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"El volador" | Luis Manuel Montes de Oca | México en sus Letras | FONCA, JC 2020-2021

 

Fuente de la imagen: cortesía del autor Ideogram

Recuerda conectarte a la transmisión en vivo desde la página El Estudio de Damiana, en Facebook, el viernes 12 de agosto de 2022, a las 20:00 hrs.

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Semblanza

Luis Manuel Montes de Oca nació en el Estado de México en 1991.

Es Licenciado en Lengua y Literatura Hispánicas por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). 

Obtuvo el primer lugar del concurso "Naucalpan Entre Cuentos", y el tercer lugar en el Premio Nacional de Narrativa "Mi Barrio Mi Casa".

Sus textos se han publicado en revistas como Marabunta, Punto de Partida y Temporales.

En 2020 fue seleccionado para formar parte de la generación de Jóvenes Creadores del FONCA. 

El cuento "El volador"" se incluyó en la antología de becarios del SACPC de la generación 2020-2021.


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El volador


Ser expulsado de la Escuela de Niños Voladores no detuvo a Manuel Díaz de volar. Tampoco lo detuvo la necesidad económica; al contrario, insistió en seguir haciéndolo, y aún más por la enfermedad de su madre, a quien sólo le quedaban meses de vida, y que prefería vivirlos yendo diario a misa para encomendar su alma a la Virgen. Sabiendo que ella ya debía estar en la parroquia en aquel nublado Viernes Santo, Manuel se puso los lentes, el huipil, el penacho y las alas rojas y se dirigió al Palo Volador recién instalado en el atrio, repasando el discurso con el que convencería a los voladores ahí reunidos para que le permitieran uno o dos vuelos, suficientes para sacar un poco de dinero y comprar medicamentos que su madre requería para aliviar el dolor. 

No esperaba, sin embargo, que los tres voladores y el caporal lo recibiesen con los brazos abiertos, pues estaban en busca de algún incauto para completar el ritual. 

—Ya mero no llegabas—dijo burlón el viejo caporal antes de escalar el Palo. 

Manuel Díaz no quiso hacer preguntas. Estaba tan cegado por la coincidencia que, al notar que su madre salía de la parroquia, se precipitó hacia ella con una sonrisa plena y completamente opuesta a su estupor, igual que si un extraño la abordara. Manuel se apresuró a explicarle lo sucedido y entregarle sus lentes, cosa que hacía desde que se entrenaba en la Escuela. Ella los tocó con miedo, como si fueran a cortarle la mano, y los guardó en el bolso con cautela. Al verla así, Manuel pensó que la enfermedad empezaba a hacer estragos en su mente. No quiso ahondar más en el asunto, así que la besó en el cachete y corrió feliz al Palo Volador. 

Le sonrió a los voladores, aunque la miopía apenas le dejaba ver sus facciones. Sólo dos de ellos, de edades entre treinta y cuarenta, le devolvieron una tímida sonrisa. El tercero, que debía tener su edad, evadía la mirada de Manuel y se bajaba el penacho para ocultar sus ojos. Tenía en la barbilla una herida fresca, que Manuel dedujo debía provenir de una caída en pleno vuelo. La imagen de la sangre, más el reciente desconcierto de su madre, causaron que los funestos sentimientos que mantenía enterrados en su pecho brotaran. La zozobra creció cuando notó que los dos voladores que le habían sonreído se encaminaron con su madre y le entregaron un objeto extraño que ella guardó en su bolso con temor y ojos vidriosos. ¿La vieron tan pobre que le dieron una moneda? Ellos regresaron de sus pasos, pero Manuel no dejó de ver cómo su madre se frotaba el ceño, como si quisiera amarrarse la mirada y evitar que las lágrimas salieran. Sin entender nada, Manuel comenzó a marcar los giros con sus piernas temblorosas, una vez que el caporal, en la punta del Palo, dio inicio al son del perdón. 

Cuando le tocó escalar el Palo, sintió que el Viernes Santo quería apoderarse de él. Lo jalaban hacia abajo los gritos de los vendedores; ladraban los perros que parecían saltar y morder sus tobillos; las gorditas de nata de la vendedora al pie del mástil lo debilitaban con sus deliciosos olores, y la hilera de burbujas que acariciaba su espalda era una mano que le hacía cosquillas para provocar su caída. Manuel logró sobreponerse a la fiesta y tomó su posición en el cuadro. Observó de nuevo a los otros voladores. Seguían ignorándolo. Sólo el caporal soltó brevemente la flauta para gritarle: 

—Acuérdate! ¡Como Jesús en la cruz! —y extendió los brazos un instante, marcando la posición de los brazos durante la caída, para luego continuar el canto giratorio de la flauta y pegar al tamborcillo con un palito. 

El bastidor empezó a girar. Las dos torres campanario de la parroquia, la estatua de San Miguel Arcángel venciendo al demonio, y el "Viva Cristo Rey!" escrito en piedra en el cerro de San Juan, se licuaban en su mirada. El Viernes Santo, ahora con forma de soga, se enredaba en sus piernas. 

El caporal dejó de zapatear y de golpear el tamborcillo por unos segundos. Un silencio único se manifestó para los voladores. Mudos relámpagos latigaban las nubes. El caporal tocó de nuevo. Al instante, cayeron de espaldas y volaron. 

La tierra se tornó vaporosa. El cielo se revistió de piedra y se llenó de fieles más corpóreos. ¡Viva Cristo Rey!El demonio vencía a San Miguel Arcángel. Mi mamá se va a morir, pensó Manuel, y aunque el pensamiento ya había sonado en su cabeza, era la primera vez que su eco se expandía al grado de que todos sus miedos, usualmente guardados, salieron volando junto con él, y ajustaban más fuerte el nudo que lo mantenía atado al espiral. Mientras más se aproximaba a la tierra, más imágenes le llegaban de su madre enterrada, y más se alejaban ambos del cielo. La fuerza levógira amontonaba en la mirada miope de Manuel a vendedores, peregrinos, cruces, familias, perros, burbujas y miradas, como la de su madre, al borde del llanto; y al verla, Manuel Diaz olvidó girar sobre sí mismo para aterrizar limpiamente, y se estampó en el huacal de gorditas de nata, esparciéndolas por el atrio. 

Las carcajadas llenaron los oídos de Manuel, quien se levantó de golpe aunque el mundo insistía en girar. ¡Con una chingada, de una vez vean cómo me van a pagar!, gritó la vendedora de gorditas. Manuel logró equilibrar la mirada y vio a su madre recibiendo los gritos energúmenos del volador de la herida en la barbilla, seguro reclamándole la torpeza de su hijo. Ella no dejaba de ver al caporal con los ojos abnegados en lágrimas, como si le pidiera disculpas. 

Tan abatido estaba Manuel Díaz que decidió huir del atrio sin tomar sus lentes del bolso de su madre. Atravesó la multitud, evitando acercarse a las manos que lo señalaban y parecían querer atraparlo. A su ceguera se sumó una leve sordera, pues un pensamiento suyo era más ruidoso que todo el Viernes Santo: cómo chingados no voy a volar. 

*****

El bosque está en completo silencio hasta que Manuel Díaz emerge de la cueva. Un vistazo al encapotado cielo le es suficiente para confirmar su aterrizaje limpio en el pasado. Creyó que se perdería en los laberintos del tiempo, o que simplemente desaparecería, tal y como le pasó a su padre, ansioso por ausentarse de él y su madre para revertir los errores de antaño. Pero ahí está, sano y salvo en el mismo Viernes Santo gracias a las cuevas, y tras haber esperado un año entero. Tras haber enterrado a mamá. 

De la impresión no observa la rama saliente en la tierra y se tropieza, raspándose el mentón. Aún así, no deja de sonreír. Se levanta, recoge su morral y sus lentes, y acelera la marcha por el Bosque de Los Remedios, esta vez con una mirada seria, nomás te caes otra vez... 

Llegando al atrio abre el morral y saca los botines, el huipil colorado y el penacho. Confirma que adentro sigue el billete con el que intentaría sobornar a alguno de los voladores. Mientras se cambia de ropa, observa al gentío que da vueltas por el atrio. Surgen de pronto, por la entrada del estacionamiento, el caporal y los otros dos voladores. ¿Y el tercero?, se pregunta Manuel, pero no se distrae más y se encamina a la parroquia, cuidando que no lo vieran. Sentada en los bancos más alejados del altar, donde el padre dicta las Escrituras, está su madre. Verla viva le produce sentimientos tan sobrecogedores que siente el mismo vértigo que cuando está en las alturas. Hace su mayor esfuerzo por ocultar sus náuseas cuando se sienta a su lado. Ella voltea y enseguida adopta una actitud de reproche al verlo vestido de volador. ¿Qué te pasó en la cara? ¿Vas a seguir volando? ¿Qué vas a hacer cuando seas grande? Balbuceante, Manuel sólo atina a contestarle que la espera afuera mientras le entrega sus lentes. 

—Ya te estabas tardando —le dice el caporal con su sonrisa chimuela en cuanto llega al Palo Volador. Guarda el billete que creyó indispensable para que uno de ellos le cediera su lugar, y toma su posición. Intenta no prestar atención en nada; y aún menos en la llegada del Manuel Díaz de hace un año, aunque mecánicamente se acomoda el penacho hacia abajo para disimular. Ignora a los dos voladores que van con su madre a darle limosna, así como al desconcierto de ella. Se concentra en aflojar el cuerpo y recordar la maniobra para aterrizar sin contratiempos. 

Manuel Díaz vuelve a volar. Todo él es un colorido molino de brazos y piernas. Las familias en el atrio se fijan en el más acrobático volador de los que conforman aquella colorida pirámide. 

Manuel Díaz gira sobre su propio eje para aterrizar grácilmente, pero escucha el estrépito del Manuel Díaz del año pasado, quien se estampa contra el puesto de gorditas de nata. 

Escucha de nuevo las carcajadas. Las burlas. El fracaso de los Díaz. ¡Con una chingada, de una vez vean cómo me van a pagar!, grita la vendedora de gorditas de nata. Vencido una vez más, Manuel se quita la soga de la cintura, y avanza hacia su madre, quien ni siquiera había visto su perfecto aterrizaje, pues no deja de llorar y de mirar al caporal en la punta. 

—¿Por qué no crees en mí? —pregunta a gritos Manuel, sacando todo el miedo guardado. Ve de reojo al Manuel Díaz del año pasado, que, rodeado de carcajadas, camina sin mirar atrás a la salida del atrio—. ¿Ni siquiera porque lo hice bien? ;Aunque sea mírame! 

—Mírate tú, Manuel, cómo vuelas —dice ella, señalando al cielo con la mirada. 

Manuel Díaz no mira hacia arriba enseguida. Confundido, abre el bolso de su madre y mete la mano, creyendo que encontraría sus lentes y los de Manuel Diaz del año pasado. 

Encuentra cuatro lentes. El mundo deja de girar. Se detienen sus náuseas. 

Toma unos al azar y observa a su alrededor. Las facciones claras de los otros voladores, ocupados en pedirle disculpas a la vendedora, se le revelan. Alza la mirada. Observa la sonrisa del caporal. 

El caporal despega de nuevo la flauta de sus labios y extiende los brazos para recibir la lluvia. Un silencio único para él se forma. Extrae sus lentes ocultos en el huipil, y se los coloca para ver mejor a su madre de regreso en la tierra, rodeada de más gente renacida. Vuelve a tocar la flauta, a golpear el tamborcillo, y a zapatear al ritmo del Viernes Santo con la mirada hacia arriba, sintiéndose cerca de donde también vuela ella. 


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* Nota de Damiana. En la edición original, la frase ¡Viva Cristo Rey!, se encuentra girada 180 grados. El editor de Blogger no permite insertar textos en diferente posición.

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CÓMO CITAR:  Montes de Oca, Luis (2021). El volador. En Antología de letras, dramaturgia, guion cinematográfico y lenguas indígenas. Jóvenes Creadores. G 2020-2021. México: Secretaría de Cultura-SACPC. Págs. 62-67. Recuperado de: https://bit.ly/3RyqQ10 

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