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"Oficio de difuntos". Lola Ancira | FONCA | Jóvenes creadores | 2019-2020

Fuente de las imágenes: Fotografía de perfil en Facebook / Ideogram

Haz clic en la imagen para acceder al Live el 17 de febrero de 2022, a las 20:00 hrs.
[Video disponible hasta el 16 de marzo de 2022]

Semblanza

Lola Ancira nació en Querétaro en 1987

Es Licenciada en Lenguas Modernas en español por la Universidad Autónoma de Querétaro.

Su incursión en la escritura inició en la preparatoria, y a partir de ahí se formó en diversos talleres literarios. Posteriormente fue becaria en la Fundación para las Letras Mexicanas en 2017, así como en el FONCA, en las emisiones 2014 y 2019.

Ha escrito los libros de cuento "Tusitala de óbitos" (Pictographia Editorial, 2013), "El vals de los monstruos" (FETA, 2018; Fondo Blanco, 2020), y "Tristes sombras" (Paraíso Perdido Editorial, 2021). Su obra ha sido antologada en diversas revistas, así como en "Mexicanas. Trece narrativas contemporáneas" (Fondo Blanco, 2021).

En 2021 fue galardonada con el premio nacional "Laura Méndez de Cuenca", en la categoría cuento.

El cuento "Oficio de difuntos", se incluyó en la antología de becarios del FONCA de la generación 2019-2020.

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Oficio de difuntos

Diez cincuenta. Josefina abrió los ojos de repente y se descubrió en la penumbra. Sintió un dolor punzante en el cuello y se pasó la mano por la nuca para tratar de aliviarlo. Miró el reloj en su celular y la pantalla no mostró notificación alguna. Aunque se alertó por la hora, trató de tranquilizarse pensando que Dalia seguía celebrando sin notar lo tarde que era. Lo único que Josefina sabía hacer con su rudimentario celular era recibir y hacer llamadas, así que marcó el teléfono de su nieta, uno de los escasos números registrados. El sonido de llamada se extendió hasta que escuchó varias veces el buzón de voz activarse. 

Se quedó mirando los sepulcros más altos del San Francisco, donde los fantasmas estaban tan viejos y cansados que ya ni espantaban, frase que ella repetía si un parroquiano mostraba temor del camposanto. Les hablaba de los espíritus de cientos de quemados del teatro incendiado hacía más de cien años, de Raulito, un bebé que obraba milagros; de las madres que fallecieron un primero de mayo en un accidente de carretera cuando viajaban para celebrar su día en otro municipio. «Espíritus exhaustos e inofensivos. Miedo hay que tener de los vivos», aseguraba. 

Acompañada por unas moscas zumbando sobre la verdura picada, siguió marcando el número hasta que su brazo izquierdo y su oreja se entumieron. Pensó qué más hacer, a quién contactar. En la policía le dirían que tendría que esperar a que apareciera el cuerpo de su nieta, nunca actuaban. Ya no había taxis en servicio y caminar los casi tres kilómetros que la separaban de su nieta era una proeza imposible. Salió sin pensar siquiera en cambiarse las sandalias de plástico por los zapatos de tela. Diez minutos después, regresó cojeando por el dolor insoportable en la rodilla. 

Tuvo que pasar dos veces sobre una banqueta en la que un grupo de hombres bebía. La mayoría guardaba silencio ante su presencia, mas había quienes le escupían un «pinche Bruja» al estar cerca. A veces hasta les prohibían a sus esposas, madres o hermanas acercarse a la casa de Josefina, orden que tarde o temprano terminaban por desobedecer, pues tenía fama de tratar cualquier tipo de mal con sus hierbas. Incluso tenía un brebaje especial para las mujeres embarazadas que no querían tener al bebé: ese era uno de sus secretos mejor guardados. Tras la muerte de su. madre, dejó de poner mesas en la calle y prender focos amarillos, de encender el comal y dorar tortillas. El luto se volvió permanente al descubrir que el color negro aminoraba el calor tropical y se dedicó por completo a la herbolaria; hierbas frescas y secas, semillas, raíces, hojas y flores invadieron su hogar. 

Le llamó a su comadre y le pidió de favor que le mandara a su hijo en la camioneta porque tenía que salir a buscar a su nieta. La mujer, alarmada, le dijo que este había salido de la ciudad, regresaría hasta el domingo. Luego trató de calmarla asegurándole que la muchacha estaba bien, que llegaría de un momento a otro. Josefina colgó. 

A Dalia la encontró como a sus gatos, en una de sus constantes expediciones por los alrededores del cementerio. Esa mañana sofocante, le llamó la atención que unos perros movieran la cola cerca de un bulto en una bolsa de plástico negra. Su instinto la hizo tomar un palo y acercarse agitándolo. Los perros huyeron. Al acercarse un poco más, notó que el bulto se movía. Pensando que era una camada de miztlis, abrió la bolsa. Dentro había un bebé de días de nacido. Tomó el bulto y regresó de prisa a su bosque. 

Su celular comenzó a sonar en cuanto cortó la llamada anterior. La pantalla anunciaba «Dalia». Sus nervios se dispararon al intentar oprimir el botón verde y el celular cayó al suelo. Lo levantó y la llamada seguía esperándola. Contestó, mas no escuchó la voz de Dalia del otro lado, sino el oleaje intenso del mar alebrestado por la luna. Poco a poco comenzó a identificar voces. Se esforzaba por en-tender lo que decían, sin embargo, estaban a una distancia considerable. Solo logró distinguir las voces de dos hombres y dos mujeres. 

Clavó la vista en la tina de metal donde colocaba los trastes limpios, la que llenó con agua tibia, romero y manzanilla para bañar a Dalia por primera vez. La llamó así porque su cabello delgado y claro tenía el color de su flor favorita. La alimentó con papillas y leche de fórmula que le regaló su comadre. No había por qué sorprenderse, la niña era hija de uno de sus sobrinos que vivía en la Ciudad de México. Se la había mandado para criarla en provincia. En un esfuerzo por mantener viva su lengua materna a través de lo poco que podía recordar, Josefina le enseñó a llamarla sijtli, no madre ni abuela. 

Doce quince. La llamada llevaba diez minutos en curso cuando pudo identificar las voces. Tenía los ojos cerrados y la radio apagada para evitar cualquier interferencia. Quería escuchar cada detalle. Sabía que las mujeres eran Dalia y su amiga, que uno de los hombres era el hijo del mecánico, compañero de escuela y vecino. Era imposible confundir la voz grave y su apodo, el Cuija. Josefina se volvió de piedra al alcanzar a escuchar que las apedrearían porque las acusaban de ser lesbianas. 

Los ojos miel y las pecas de Dalia fueron motivo de burla entre los otros niños. Josefina le dijo que amenazara a cualquiera que la molestara diciendo que su sijtli se encargaría de ellos. La mujer de rostro duro, de ropas holgadas y negras, se cubría la cabeza con un velo oscuro para llevarla y recogerla, lo que reforzaba la amenaza. Sólo Dalia y los hijos de sus clientas sabían que la Bruja era inofensiva, que la madre bosque, como la seguían llamando los más pequeños, era buena. 

—iSijtli! —alcanzó a escuchar entre gritos desesperados la angustia desbordada de aquella voz.

—¡Tráete más piedras, cabrón! —gritó el Cuija. 

Sin soltar el teléfono, Josefina se puso de pie. Se sentó de golpe al sentir una punzada en la cabeza tan fuerte que casi pierde el sentido. Seguía aferrada al aparato, al llanto, a los gritos. Luego, un rechinar de llantas. Imperó el silencio. Vio la pantalla del celular para cerciorarse de que la llamada siguiera en curso. El nombre de Dalia en letras grandes seguía ahí. Cinco minutos después, la llamada terminó como inició, con el sonido del oleaje enfurecido. 

Josefina tomó su bastón para ir al ayuntamiento. Recorrer el kilómetro que la separaba de la justicia le tomó menos de lo habitual. No se detuvo por el dolor ni en los semáforos, avanzaba como si de ello dependiera su propia vida. El guardia apostado en la entrada principal, tan viejo como ella, le dijo que las oficinas abrían hasta las nueve, que regresara a su casa y volviera después. Josefina se sentó a esperar en las escaleras de cemento. Minutos más tarde, el guardia le aseguró que si no se iba, llamaría a una patrulla. Josefina respondió que eso era justo lo que necesitaba. 

Los oficiales no entendieron las palabras atropelladas de la mujer. Rompió en llanto mostrándoles el celular, pidiéndoles que escucharan la llamada de su nieta en la que claramente uno de sus vecinos terminó con su vida. Uno de ellos se rio con fingida discreción al señalar que estaba ebria mientras el otro soltó que, si no quería irse a dormir a su domicilio, la llevarían a un albergue. 

Desesperada, pidió hablar con el gobernador, asegurando que lo conocía. La pareja de policías optó por ignorarla. El guardia, sentado en su silla, poco después comenzó a dormitar. Josefina se mantuvo erguida en los escalones pensando en una sola cosa hasta que el canto de las aves citadinas anunció el alba. No echó en falta su chal porque el dolor y la rabia la calentaban. Vendedores ambulantes de tamales y jugos comenzaron a invadir las esquinas. 

No tenía hambre ni sueño. Entró en cuanto abrieron la reja y preguntó en dónde denunciar un asesinato a cuantas personas encontró. Los que le prestaban atención respondían con parcos «aquí no es», otros le pedían que saliera. Una joven se le acercó. La llevó afuera, la subió en un taxi y le dijo que debía poner la denuncia en la agencia del ministerio público, que el auto la dejaría ahí. Le sonrió, le tocó el hombro y con la otra mano le entregó un billete de cien pesos. 

Interponer la denuncia significó otro suplicio. La única prueba que tenía era la llamada, misma que no había grabado. Ella insistía en que debían encontrar la forma de acceder a la evidencia. Aún escéptico, el funcionario que la atendió tomó su declaración porque la mujer era persuasiva y porque era la primera esperando ser atendida. Además, otro de los compañeros aseguraba que era la Bruja, la señora hierbera que trataba la hipertensión de su madre. 

Ella insistía en hablar con el gobernador. Le dijeron que era suficiente con la denuncia, que trabajarían en el caso cuanto antes. Le pidieron que se quedara tranquila y que se fuera a descansar. Con el resto del dinero que recibió por la mañana, tomó otro taxi para volver a su hogar. 

Caía la tarde cuando entró a la cocina. La recibió el zumbido incesante de las moscas y el olor acedo de la carne y el caldo. Fue vaciando de a poco el contenido en un bote de plástico que después arrojó en la coladera. Los restos sólidos los tiró en una bolsa de basura. Habían transcurrido casi veinticuatro horas sin que probara alimento. En el ministerio aceptó una botella de agua. Sin embargo, no tenía hambre ni sed. Tampoco estaba cansada. La rodilla, que tendría que estar matándola, no le dolía. Era como si, a lo largo de la jornada, se hubiera convertido en uno de los fantasmas que deambulan por el San Francisco. 

No dejaba de escuchar los gritos de Dalia entre las olas, los ruegos. El odio en las voces de los otros. Trató de comprender la razón. La noche cayó de nuevo y el trance la llevó a recostarse a su habitación. 

El domingo despertó casi al medio día. Se convenció de estar viva porque los dolores habían vuelto y el estómago le ardía por falta de alimento. Percibió un aroma agrio y notó que venía de su pecho. Nunca antes había pasado. Se dio un regaderazo. Al secar su piel apergaminada, el olor a ruda persistía. 

Entró a la cocina y vio a Miztli durmiendo sobre la pequeña silla. Tomó dos huevos de la canasta de metal y los frio con aceite de oliva. Una pizca de sal y otra de pimienta negra. Un poco de cebolla y perejil. No prestó atención a los olores. Se sentó a comer y descubrió que el primer bocado no tenía sabor. Pensó que no había revuelto el huevo bien y tomó otro bocado. Lo mismo. Roció el resto con sal y probó de nuevo. Nada. 

Su celular no anunciaba llamadas perdidas. Buscó una figurilla de serpiente negra con franjas de puntos amarillos tallada en madera, se colocó el velo y salió a la calle ayudada por su bastón. Caminó en dirección al taller mecánico. 

Los autos averiados seguían apiñados alrededor, el portón estaba cerrado. No había ni rastro de los perros que solían vigilar la zona. Una de las vecinas salió y le dijo que en la madrugada del sábado se habían ido con todo y triques. «Rarísimo», aseguró. Josefina se quedó clavada en su sitio hasta que la otra desapareció. Avanzó hacia el portón, se agachó y colocó la figurilla detrás de una piedra, dijo tres palabras y regresó. 

El lunes acudió al ministerio de nuevo. Uno de los trabajadores estaba desayunando y le comentó que durante el fin de semana no laboraron, pero que estaban por iniciar la investigación. «Mire todo el trabajo que tenemos», expresó en tono de súplica señalando un recuadro enorme repleto de impresiones a blanco y negro anunciando una cantidad de rostros de mujeres que le pareció infinita y le anunció la fatalidad propia de ser mujer. «Toneladas de trabajo», aseguró el hombre masticando aún.

A pesar de que este agitaba frente a ella una torta atiborrada de carne escurriendo grasa, ningún olor la asaltó. 

Buscó de nuevo a su comadre. Le pidió el teléfono de la última mujer que atendió, una muchacha de diecisiete años que mandó el propio gobernador. No sabía a quién más recurrir, qué más hacer. La comadre le aseguró que aunque no tenía su teléfono, podía hacer que la visitara. 

Una vez frente a ella, la muchacha le dio las gracias de nuevo y le dijo que, fuera de un leve sangrado, no tuvo complicaciones. Josefina le contó lo que había pasado y le pidió hablar con el gobernador, decirle que esta vez era ella quien necesitaba ayuda. Que debía concedérselo por tantos años a su servicio. De lo contrario, sabía dónde y con quién abrir la boca. La joven se fue sin despedirse. 

Dos días después, encontraron el cuerpo de Dalia semienterrado en una duna. De nuevo, una cantidad inesperada de personas concurrió en un velorio en la casa de la Bruja. Ella permanecía sentada junto al ataúd cerrado recibiendo condolencias. La comadre y algunas vecinas se encargaron de servir café y mezcal. Nadie se atrevía a turbar el luto de Josefina, quien se mantenía en silencio, hasta que llegó la muchacha que llevó su mensaje con el gobernador. Se acercó a ella para darle un café y le dijo al oído que el asesino ya estaba preso; lo habían agarrado en una enfermería de Tecoanapa a la que lo llevó su padre porque lo mordió un cantil. 

La noticia reanimó a Josefina. Tomó el vaso y, antes de darle un sorbo al oscuro líquido que intuyó insípido, la reconfortaron las notas de canela y piloncillo. 

—Mitztenwa noyollo— pronunció. 

«Mi corazón te busca» era la manera más acertada de dirigirse a Dalia. 

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FUENTE:  FONCA (2020). Antología de letras, dramaturgia, guion cinematográfico y lenguas indígenas. Jóvenes Creadores. G 2019-2020. México: Secretaría de Cultura. Recuperado el 10 de febrero de 2022 de: https://fonca.cultura.gob.mx/jovenesCreadores2020/img/antologia_jc_2020.pdf

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