Semblanza
Aniela Rodríguez nació en Chihuahua, en 1992.
Estudió Letras Españolas en la Universidad de Chihuahua y es Maestra en Letras Modernas por la Universidad Iberoamericana. Obtuvo el Premio Nacional de Cuento Joven Comala 2016 por El problema de los tres cuerpos, así como el Premio Chihuahua por el cuento El confeccionador de deseos en 2014.
Fue beneficiaria del Programa Jóvenes Creadores del FONCA en el área de cuento, en 2014 y 2019, así como del Programa de Estímulos al Desarrollo Artístico de Chihuahua en 2016. Fue seleccionada en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara para integrar la edición 2019 de ¡Al Ruedo! Ocho talentos mexicanos. En 2021 fue seleccionada por la revista Granta como uno de los 25 escritores jóvenes en español.
Ha publicado Insurgencia (ICM, 2014), El confeccionador de deseos (Ficticia, 2015), El problema de los tres cuerpos (FETA, 2016). También ha colaborado en Lados B: narrativa de alto riesgo (Mauricio Bares, Tierra Adentro, 2016), y 22 voces, vol. 2 (David Miklos, Malaletra, 2017).
El cuento "Espíritus de tomar", se incluyó en la antología de becarios del FONCA de la generación 2019-2020.
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Espíritus de tomar
Esto no tiene ningún pinche sentido, repitió frente al espejo después de bañarse, con la sangre escurriéndole de la entrepierna. Era la primera vez que se pensaba eso de dejarlo, pero luego volvía y recordaba que no, que la cosa no era así, después de todo él era el único cabrón que, según sabía, le había conocido las peores mañas y los rincones más secos de su cuerpo, a fuerza de cabalgarla tantas veces por el ansia de tener un hijo que nomás no llegaba. Para su buena fortuna, la imposibilidad del hijo ese y la terquedad de una mula se le fundieron en un mismo envoltorio y así, aterida por el ardor en la entrepierna de tanto coger y coger se había montado en un camión que la llevó a ver a la Damiana.
Es mucho decir que era una mujer, la Damiana; su naturaleza más bien se balanceaba entre la gracia de un azotador y el pasmo de una babosa. Vengo a que me ayude, madre, le dijo, traigo dinero suficiente, si eso es lo que quiere, y la Damiana, nomás levantando la cabeza, le agarró el billete de quinientos y le preguntó qué venía buscando, porque aquí según el sapo es la pedrada.
Ella pensó primero que esa mujer no le daba ni una pizca de confianza, pero luego se acordó de la ingle enrojecida, del sarpullido que no se controlaba ni a compresas tibias de manzanilla y ya no le dolió tanto sacar otro billete y decirle, vengo porque necesito que me deje panzona de mi viejo, que a lo mejor ya no me quiere o quién sabe, y la Damiana, que se negaba a hacer un solo gesto de aprobación o de enfado, tomó un par de frascos y le contestó, mira hijita, lo tuyo es un favor muy grande, y la Comadre cobra como si fuera nuevo, así que tú vete haciendo a la idea de que un día vas a tener que pagárselo y a lo mejor te va a doler un chingo pero no te vas a repentir, muchacha. Tráete una hoja y apúntale, que si no se te va a olvidar todo esto.
Cinco meses después el truco estaba hecho: había quedado panzona del Amado. Le puso así porque en el fondo sentía que necesitaba darle un nombre que le recordara que sí, que lo quería, porque era un milagro que vino a curarla de la hinchazón y del enrojecimiento. Que había venido a bendecir esa casa con todo el amor que un niño puede dar, y no porque fuera el perro pretexto para que ese cabrón que le conocía las peores mañas se quedara a su lado.
Todo había sido como comprar un par de veladoras, decapitar un gallo con el cuchillo de la carne e inundar la casa con el aroma del copal y el romero achicharrándose en el sahumerio. Total, que cinco meses después llevaba el bulto en el vientre y hasta estaba comenzando a presumirlo a las viejas chismosas de la cuadra, para que vieran que sí, que a ella su tejo sí la quería, no como a otras, que nada más las tienen para que les alcen la casa y les tengan lista la caguama fría cuando vuelven.
Y cuando estuvo lista para ver nacer a su chamaco, y ya que el señor había vuelto a mirarla a la cara y que incluso le hablaba con un dejo de cariño entre los dientes, ella se había convencido de que la Santísima prometía y cumplía, y así se fue creyendo todo ese idilio del embarazo y el matrimonio feliz por un par de semanas, meses enteros, hasta que un día, mientras trataba de impermeabilizar el techo, el viejo dio un traspié y se cayó de la azotea, que finalmente no estaba tan lejos del piso, pero cayó de boca y el cráneo se le fracturó al instante, dejando un charco colorado que lo envolvió todo con su delicadeza.
Así se las cobra la Flaca, hijita, yo no hay nada que pueda hacer por ti: el chamaco se te dio, ¿a poco creías que era de a gratis?, le dijo la Damiana el día que fue a verla, puños apretados y el cabello revuelto porque no encontraba siquiera la gana de arreglárselo: ya no le importaba que nadie la viera, estaba hasta el huevo de escondérsele a las canijas chacoteras que no la bajaban de matamaridos, de ave de mal presagio.
Fue a visitarla no porque creyera que ella podría regresarle a su viejo, pendeja tampoco era, pero sí porque algo allá adentro se la estaba comiendo: esa necesidad de ver cómo funcionaba la chingadera esa de la Flaca, por qué cobraba tan de chingadazo, y cómo se le llegaba a conocer de cerca. Ella quería ponérsele enfrente y dejarle saber que la admiraba. Que aunque se hubiera llevado al jodido ese, le había hecho entender que ella no necesitaba a nadie ahí metido rascándose los tanates, sin hacer nada. ¿A dónde le llamaba uno, en qué buzón podía echarle sus respetos y sus agradecimientos? La Damiana le dijo que a la Santa Muerte uno no la invoca así nomás: la patrona tiene su carácter, pero aquí estás ya, muchacha, y yo quiero que triunfes en la vida. ¿Tienes tiempo? Te voy a enseñar lo que es ponerse del lado bueno de la moneda.
Como no tenía nada que hacer, la mujer se quedó a platicar con la Damiana. Entre el olor a yerbas y a vinagre empezó a familiarizarse con los términos y las súplicas y los rituales extraños que pasaban hora tras hora en ese cuartucho. Miró los dedos ágiles de la vieja hacer de todo con una baraja; la vio restregarle un ramo hecho de saúco, estafiate y pirul a los cabrones que le llegaban con cualquier clase de peticiones inverosímiles: desde atraer al amor de su vida hasta darle un escarmiento a algún pelado que se había pasado de listo. La Damiana asentía a cada plegaria y para casi todas tenía una salida digna. Así fue aprendiéndole día a día; a decir verdad, no tenía otra cosa mejor que hacer.
Metida en la casa se habría vuelto loca: el recuerdo del marido estampando la mejilla contra el pavimento todavía lo sentía fresquito y ver a Amado no lograba regresarla al estado al que estaba acostumbrada: el de sobrecogimiento eterno, el de sentarse a pensar en algo todo el día, algo que uno entiende qué es pero que ocupa todas las horas del día como un parásito, y luego se va, sin más, y nos deja con las manos vacías y la cabeza toda enmarañada.
Reconvertida en una persona más sabia y más fuerte (o, al menos, eso era lo que ella pensaba), la Damiana la dejó partir después de un par de años. La Santa ya está reclamándome, hija, y mejor que te encuentre lejos. Aunque a ella le dio harta pena despedirse de la vieja, supo que estaba lista, que ahora su vida tenía un propósito y por más que todavía no pudiera ver al Amado a los ojos sabía que su misión era, a lo mejor, seguir los pasos de la ruquita y tomar un camino con el que más o menos pudiera augurarle algo mejor al chavalo que ese cuartito en la Inalámbrica donde había aprendido lo que era el hambre, la sed, el miedo.
Puso sus esperanzas en la Niña Blanca: comenzó por comprar un par de estatuillas made in china que se vendieron como pan caliente en el tianguis de la colonia. Luego le dio por retacarse de medallitas, velas pa los milagros y pa los amarres, estampitas de vario color, todas con un significado o un propósito distinto. Y con el tiempo, la mujer entendió que el verdadero negocio estaba ahí, que la gente creía y que no iba a dejar de creer y a ella más le valía creer a su lado.
Y por eso después de un rato de andar vendiendo toda suerte de souvenirs de la Muerte, se dio cuenta de que necesitaba expandir su negocio, ser una visionaria, como dice la gente de dinero que sale en la televisión vestida con trajes sastre y joyas muy caras. Así, en aquel puestito donde apenas cabían sus carnes y sus menjurjes, comenzó ofreciendo limpias a un precio bastante razonable, que casi cualquiera podía pagar, y como había que peregrinar hasta el centro para hacerse un trabajito, a la gente le gustó tenerla disponible a tiro de piedra, por un servicio mucho más barato y que les dejaba el alma bien lisita por el rincón que uno se le asomara.
***
Es cierto: la mujer ya no recordaba verlo rondando por las tardes, esperando que cerrara el local, ahí parado nomás, sin hacer nada más que ver a la Santa vestida de blanco. Lo conocía de verlo paseando por ahí, acercándose a ver las estatuillas, de decirle si no compra no venga a espantar a los clientes, pero el cabrón había desaparecido y aunque no era de aquellas que se asustan fácilmente, algo en su interior le había dicho que podía fiarse de un pelafustán como aquel. Porque, aunque a simple vista fuera un botudo entre muchos, había aprendido a vivir con su presencia jorobándola tarde tras tarde; a veces compraba algo, sí, pero más bien venía porque el olor del incienso lo hacía olvidar tanta podredumbre y tanta muerte que hay allá en la calle. También de repente le rezaba al altarcito de la Flaca que está en una esquina. Hace dieciséis años que la Damiana la dejó libre para seguir sus enseñanzas y ahí está, después de tanto: una vida dedicada a la devoción y a la esperanza, a los yerbajos y a las horribles mezclas avinagradas que nunca dejarán de provocarle náuseas.
Es cierto, también, que él ya le había echado el ojo desde hacía tiempo. En su movida la cosa estaba muy loca y en cualquier momento venían a quebrárselo, porque en estos bisnes donde se mueve el plomo, nadie es imprescindible. Bautizado bajo la fe católica, apostólica y romana, el muchacho no encontraba cómo sacarle plática a la rolliza mujer que se escondía detrás de un mostrador repleto de pura pendejada tétrica y olorosa. Había escuchado de la Flaca y le habían contado de su poder ante las causas perdidas, mucho más grande que el del dichoso San Juditas.
La mujer no entendía bien a bien qué se le ofrecía y tampoco se le ocurrió preguntarle. Dejó que el muchacho solito fuera abriéndose camino, porque si se le iba a dar la gana qué bueno, y si no, que se fuera mucho a la chingada, pero que no estuviera mosqueándole a los clientes. Eso le iba a decir un día, pensaba, cuando al fin terminara de sacarla de sus casillas. Pero no lo hizo y fue él quien vino hacia ella, ¿aquí también hacen trabajos de esos, oiga, de los más pesados?, le sentenció sobre la mesa y luego pensó que quizás había sido muy blando, nomás un puñetas diría algo así, entonces hizo lo que hombres como él se espera que hagan. Se levantó la camisa y acarició la cacha de la pistola, nada más porque sí, porque podía, ¿para qué más iba a hacerlo? Pronto se dio cuenta de que eso a ella la tenía sin cuidado, depende de lo que ande buscando, reviró ella, con la mirada fija en la sonrisa del otro.
¿Qué iba a andar pensándolo? Se sacó la cartera y le dijo: hágame pues un amarre pa que a este cabrón se lo cojan pero bien duro. Dígale a la Flaca esa que le dé hasta por donde ya no aguante. La mujer lo miró con los ojos bien pelados, pero en este negocio el que manda, paga. Roció la fotografía del sujeto con sabe qué aceites, la sumergió en un líquido café y ahí la dejó, con una veladora que dejaba ver los huesitos de la patrona. Ahí ta, joven, dos mil pesos y vuelve ya cuando le haya cumplido el favorcito.
***
El primero al que tuvo que echarse fue al Jomi, un cholito de ojos caídos que llevaba rato de chapulín. Había escapado a la organización y con eso ya creía que podía construir su propio imperio y ser su propio jefe, puras mamadas que les enseñan ahora a los jóvenes y que creen tan fáciles como meterse un dulce a la boca. Total, que el cabrón le llevó la foto del Jomi y le pidió que se lo ofreciera a Flaca. Pagó por él una buena lana, porque no confiaba en hacerle un trabajo más pequeño que nada más lo sacara de la cancha. Dos meses bastaron para que el Jomi apareciera trozado en dos (o quién sabe en cuántos pedazos) encima de las vías del tren. Rebasado con un buen pasón de heroína, se había quedado dormido ahí encima. El tren no había alcanzado a detenerse porque el Jomi, que llevaba una camisa color terracota, se confundía de lejos con el paisaje desprolijo de la periferia.
Así que funcionaba. Y funcionaba como él lo había querido. Por eso fue a verla unos días después, para agradecerle el paro que le había hecho (un paro que, toda verdad sea dicha, le había costado seis mil grandes). A él le valía verga no seguir el método tradicional; finalmente, estaba protegiendo a su cuadrilla de no dejar un rastro de sangre. Los pendejos sicarios le importaban cuatro chingadas; lo que realmente quería era hacer el menor ruido posible, que no hubiera huella alguna de su paso por este negocio. Así empezó un pacto con el que ambos salían muy bien parados. La mujer recibía una iguala mensual por sus servicios, por los que incluía una cantidad límite de muertitos y otra de chambitas, que casi siempre derivaban en enfermedades crónicas o en espíritus que, de tanto rondarlos, terminaban pirándolos de a tiro.
A la Blanquita, como le decían de cariño, le ofrendaban gallos, liebres, aves de rapiña; le prendían veladoras blancas y moradas; le dejaban mensajes de agradecimiento y la brasa del sahumerio se agotaba dejando impregnado su aroma por todos lados. Poco a poco comenzaban a caer las gentes, envenenadas por el vicio, muertos por situaciones inverosímiles, arrojados a la depresión o a la tirisia. Él supo que la mujer era buena en su trabajo: la había visto, año tras año, meterle enjundia a cada trabajo por igual y aunque no entendiera bien a bien si era la fe lo que terminaba por darles el último azote, o se trataba de un don que la mujer tenía, no podía negar que se había convertido en uno de sus soldados más valiosos.
Junto a los cadáveres y a los enfermos, llegaron también buenas noticias: la riqueza y el éxito para él; la oportunidad de salir de esa vida de mierda para ella, que ya no era una muchacha, pero tenía toda la vitalidad que necesitaba aún para salirse a los bailes y a las reuniones en las plazas. Se había convertido en una celebridad en su pequeña colonia, porque su pacto con la Santa era innegable: todo lo concedía, a todo le daba una solución, siempre y cuando el cliente estuviera dispuesto a entregarle algo a cambio y la verdad de las cosas es que, ya encarrerado, a uno le vale siete chingadas lo que deba sacrificar para cumplir con sus propósitos: estamos cortados con la misma tijera, hechos con ese mismo ingrediente que nos avienta hacia la carroña.
No era ningún secreto que el imperio de la mujer había crecido hasta convertirse en una parada obligada para los creyentes de la Flaca: ella vino a calmar el ansia y a sacarnos del hoyo donde estábamos. Y a él le dio el poder que necesitaba, las manos limpias de sangre, la conciencia tranquila, un chingo de plata en el bolsillo. Pero el triunfo no es siempre de los que más tienen.
***
No sirve la sangre para limpiar con ella otro charco de sangre fresca: bien lo entendía pero ese día no quiso verlo, cuando el hombre le llegó con la fotografía en la mano y se la dejó plantada en la mesa, haga lo que tenga que hacer, le dijo y se marchó como si no supiera quién era el del retrato, como si incluso ignorara que ese de los ojos tristones y los labios hinchados era nada más que el Amado: un morrito precioso si es que se le quiere ver así, pero un hijo de la chingada que a sus dieciséis años estaba metido hasta las trancas en el vicio y nada más andaba cagando el palo ahí del lado de los contras.
Ella, que había sido su madre durante tanto tiempo, nomás no había sabido ver las cajas de zapatos retacadas de droga que había debajo de su cama y se había negado a preguntarse por qué todos los días llegaba a la madrugada y no se le volvía a ver durante días.
¿Quién chingados era ese jodido para cortarle así sus planes de vida que, al tiro, al tiro, eran casi todos por él? Amado, de todos los pinches morritos pendejos había sido su Amado, que tanto le había costado y por el que lo había arriesgado todo y ahora qué le quedaba más que verlo deshacerse ahí, achicharrada su fotografía en una pila de leña verdeo descarapelada por los tantos agujeros que se le harían en la carita y digo carita porque era todavía un niño: pendejo, sí, pero su niño.
Un trato es un trato, pensó la mujer, que tonta no era, y por eso, después de pensarlo un buen rato, colocó todos los ingredientes y preparó la mesa. No tuvo que preguntárselo dos veces: tomó los alfileres, encajó dos o tres en la cabeza de aquella fotografía todavía difusa y escribió en un trozo de papel algo así como todo lo que hay aquí debe morir, o quizás no era eso, pero la idea era la misma. Con el cuello hecho un nudo, atravesó de madrugada las calles hasta llegar al cementerio, donde echó el frasco en el que había puesto al futuro muertito, junto con un puñado de chiles secos y un círculo de sal que impedía la salida de los malos espíritus al mundo. Cansada, dolida por un trabajo que no habría querido hacer nunca, volvió a casa. Esa noche durmió a ras de suelo, repitiéndose una y otra vez que ahí abajo ningún espíritu iba a encontrarla para venir a jalarle las patas por lo que acababa de hacer.
La noticia tomó varios días en llegar hasta su puerta. En el fondo le gustaría haberse equivocado, haber errado las palabras del hechizo o meter la pata en la forma en que encajaba los alfileres. Pero no lo hizo, porque, ante todo, y por más que no quisiera, ella era una chingona en su negocio y su trabajo era impecable.
Por eso ese día le costó tanto prender la tele, que era su mueble de confianza, y ver el cuerpo ahí tumbado, al lado de una silverado negra, con la boca abierta como si todavía estuviera esperando gritarle a alguien; como si quisiera sacudirse y balbucear que él no era al que la muerte venía buscando. Que a él no le tocaba, que él estaba protegido por la Flaca y la mujer que lo cuidaba con sus limpias y sus pociones extrañas y sus círculos de sal. Le habría gritado, una y otra vez, que él no era su hombre, que esto tenía que ser un error de cálculo, yo no soy ese, carnalitos, se están equivocando: yo traigo a la muerte de mi lado.
La mujer se sentó a ver el noticiero de la mañana y ahí escuchó por primera vez su nombre: Arturo M, reportado muerto en una balacera en Puerto Perdido. Había ensayado ya la mueca de sorpresa y de horror que pondría frente a los demás al enterarse de la noticia y la repitió, segura de haber despistado a cualquiera que estuviera por ahí de chismoso.
En casa, Amado escuchó la noticia sin una nota de asombro. Su fotografía, la que había llegado con la instrucción de quebrárselo de inmediato, ahora relucía sobre la mesita de noche de la mujer. Aquel muchacho nunca entendería que, unas semanas atrás, a él también le correspondía un frasco, un amarre y diez impactos de una calibre 50 (dos de ellos, mortales). Que, en un acto casi de prestidigitación o de justicia divina o vaya usted a saber qué mierda, su madre había cambiado la condena de su hijo por la de un hombre normal, al que había visto día tras día los últimos diez años; Arturo M, se llamaba el hombre. Después de todo tenía un rostro y se parecía tanto al suyo y al nuestro, con la diferencia de que ahora, ahí tumbado junto a su camioneta, su boca no conocería más que el sabor amargo de su propia sangre.
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FUENTE: FONCA (2020). Antología de letras, dramaturgia, guion cinematográfico y lenguas indígenas. Jóvenes Creadores. G 2019-2020. México: Secretaría de Cultura. Recuperado el 10 de febrero de 2022 de: https://fonca.cultura.gob.mx/jovenesCreadores2020/img/antologia_jc_2020.pdf
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