpes de pecho que los demás se dieron con solemnidad, yo me sentí profundamente cansado. Contemplé la posibilidad de darme la vuelta e irme, pero el cholo continuaba mirándome desde su puesto en la mesa, contándome del terremoto del ochenta y cinco mientras empujaba con desgano la comida sobre el plato y solo tenía ojos para mí. Las puntas del bigote se le metían por ratos en las comisuras de la boca y su piel tenía un tinte rojo debajo del marrón.
Conforme siguieron pasando los minutos y las horas, fue haciéndose más grande el grupo de los espectadores. Se escuchaban los aullidos del coyote mientras comenzaba a hablarse de los oficiales que se habían tomado una vida el martes pasado a un costado de ese mismo muro. Yo metía como podía las manos entre los restos del acero caliente mientras espiaba en su conversación. Se sentía exactamente como cuando junto a la tele pasábamos tú y yo los domingos en la cama.
Cuando ya me había decidido a irme trajeron de algún lugar un par de luces de trabajo. La multitud reunida en el desierto celebró a quienes las conducían en un pick up. Treinta minutos después, saqué un cuerpo vivo del escombro y por milésima vez en el día volví a pensar en ti.
Me había trepado en un costado de la Bestia aprovechando la facilidad que ofrecían sus escaleras tumbadas para escalar. Los contenedores de esa manera se veían menos amenazantes, más pequeños que la primera vez que los vi atravesar la selva a una velocidad de vértigo. Comencé a recorrerlos de extremo a extremo hasta que me ganó el tedio. Los restos de aquel naufragio se extendían por kilómetros y las decenas de personas que habían ido sostenidas a su techo ya habían sido llevadas al hospital o a la morgue durante la noche anterior. Quise sentarme para poder detenerme a disfrutar el paisaje, pero pensé que igualmente en unos días dejaría de importarme ese recuerdo.
Caminé con destreza para volver de donde había llegado, hacia el campamento que comenzaban a armar las monjas y la gente que, sin ser familiares de las víctimas, acordonaba el lugar de la masacre. Comenzaba a atardecer y el horizonte se teñía de un rosado que me pareció poco natural.
De un segundo a otro comencé a escuchar unos sonidos extraños. Recordé que la patrulla ya venía y para mi sorpresa, no sentí aquel peso que me ocasionaban antes los nervios en la entraña. Quise seguir caminando, pero los sonidos más que parar se hacían más graves, me recordaba un tanto a los primeros aullidos de unas crías de coyote que vi en el desierto hace tantos siglos, cuando pensé que iba a morir.
Por fin, luego de unos segundos que pasé parado, quieto, sin decidirme si quedarme o volver, le vi. Cada milímetro de su cuerpo estaba cubierto de un polvillo marrón, a excepción de la plasta húmeda y alquitranada que le cubría a medias la cara. Lo descubrí cuando me agaché rompiendo el conjuro que lo camuflaba sobre los restos de la Bestia: le toqué y sobre mi piel aquel líquido tomó el color rojo de una alerta natural.
Por primera vez en quién sabe cuántos días, intenté que me escucharan. Alcé los brazos intentando llamar la atención del equipo de rescate. Estos se concentraban unos quinientos metros adelante y no parecían notar el sonido de mi voz.
Les di la espalda.
Me pregunté si debajo de aquella persona habría otras más. Su cuerpo había quedado extrañamente empalado entre dos barras y había vuelto a quedarse callado. Podría jurarte que en esa pulpa de carne quedaba intacto un ojo que luego de mirarme se cerró, calmándose y ofreciéndose al destino, pero no tengo voluntad para seguir mintiendo.
Sin saber si lo que observaba eran unas minúsculas figuras acercándose hacia mí, al este, o una señal de vida que me recibía ante mis pies, me lancé por un hueco entre el metal, un camino que se abría dentro del contenedor del tren y que quizás me llevaría hacia la segunda mitad de ese ser ni vivo y ni muerto, que colgaba salvándose su vida por el azar: el azar que lo propulsó hacia afuera y que lo condenó a pasar un día y una noche completa a la intemperie.
Una vez adentro comencé a moverme con calma. Me di cuenta casi de inmediato que había tomado una pésima decisión. Todo cuanto me rodeaba era carne o era metal, ardía todavía aunque hubieran apagado el fuego que siguió a la explosión varias horas antes. Usando los codos me impulsé, no recuerdo haber sentido miedo, pero sí calor. Dentro de la carcasa el horizonte yacía dado vuelta y yo era solo un hombre cuyo mérito más grande era seguir viendo.
Siete minutos después, nos sacaron a ambos de ahí.
Cuando volví a respirar el aire del exterior, lo que más me sorprendió, fue que no fuera considerablemente más fresco que el de dentro. Para entonces el grupo ya se había congregado a nuestro alrededor, y rescatistas y espectadores lanzaban vítores por igual luego de un momento de silencio. Se abrazaron y rompieron en llanto una vez se hubieron llevado a nuestro único herido a bordo de un carro al hospital. Los vi y por un segundo nada más quise cantar con ellos su himno.
En lugar de hacer aquello dejé que me sacudieran el polvo de la piel. Respondí vagamente a sus preguntas asintiendo, me negué ante la pregunta de si estaba lastimado. No, tuve que volverles a decir, más de una vez. Luego, un grupo se quedó inspeccionando sin éxito esa área del tren en búsqueda de otros cuerpos y los vivos me consagraron como un héroe.
Por lo que quedaba de la tarde no me dejaron levantar ni un dedo. Parecieron sacar de esa experiencia las fuerzas que ya se desvanecían a esas horas. Se movieron y conversaron como si apenas sintieran el cansancio, se abrazaron mientras me cubrían con una manta, colgaron su bandera en donde yo hubiera puesto un moño de luto, lloraron nuevamente sin asco ni vergüenza.
Eran casi las diez de la noche cuando volví a la casa. Para ese entonces la patrulla fronteriza ya rondaba más cerca el sitio del desastre, aunque aún no se atrevía a disolver esos esfuerzos. Envalentonados por mi único éxito, los rescatistas afirmaban que se pararían allí y no les permitirían declarar la zona como un camposanto. Las monjas daban su bendición, al igual que la única vez que Chuchita me hizo la señal de la cruz sobre la frente para despedirme.
Por mucho que intenté escabullirme solo, el Cholo insistió en llevarme hasta la casa. No reaccionó con asco siquiera cuando le dije la dirección, a bordo de su pick up de doble tracción me condujo hasta la puerta del departamento hablándome acerca de su hijo. Dijo que sintió que yo le entendería y no tuve ganas de contradecirle. Apenas le puse atención cuando me contó que hacía cinco años lo había subido él mismo a bordo de la Bestia para no volverlo a ver.
Giré la llave de la puerta y entré a la casa.
Aun me causaba novedad que después de tanto tiempo estuviera vacía. El Cholo permaneció parqueado a un lado de la calle un tiempo más, le vi mientras me acerqué a descorrer las cortinas para permitir que el poste de la calle iluminara la estancia. Me senté a comer. Sin hambre consumí la porción de comida que tenía asignada para ese día y con cuya paulatina disminución yo iba midiendo los días que quedaban. Contemplé la posibilidad de llamarte, pero la abandoné al imaginarte viviendo en la casa de siempre un jueves por la noche junto a tu familia.
Eso, como años antes, permanece igual: sigo pensando en ti como el primer día que me marché, seguro que, si me dieran la opción, en otro lugar podría convertirme en un hombre que pudiera ofrecerte algo y a quien tu madre haría sentar a la mesa luego de nuestro matrimonio.
Ya no me importa qué dirá Chuchita cuando se entere que el marica que ama a su hijo se hizo deportar.
No me importa al menos esta noche que continúo como he estado, lejos. Mañana será otro día y tú llegarás a salvarme de entre los escombros de un vuelo que aterriza durante la madrugada, de forma clandestina y con vergüenza, como siempre vivimos los dos en esa que nunca dejará de ser nuestra ciudad.
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CÓMO CITAR: Morales, Andrea (2021). A partir de aquí. En Antología de letras, dramaturgia, guion cinematográfico y lenguas indígenas. Jóvenes Creadores. G 2020-2021. México: Secretaría de Cultura-SACPC. Págs. 68-78. Recuperado de: https://bit.ly/3RyqQ10
Me encantó. Tienes más publicaciones?
ResponderBorrarHola!! Puedes conocer una muestra de su trabajo cinematográfico en este enlace. Saludos!! https://www.berlinale-talents.de/bt/talent/andreamariana-moralescalderon/profile
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