Ir al contenido principal

Tiempo de lectura

"Los perros". Emanuel Bravo Gutiérrez | FONCA | Jóvenes creadores | 2019-2020

Fuente de la imagen: Fotografía de perfil en Facebook Ideogram

Haz clic en la imagen para acceder al Live el 31 de marzo de 2022, a las 20:00 hrs.
[Video disponible hasta el 29 de abril de 2022]

Semblanza

Emanuel Bravo Gutiérrez nació en Tehuacán, Puebla, en 1992.

Es licenciado en Lingüística y Literatura Hispánica por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP). Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas (FLM, 2016-2018), del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA, 2020), así como del PECDA Puebla (2021).

Ha publicado en Este País, Círculo de Poesía y La Palabra y el Hombre. Actualmente es profesor de literatura.

El cuento "Los perros", se incluyó en la antología de becarios del FONCA de la generación 2019-2020. 

o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o

Los perros

Mi madre no quería perros en la casa. Por el contrario, mi padre insistió hasta tener uno, y así fue como un martes llegó con un cachorro de pastor alemán. Lobito, lo llamamos. 

Al principio me producía desconfianza; no solo Lobito, sino todos los perros con los que me cruzaba. En realidad no temía a los animales en sí, sino sus ladridos. Ese sonido que yo era inca-paz de entender y de abarcar con el pensamiento. 

Mi padre detestaba mi fobia, no sabía cómo lidiar con ella, la consideraba impropia y contradictoria de un niño, porque todos los niños aman a los perros y viceversa. Y es que cuando yo tenía cuatro años, un perro me persiguió una mañana de sábado por toda la casa. No recuerdo qué raza era, solo que tenía mucho pelo y que era grande, aunque a los cuatro años cualquier cosa, ser o evento resulta desmesurado si escapa a tu voluntad. 

Esa mañana había salido al patio y me encontré con aquel perro que había traído mi abuela, que quizá solo buscaba jugar conmigo, pero yo no lo entendí. Abrió sus fauces. Colmillos afilados. Ladró. Corrí hacia la casa y escuché cómo sus garras chocaban contra el piso para emprender la carrera. Fui hacia la cocina y doblé hasta mi cuarto, tomé una sillita a modo de escudo y me trepé a la cama. Él me siguió hasta ahí. Grité para que mi madre viniera a salvarme, para que mi padre me auxiliara. Recuerdo también las lágrimas de terror. Después mi abuela me diría una y otra vez que el perro sólo quería que le acariciara el lomo o le arrojara una pelota, pero en ese momento mi cabeza era presa de los ladridos, los colmillos, el torbellino de pelo, las garras arañando la superficie de la silla. 

Mi abuela escuchó los gritos y sacó al perro de la habitación. Luego llegaron mis padres y me encontraron hecho un ovillo que lloraba de forma entrecortada. El perro lo asustó, explicó mi abuela. Y mis padres confiaron en que la mente de los niños es proclive al olvido. Supieron que algo andaba mal cuando salíamos a la calle y yo buscaba cambiar de acera si un perro se nos acercaba o que, cada vez que escuchaba un ladrido, mi espalda se tensaba como el erizar de los gatos. Fue así como mi madre dictaminó que lo mejor era no tener perros en la casa, o por lo menos durante un tiempo, en lo que yo crecía y aprendía a lidiar con eso, pero mi padre buscó la manera de socavar la sentencia materna. Fue así como uno de sus amigos le regaló un pastor alemán para que yo aprendiera a sobrellevar mi miedo. 

Avancé lentamente con mi afecto hacia Lobito, habían pasado unos tres años desde el incidente con el perro de mi abuela y para ese entonces me resultaba absurdo y difícil conservar aquella fobia. Lobito era un cachorro de moderado entusiasmo, lo cual ayudaba bastante. Aprendí a acercarme a él sin que saltara sobre sus dos patas, que permaneciera quieto mientras mis manos recorrían su pelaje, o sin que meneara la cola. Por otra parte, mis hermanos reaccionaban sin tiento y de forma espontánea, como corresponde a un niño comportarse con una mascota. 

La placidez inusual de Lobito hizo sospechar a mi padre. Ese perro no está bien, comentó después de una comida. Tenía razón. Cada vez veíamos su ánimo más apagado. Rara vez salía de su casita, cada vez pasaba más horas durmiendo. Su avanzar se hizo lento, torpe. 

Lo llevaron al veterinario. El diagnóstico fue moquillo. 

Al cabo de unos días, Lobito dejó de comer. Y la noche siguiente lo vimos salir de su casita para vomitar en medio de irregulares estertores. Mi padre lo llevó a la veterinaria "El arca de Noé". No regresó hasta la mañana siguiente. Imagino a mi padre incapaz de dormir o regresar a casa pese a que los veterinarios le insisten que estarán pendientes del cachorro y realizarán una llamada por teléfono en caso de cualquier noticia. Mi padre, un hombre que aún no ha cumplido los treinta años, con un amor infantil y genuino hacia los perros, les dice que no es ninguna molestia estar ahí, que no puede volver a casa hasta que su mascota esté sana y así poder confortar a sus tres hijos. Sé que aquella noche la pasó cerca de Lobito en una pose patética: sosteniéndole las patas, acariciándole la cabeza, el lomo que era presa de vómitos. Quizá Lobito se sintió seguro y agradecido de que su amo estuviera con él en ese lugar de superficies metálicas, frías, de aromas penetrantes, ácidos y artificiales, de manos enguantadas que lo examinaban sin cariño y que le introducían en la carne agujas y tubos. 

Mi padre llegó a la mañana siguiente. Tenía el rostro pálido. Nos anunció que no había podido salvar a Lobito, pero que su muerte fue tranquila. No sufrió y ese hecho debía confortarnos. El cadáver lo enterramos en el patio trasero, el lugar donde vivía Torres, nuestro espectral huésped, y donde se enterraban a todos los animales de la granja. Debido a los numerosos árboles plantados ahí, recibía poca luz. Un muro de seis metros de alto, de ladrillo rojo y cubierto de musgo debido a la humedad reinante, delimitaba la propiedad vecina. Un espacio irreal en una ciudad desértica, siniestro a la hora del atardecer. De los mezquites colgaban como serpientes los tallos espinados de las pitahayas. Era ahí donde se enterraban las gallinas atacadas por la gripe o la viruela, las guajolotas violadas por machos que generalmente atacaban en grupo, los gatos envenenados por los vecinos, las placentas de las cabras que a veces morían en el parto o sus crías, muertas al nacer. 

Habríamos querido que Lobito descansara en otro lugar, menos aterrador y lúgubre, menos cuajado del alma de otros animales. Y mi madre, que tenía que consolarnos a mis hermanos y a mí en ese momento, solo pudo reclamar: ¿ven?, por eso no quería perros en la casa. 

Aquel comentario sirvió un par de meses, porque luego mi padre volvió con otro cachorro. En esa ocasión, no era un pastor alemán, sino un maltés hembra al que llamamos Pelusa por su pelaje sedoso y color nuez. Era muy pequeña cuando la trajeron dentro de una canastita de mimbre, hecha un ovillo sobre un cojincito color chicle. Al verla dormir de ese modo, y con el recuerdo impreso de la vida breve de Lobito, me hizo querer prometerle que la cuidaría todos los días, que la defendería de cualquier mal y, por encima de todo, que no le tendría miedo, incluso cuando me ladrara. 

Al principio permaneció en el taller de costura, guardada dentro de su canasta, en el cuello portaba un largo listón que la hacía parecer uno de esos perritos de calendario que regalaban en las papelerías. Temíamos constantemente por ella, que se nos fuera a morir mientras dormía, que se nos perdiera por ser tan pequeña y escurridiza. Al llegar de la escuela Pelusa era nuestra primera obligación. Cuando fue lo suficientemente grande, la sacamos al patio para que conociera el lugar en el que pasaría toda su vida. 

Con los años, mi padre dejó de estar tan al pendiente de ella y, en general, de muchos eventos que transcurrían en el hogar. Tenía que trabajar más horas para pagar los nuevos gastos. No solo él, también mi madre, sobre todo ella. Sentados en sus máquinas de coser podían pasar hasta quince horas en la confección de uniformes de primarias y secundarias, trabajos de sastrería y composturas. Espaldas encorvadas, callos en los dedos, ojos irritados y desgastados por la luz de las lámparas, hemorroides ocasionales. Y aunque era un alivio para ellos, tanto como para nosotros sus hijos, que el taller de costura estuviera dentro de la casa, era doloroso atestiguar las jornadas, los reclamos de los clientes, muchas veces injustificados. Llegaron las deudas, los intereses, las cifras desproporcionadas e imposibles de pagar porque el dinero no llegaba constante. La impotencia de nuestros padres por no conseguir frenar aquella vertiginosa caída. 

Mi familia no era la única que sufría de ese modo, las maquiladoras en Tehuacán habían dejado una dolorosa huella en la economía de muchos de sus habitantes. Salarios mal pagados, jornadas de diez o catorce horas, ninguna clase de seguro. Cuando terminaron de succionar toda la energía de sus trabajadores, cerraron para dirigirse a otras ciudades donde podían pagar menos por un mayor trabajo. Fue así como el desempleo creció hasta convenirse en una amenaza en una urbe que durante muchos años había gozado de una relativa paz. 

Una noche unos extraños entraron a la casa, pisotearon nuestras flores y se robaron nuestros tanques de gas. A la mañana siguiente, mi madre enunció la verdad respecto al siguiente paso a seguir: debíamos tener un perro para vigilar la granja, no bastaba con Pelusa. 

Doña Celia compartía la misma opinión, y al ser la dueña de la casa, era la persona que tomaba todas las decisiones relacionadas a la propiedad. De ese modo, pasaron tres días para que trajera a Negro, un perro mestizo con rasgos de pastor alemán. 

Negro creció para convertirse en un imponente espécimen cuyos ladridos advertían de cualquier intruso e inspiraban el temor necesario como para que ningún otro ladrón entrara a la casa los años que le restaron de vida. No obstante, otro fue el peligro. 

Un fin de semana, mi hermana salió al patio para llenar el plato de comida de Pelusa. La llamó por su nombre una y otra vez. No acudió. Mi hermana tomó una lámpara y se dispuso a buscar. De noche la granja parecía más grande de lo que ya era. Metros y metros de espesa oscuridad, cuartos vacíos que funcionaban como bodegas. Mi hermana cruzó el primer patio, luego se dirigió hacia los limoneros, pasó la luz por encima del montículo de ladrillos de adobe que estaba colocado detrás de un mezquite. Escuchó un ruido inusual. Corrió hacia el montículo y descendió hacia el patio trasero. La luz resultaba insuficiente, necesitaba caminar un poco más. Como si emergieran de la oscuridad misma, estaba Negro apresando el cuerpo pequeño y compacto de Pelusa. Aquel miembro hinchado penetrándola. Y al momento en que mi hermana comprendió lo que observaba, gritó de ira, porque ya era imposible separarlos. Negro quiso escapar, pero no podía separarse de Pelusa, estaban trabados quién sabe por cuántos minutos más. La lámpara cayó al suelo. Mi hermana corrió hasta el taller para decirnos a todos lo que pasaba en el patio. Mis padres permanecieron en silencio, quizá un poco culpables por no haber esterilizado a Negro o a Pelusa. No podíamos mantener otro perro. Había que regalar las crías que llegaran, pero qué tipo de crías serían, resultados de tan inusual cruza. 

En primer término, no creíamos que Pelusa quedara preñada, llevaba ya varios años con nosotros. ¿Seguía siendo fértil, o a los cuántos años dejaba de serlo? Durante la siguiente semana no dejamos que Pelusa saliera al patio por temor a que el suceso se repitiera. De vez en cuando, yo le lanzaba piedras a Negro cada vez que se acercaba. Era un gesto infantil y tal vez innecesario. Negro no tenía la culpa de haber hecho lo que la naturaleza le ordenaba. 

La preñez de Pelusa fue dificultosa y cara. Era demasiado pequeña y las crías le restaban fuerza. Comía mucho para sobrellevar lo que sucedía en su cuerpo que no estaba en su mejor época. Nos acercábamos a su lado, le acariciábamos las orejas y luego el vientre. Y ella gruñía por el dolor, gruñía de tal modo como si quisiera hablar, nos miraba en busca de ayuda porque era incapaz de comprender por qué el cuerpo le atormentaba y también para esconderse dentro de nuestros brazos, volverse pequeña, tan pequeña como cuando nos la trajeron en una canastita, y en ese momento éramos capaces de perdonarle el instinto. 

Al cabo de unas semanas, mis padres encontraron a Pelusa cerca del corral de los chivos, semiescondida entre el zacate. Estaba acostada, parecía inconsciente. De su vientre se extendía una gelatina escarlata de bordes oscuros. En medio de ella dos fetos del tamaño de ciruelas. Pelusa advirtió la llegada de sus amos, levantó la cola, incapaz de levantarse. 

Mi madre la llevó al cuarto donde se guardaban las herramientas, le preparó compresas y le hizo una papilla para que pudiera comer. Le inyectó un analgésico y la cubrió con varias sábanas. Mi padre enterró los fetos en el patio de atrás. 

Cuando llegamos de la escuela, advertimos el silencio, la sensación de que algo nos ocultaban. 

Ahorita ella no está bien, susurró mamá. 

Fuimos al cuarto. No lucía grave, envuelta como estaba en las sábanas. Sin embargo, un olor herrumbroso y pesado nos puso en guardia. La siguiente tarde mi madre le tuvo que cambiar las sábanas dos veces porque las había manchado de sangre. Al término de ese día, Pelusa fue capaz de levantarse, pero cuando lo hizo notamos que algo colgaba de su vientre, una especie de racimo negro. Había sufrido un prolapso. 

Durante la comida hablamos sobre lo que podíamos hacer. Para que ella estuviera bien habría que internarla en la veterinaria, pagar los honorarios de la operación, los medicamentos. Ahora estaba bastante débil, ¿cuánto tiempo tomaría aquello? Además, era una perrita ya anciana, o al menos eso buscamos creer. Llevaba con nosotros casi diez años. Era imposible estar seguros de que su cuerpo resistiera la intervención, eso argumentaron nuestros padres. Aquellas palabras desmoronaron cualquier réplica. No era un secreto que era imposible pagar lo que vendría, las deudas nos rebasaban. Quizá mis hermanos y yo pudimos haber dicho que trabajaríamos para pagar el tratamiento, pero hasta qué punto era verdad, en qué lugar habríamos conseguido hallar un empleo sin tener experiencia alguna o alguna habilidad para ello. Trabajo de qué, éramos inútiles; después de todo, vivíamos en una ciudad en donde el trabajo escaseaba. Éramos un grupo de todavía niños que quieren salvar a su perrita y que esgrimía cualquier argumento, ya inverosímil o de un optimismo exuberante, para evitar el dolor, la pérdida. 

Despídanse de ella, concluyó mi madre. 

Los tres hermanos nos acercamos. Nos arrodillamos. Extendimos nuestros brazos, la cubrimos, como si hubiera sido posible protegerla de lo que vendría. Lloramos sin hacer ruido, para no espantarla. Sostuvimos su cabecita de pelaje enmarañado, dejamos que su lengua recorriera nuestros dedos por última vez. 

Ya, que papá se la lleve, dijo mamá sin esconder sus lágrimas. 

Fue un pinchazo en las costillas. Nos separamos. Papá avanzó hacia ella, la cargó en brazos, llevaba una cuerda en los hombros. La llevó al patio trasero. 

Mamá nos llevó al taller. Dentro de nuestras cabezas nos rondaban cientos de preguntas y de reclamos, no a nuestros padres, sino contra... ¿contra qué? ¿Por qué éramos tan pobres? ¿Por qué no teníamos dinero para salvarla? ¿Por qué tenía que ser de este modo? 

Pese a que el taller tenía unas paredes altísimas, me parecían ahora tan diminutas, tan insuficientes y escasas para la pena. Así ya no sufrirá más tiempo, soltó en vano nuestra madre, intentaba concentrarse también en vano en su labor. 

No podíamos dejar de imaginar a nuestro padre en el patio. Dejaría a Pelusa en el suelo, trataría de evitar mirarla a los ojos. Quizá en un arrebato de cariño la abrazaría y le pediría perdón. Porque si de él dependiera la habría salvado. O quizá no, tal vez se sobrepondría a esa tentación, mantener el corazón firme, para no llenarla de miedo. Pasar la cuerda alrededor del cuello, apretar lo más fuerte y rápido posible, hasta que dejara de luchar, hasta extirparle la vida. Una decisión firme como la que solían tomar los patriarcas bíblicos a los cuales mi padre tanto admiraba. Un sacrificio necesario que duele hasta los huesos, pero que atempera el alma. Quizá Pelusa lo agradecería, porque de no haber sido así, pasaría días y días en la misma condición. 

Regresó al taller después de unos minutos. Se sentó en una silla sin mirar a nadie a los ojos. Aún no cumplía los cuarenta años, pero su rostro había envejecido tanto aquel día. Inclinó la cabeza y ocultó el rostro entre sus manos y gimió como lo hacen los recién nacidos. Mi padre que amaba tanto a los perros. 

Y al principio no quisimos consolarlo, porque sabíamos que era algo que tenía que pasar solo. Pero su lamento nos encogió. Papá, no estés así. Él nos miraba como si quisiera salir de un túnel. Nos abrazó con desesperación. 

Tardó tanto en sosegarse. No recuerdo cuánto. Salimos al patio, eran las cuatro de la tarde. El sol brillaba con fuerza. Nos sentamos sin decir nada. La casa se sentía tan pequeña. Era asfixiante estar dentro. 

Creo que fue mi hermana quien la notó primero. Era Pelusa. Avanzaba de forma lenta y torpe, con la cuerda entre los dientes. Se acercó como si nada hubiera pasado. Se acurrucó a nuestros pies, como esperando a que la sacaran a pasear. 

Las manos de mi padre temblaron por lo que tendrían que volver a hacer. 

 

O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O-O

FUENTE:  FONCA (2020). Antología de letras, dramaturgia, guion cinematográfico y lenguas indígenas. Jóvenes Creadores. G 2019-2020. México: Secretaría de Cultura. Recuperado el 10 de febrero de 2022 de: https://fonca.cultura.gob.mx/jovenesCreadores2020/img/antologia_jc_2020.pdf

Comentarios

Populares del mes

L1. "La mujer escondida" - "Xtakumbil Xunáan", Anatolio Pech Huchin | Narraciones mayas de Campeche

Un chef de Nueva York revela secretos comerciales | Anthony Bourdain

Historia del pájaro que habla, del árbol que canta y del agua de oro

¿Quien Es Zuhuy Teodora?

"Un pájaro", José Juan Tablada