Nunca entendí realmente lo que pasó aquel día en la regata. Fue una mezcla de cosas tan extraña que tiendo a recordarla como un mal sueño, un sueño que pasa en un instante de la alegría a la desesperación y de regreso. Puedo recordar todo lo que ocurrió con bastante claridad, a veces con demasiada claridad. Puedo recordar los acontecimientos y lo que me hicieron sentir y lo que significaron para mí en ese momento. Pero, aunque he aprendido mucho desde entonces, aún no comprendo bien qué sucedió.
Y creo que nunca podré hacerlo.
Supongo que de algún modo aquello fue el principio de todo.
El principio del fin.
Nos pusimos en marcha a eso de las diez y media de la mañana. Yo, papá y Deefer. Aunque el cielo comenzaba a nublarse, aún hacía suficiente calor como para caminar por la playa en camiseta y shorts. De todos modos traíamos por si acaso un cambio de ropa en la mochila de papá. También traíamos una pila de sándwiches y pastelillos, una botella de Coca, agua para Deefer, una toalla, unos binoculares y cuatro latas de cerveza Guinness.
Una licorera abultaba el bolsillo trasero de papá.
Antes de partir había llamado de nuevo a Simon, pero nadie me respondió. Ya no esperaba verlo en la carrera, aunque en realidad nunca creí que fuera. Como dijo, aquello no era lo suyo. Lucas, sin embargo... bueno, pues la verdad en que no sabía qué esperar de él. Medio esperaba que apareciera, y medio esperaba que no. Desde luego, deseaba verlo otra vez. Quería preguntarle todo lo que no se me ocurrió preguntarle antes. Quería saber quién era y de dónde venía. Quería saber qué era en verdad lo que había querido decir acerca de Angel... Qué guardaba en su morral de lona... Dónde había aprendido a pescar cangrejos...
Sí, quería verlo otra vez.
Pero no estaba segura de querer verlo con otras personas alrededor. Debo advertir que no se debía a alguna oscura razón, y tampoco era porque no quisiera que nadie más supiera de él. Bueno, la verdad es que no quería que nadie más supiera de él pero esa no era la razón principal por la que no quería verlo ese día. La principal razón para no querer que hubiera nadie a mi alrededor cuando viera a Lucas era que quería mantenerlo puro. No tenía idea de qué era aquello: una amistad, una hermandad, una concordancia de mentes. No importaba. Lo que quiera que fuera, no quería verlo contaminado.
Éramos yo, Lucas y tal vez Deefer. Eso era todo. Nadie más.
Miré sobre mi hombro hacia los pantanos y los bosques mientras cruzábamos el arroyo y torcíamos por el sendero. Negras nubes se agrupaban a lo lejos, oscureciendo el cielo sobre el bosque con un feo matiz amarillo que desdibujaba los árboles; los convertía en un bosque embrujado.
—Vamos —dijo papá—. Queremos llegar antes de que llueva.
Seguimos adelante y volví a pensar en Lucas. ¿Y qué si de verdad aparece en la regata?, pensé. ¿Qué harás? No puedes sólo ignorarlo, ¿o sí? No puedes hacer de cuenta que no lo conoces. Está bien, habrá otras personas alrededor... ¿y qué? ¿En verdad es algo malo? Piénsalo. Nunca se sabe, podría incluso ser bastante agradable...
—¡Hey!
Alcé la vista al escuchar la voz de papá. Se había detenido en el sendero y me observaba detenidamente con una mirada chispeante.
—¿Qué? —dije.
—Estás hablando sola.
—¿Estoy qué?
Asintió, sonriendo.
—Yo que tú, tendría cuidado... Uno de estos días podrías hacer el ridículo.
Me sentí ruborizar.
—Por suerte para ti —añadió— nunca escucho una palabra de lo que dices. De modo que no me entero de las travesuras que murmuras. Pero otros podrían no ser tan desinteresados.
—¿Desinteresados?
—Hay de desinteresados a desinteresados.
—Y eso, ¿Qué se supone que quiere decir?
—Quiere decir: mantén la mente abierta y la boca cerrada. El mundo está lleno de tontos habladores. Ahora vamos, andando.
Se dio la vuelta y siguió su camino por el sendero.
Tomando en cuenta cuánto sufría por Dominic, papá estaba de bastante buen humor. A decir verdad, se veía bastante rudo. Llevaba sus viejos shorts color caqui sujetos con un largo cinturón de cuero, un maltrecho sombrero de paja y par de viejas sandalias sucias. Le hacía falta recortarse la barba y sus ojos se veían cansados e inyectados de sangre.
Lo alcancé y comencé caminar a su lado.
—¿Papá? —le pregunté en voz baja.
—¿Mmm?
—¿Has vuelto a hablar con Dominic desde el otro día?
—¿Desde cuándo?
—Ya sabes cuándo. En la cocina... desde que discutieron.
Suspiró con pesadez y me miró.
—Me porté como un perfecto imbécil, ¿verdad?
Sonreí.
—Sip.
—No pude evitarlo —dijo—. Traté de mantener la boca cerrada, pero a veces tu hermano es endiabladamente exasperante.
—Lo sé.
—No es que sea un idiota ni nada por el estilo. Sabe lo que hace.
Lo miré.
—¿Qué quieres decir?
—Saliendo con Tait y los demás. Lo vi en lo de Brendell, ¿sabes?
—¿Lee Brendell?
Asintió.
—Dom estaba en su bote. Había una especie de fiesta.
—¿Cuándo?
—Hace un par de días... Tuve que ir al pueblo por algo. Rita Gray me dio un aventón —hizo una pausa, pensando—. Estaban todos ahí: Dominic, Tait y su novia presumida, los Dean, Bill, Mick Buck, Tully Jones, una banda de motociclistas... todos pavoneándose por doquier como un montón de malditos gángsters —sacudió la cabeza al recordarlo—. Ya es bastante grave que Dominic esté mezclado con ese grupo... ¿Pero Bill y Angel Dean? Son unas niñas —me miró—. ¿A qué juega Bill?
—No lo sé.
—Pensé que era tu mejor amiga.
Me encogí de hombros.
—No nos hemos visto mucho últimamente.
Me miró fijamente un rato más. Luego volteó hacia otra parte, al parecer complacido. Papá nunca ha sido devoto de Bill. Incluso cuando éramos niñas a veces lo pescaba observándola con una mirada fría. Creo que pensaba que era una mala influencia o al menos pensaba que tenía el potencial para ser una mala influencia. Externamente, papá podía no ser el más atento de los padres pero nada se le escapa desde su postura silenciosa.
Suspiró de nuevo.
—Ni siquiera creo que a Dominic le caiga bien esa gentuza. Sólo lo hace para darme la lata. Sabe lo que pienso de ellos, especialmente de Tait. Sólo lo hace para fastidiarme.
—¿Ya hablaste con él al respecto?
—Más o menos.
—¿Qué te dijo?
—No mucho.
Nos acercábamos al parque. Podía escuchar el sonido de una banda tocar desde el estrado en el campo. La algarabía forzada de aquella música tenía un aire lúgubre, como el compás de una de esas marchas tristes que tocan en los funerales de Nueva Orleans. Pequeños grupos de personas paseaban por el campo, algunos con helados y globos, otros detenidos en el refugio arbolado desde donde observaban una exhibición de vuelo de papalotes. Había un trampolín, un puesto de hotdogs, una carpa de cerveza. El estacionamiento se había llenado a medias con visitantes de Moulton que habían venido a ver la carrera, pero la mayoría de los asistentes eran locales. Algunos incluso se habían vestido para la ocasión. Vi vestidos largos, sombreros elegantes, piratas, un par de payasos, un hombre en zancos.
El viento arreciaba y los voladores de papelotes batallaban por controlarlos. Se suponía que sería una exhibición de vuelo sincronizado, pero aquellos dos brillantes puntos coloridos descendían en picada y no parecían precisamente sincronizados mientras revoloteaban en las alturas.
El cielo parecía ominoso aunque la lluvia se resistiera a caer. Imperaba en el aire una sensación escalofriante, y aunque aún hacía bastante calor, la humedad lo hacía grueso y pesado. Resultaba uno de esos días en los que el clima viene a ensombrecerlo todo.
El mar parecía tronar.
Papá había enmudecido.
—Debe haber dicho algo —dije.
—¿Quién?
—Dominic. Debe haber dicho algo acerca de la fiesta en el bote de Brendell.
Papá ahuyentó una nube de mosquitos.
—Según él, no fue nada. Sólo una fiesta. Que no sabía quién estaría ahí... que no era su culpa que llegaran un montón de niñas, ¿o sí? Que qué podía hacer él. ¿Llamar a la Asociación Nacional de Protección a la Infancia?
—Supongo que tiene algo de razón.
—Siempre tiene algo de razón.
Me dio la impresión de que papá no quería hablar más del asunto. Y en realidad, tampoco yo. Todo aquello era sencillamente demasiado desmoralizador. Dominic y Bill, Bill y Angel, Angel y Jamie, Jamie y Dominic... Todo era vulgar y rebuscado y confuso.
—¿Quieres atravesar el parque? —preguntó papá.
Eché un vistazo al campo. Un grupo de personas disfrazadas de animales corría por doquier agitando cubetas de monedas frente a los transeúntes. La banda tocaba una versión apenas reconocible de I Should Be So Lucky.
—No —respondí—. Vamos a la playa.
Al oeste del parque un banco de riscos que descienden gradualmente hacia la bahía vigila la playa. En el risco hay senderos y escalones desde lo alto del parque, pero también puedes llegar hasta los riscos cortando por el rompeolas bajo el parque y siguiendo la playa a lo largo de aproximadamente un kilómetro hasta llegar a una brecha natural en el muro del risco. Desde ahí basta escalar un pequeño banco de barro para hallarte en el sendero principal del risco que lleva hasta la bahía. Es un camino más largo, pero más tranquilo. Había menos posibilidades de toparnos con quien no quisiéramos toparnos.
Por desgracia, menos posibilidades no es lo mismo que ninguna posibilidad y mientras cruzábamos el rompeolas nos llamó desde arriba una voz indeseada.
—¡Hola! ¿Qué hacen allá abajo? Se están perdiendo toda la diversión.
Alzamos la mirada para descubrir a Jamie Tait y Sara Toms recargados en la baranda a unos cuatro metros en la pared de roca por encima de nosotros. Jamie venía vestido de un modo casual, con un suéter de cuello en V y jeans, pero Sara había asumido a conciencia el espíritu del disfraz y se había arreglado como extraída de la portaba de una revista de modas: vestido negro ajustado, medias, tacones altos, guantes negros de encaje, perlas y un sombrero negro con velo de los más chic. Yo no estaba segura de qué se suponía exactamente que era y no creo que ella lo supiera tampoco... Pero, lo que quiera que fuera, le sentaba bien. Lo oscuro le venía bien. Mientras estaba ahí parada mirándonos hacia abajo, la brisa arrastró el aroma de su perfume: Chanel No. 5... el olor del dinero.
Lee Brendell estaba junto, fumando un cigarro y mirando distraído hacia el mar. Al fondo podía ver a los padres de Sara charlando con un par de ancianas sentadas en una banca. Bob Toms, el padre de Sara, vestía su uniforme policial de gala, cubierto de cintas y botones brillantes.
Jamie sorbía un helado en cono y su cara estaba enrojecida. Creo que estaba un poco ebrio.
—Vamos, Johnny —dijo Jamie sonriéndole a papá—. Hay de todo acá arriba: helados, vestidos elegantes, algodón de azúcar, cerveza helada... todo lo que un amante de la diversión puede desear.
Me miró.
—¿Quieres que te compre un algodón de azúcar, Cait?
Sara le lanzó una sonrisa furibunda, luego miró hacia abajo y me lanzó otra mirada furibunda. Tenía la cara ideal para hacer eso: frente alta, cabello largo, negro y brillante, una boca rígida cubierta de labial, piel de porcelana y ácidos ojos verdes. Su rostro era tan bello que casi resultaba feo.
—Vamos, Cait —dijo papá en voz baja.
Me tomó del brazo y comenzó a guiarme por el camino.
Jamie lo llamó desde arriba.
—¡Hey, Mac!... ¿Dónde está Dominic? ¿Dónde está el chico?
Papá se detuvo. Pude sentir cómo se ponía rígido.
Sara rio —un sonido horrible y meloso— y dijo:
—Probablemente está encerrado en su habitación por ser un chico malo.
—Conociendo a Dom, estará encerrado con alguien en su habitación — añadió Jamie.
Papá no respondió, sólo los miró. Lo miraron de vuelta con burlona seriedad. Sara se llevó un cigarro a los labios, le dio una calada desdeñosa y luego enganchó su mano en la parte trasera del cinturón de Jamie. Era una de esas chicas encimosas que demuestran su afecto —o su propiedad— toqueteando constantemente a sus novios. Jamie parecía disfrutarlo. Mientras estaban ahí parados burlándose de nosotros, surgió junto a ellos un par de ojos bajo una rigurosa gorra de policía.
—Buenas tardes, John —dijo Bob Toms—. Hola Cait.
Miró al cielo y se frotó las manos.
—No pinta nada bien, ¿cierto?
—No desde aquí —replicó papá.
Tom embozó una apretada sonrisa.
—Es bueno ver que sales para romper con la rutina. Deberías hacerlo más a menudo.
Papá asintió.
—Veo que tú te has esmerado.
—¿Perdón?
—El uniforme de gala... Es el mejor Heinrich Himmler que he visto en un buen rato.
Toms contempló su uniforme de policía.
—Muy gracioso.
Papá lanzó una mirada a Brendell y a Tait.
—E incluso te has tomado la molestia de traer a un par de guardas para mayor autenticidad. Eso es lo que se dice ser concienzudo.
—Siempre bromista, ya veo.
—¿Quién está bromeando?
Mientras esto sucedía, Brendell había dejado de observar el mar y me observaba con la pálida vacuidad de un cadáver. Una hilera de tatuajes emborronados decoraba su cuello, una media luna de estrellas burdamente dibujadas. Entonces me pregunté qué se suponía que eran. ¿Algo náutico? ¿Un signo? ¿Una constelación? Decidí que no se suponía que fueran nada: sólo tatuajes. Brendell era un hombre grande, y desde acá abajo parecía aún mayor. Manos pesadas, hombros anchos y una cabeza enorme y cuadrada con facciones cicatrizadas por las batallas. Parecía como si le hubieran pegado en la cara con una pala. Nariz chata, labios planos, amoratados ojos amarillos... y sin apartar esos ojos de mí, arrancó el cigarro de sus labios, se asomó por la baranda y escupió. El escupitajo aterrizó a mis pies con un splat seco. Lo miré. Era marrón y fibroso. Me dio náuseas.
Papá dejó de hablar, me dirigió una rápida mirada y lentamente alzó la vista para ver a Brendell. Brendell se acomodó el cigarro en la boca y se le quedó viendo también, los ojos llenos de nada. Deefer empezó a gruñir. También papá.
—Está bien, papá —susurré—. Por favor, sólo déjalo así. Está bien.
No creo que me haya escuchado. Brendell se aclaraba la garganta con grandes aspavientos y hacía ruido con el pañuelo que le tapaba la boca, sin apartar la vista de mi padre. La mandíbula de papá se puso tensa y sus ojos llameaban mientras Brendell sonreía y guardaba el pañuelo doblado en su bolsillo para después fumar como si nada. Al fondo Jamie y Sara observaban la escena con cruel regocijo. Especialmente Sara tenía un brillo delirante en las pupilas. Su mirada me recordó una imagen que había visto cierta vez en un rostro entre la multitud que asistía a una pelea de gallos: una mirada sedienta de sangre.
El silencio fue sorpresivamente roto por Bob Toms.
—Eso es asqueroso, Lee.
Brendell volvió la cabeza lentamente. Una delgada sonrisa cruzo sus labios y con voz baja y ceceante dijo:
—Tengo una mosca en la boca, señor Toms. ¿Qué quería usted que hiciera? ¿Tragármela?
Toms sacudió la cabeza.
—No hay necesidad de hacer eso.
—¿Qué? —dijo.
—Creo que deberías disculparte.
—Oh, vamos, papá —dijo Sara acercándose—. No hagas tanto alboroto —me sonrió desde lo alto con sus labios gélidos y sus dientes perfectos—. Estoy segura de que Lee no tenía mala intención. La pequeña Caity está bien... ¿Verdad, cariño? —miró a papá con desdén— Y de cualquier forma, estoy segura de que ha visto cosas peores.
Toms la ignoró mientras observaba a papá con mirada ansiosa.
—Vamos, John —dijo alzando los brazos en actitud conciliadora—. No hagamos nada tonto. Estoy seguro de que Sara tiene razón...
—No te preocupes, Bob —dijo papá con frialdad, la mirada aún fija en Brendell—. De cualquier modo, gracias por preocuparte. Es bueno saber que hay un policía cerca cuando lo necesitas.
—Escucha, John... —comenzó Toms.
Pero papá ya había dado la vuelta y bajaba hacia la playa por el rompeolas. Llamé a Deefer y comenzamos a caminar tras él.
La banda tocaba el tema de Hospital de Animales.
Llovía.
La carrera de balsas comienza en el astillero y prosigue por una serie de boyas hasta un punto intermedio en la base de los acantilados, donde las balsas sortean otra boya antes de regresar en u por la misma ruta. Es uno de los puntos culminantes de la jornada y por lo general una nutrida multitud se coloca a los largo de la ruta para animar a los contendientes. Sin embargo, conforme la mañana avanzaba y el clima empeoraba, la multitud disminuyó, y para la una de la tarde probablemente no quedaban más de cuarenta o cincuenta personas, desperdigadas por la playa y en los riscos para animar las balsas con desánimo. La mayoría de quienes observaban desde la playa eran visitantes, mientras que quienes estaban en o alrededor de los acantilados eran locales.
Como de costumbre, las balsas eran una variopinta colección de tablas amarradas a tambos de petróleo y mástiles tambaleantes y velas hechas con sábanas. Algunas ondeaban una bandera pirata.
Cada año, una o dos balsas se desbaratan o se vuelcan o simplemente se hunden, y aunque las corrientes en la bahía por lo general no son peligrosas, hay salvavidas voluntarios pendientes de todo apostados en torno a la bahía y en los acantilados.
Ese año, sin embargo, hubo una confusión con el horario.
A la una y media, cuando inició la tormenta y las balsas se aproximaban al punto intermedio, el salvavidas voluntario que debía haber estado de guardia en la base de los acantilados se encontraba sentado en el Dog and Pheasant rociando medio litro de sidra con licor de grosella negra sobre un pastel de carne.
Papá y yo mirábamos las balsas desde un campo ligeramente inclinado en lo alto del acantilado, con vista a la bahía. Es un lugar de difícil acceso: hay que encaramarse sobre arroyuelos y zanjas y apretujarse para atravesar alambradas, pero al final vale la pena, pues no hay quien quiera hacer tanto esfuerzo y tienes el lugar entero para ti. Tiene también una vista grandiosa. Desde ahí puedes ver la boya donde deben virar las balsas, puedes abarcar la playa, y —lo mejor de todo— puedes ver al resto de los espectadores esparcidos abajo. La mayoría de ellos, o la mayor parte de lo que quedaba de ellos, se alineaban a lo largo de varios senderos en lo alto del acantilado, pero había un pequeño grupo de locales reunidos en una saliente plana en la base de los acantilados, directamente debajo de nosotros.
Yo los observaba a través de los binoculares.
Observaba a Jamie Tait y a Sara Toms sentados sobre una roca, riéndose de algo.
Observaba a Lee Brendell hablando con Angel Dean.
Observaba a Bill Gray parada sola, aparte. Me pregunté si estaría esperando a Dominic.
Todos se veían un tanto desamparados bajo la lluvia. Sara con su vestido esnob, y su sombrero fúnebre, Brendell con su fino cabello aplastado como algodón húmedo contra su cráneo, Bill en su atuendo de cuero, y Angel... Angel no traía puesto más que un corpiño negro y un par de jeans ajustados. Parecía que se estaba congelando. Pero eso no le impedía lanzar cada dos minutos seductores miradas hacia donde estaba Jamie.
Mientras enfocaba los binoculares capté un acercamiento de Jamie, quien le sonreía a Angel sobre el hombro cuando pensaba que Sara estaba mirando hacia otra parte; pero no era así. Con un rápido movimiento Sara lanzó a Angel una mirada asesina, susurró algo al oído de Jamie y luego le dio en la ingle una fuerte palmada con el dorso de la mano. Por la cara que puso Jamie, seguro le dolió. Bien, pensé.
—Se supone que debes mirar los botes —dijo papá.
Estaba echado de espaldas mirando la lluvia fijamente. Ya habíamos comido y nos habíamos puesto el equipo de lluvia, consistente en gorros e impermeables. Papá había bebido un par de latas de Guinness y había dado algunos sorbos a su licorera cuando creía que yo no lo estaba viendo. Parecía haberse olvidado del episodio en el parque. Al menos por ahora.
Le dije:
—No son botes, son balsas.
—Balsas, botes... —musitó—. Son todos un montón de idiotas.
—¡Papá!
—Bueno... —se sentó—. Digo, míralos. ¿Qué creen que están haciendo? ¡Está diluviando y ellos reman alrededor de la bahía sobre un montón de malditos tablones!
—Y nosotros aquí arriba, sentados bajo la lluvia, mirándolos.
Me sonrió.
—¡Ah! Pero no estamos en peligro de ahogarnos, ¿o sí? —miró a su alrededor—. ¿Dónde está el perro?
—Allá —señalé hacia la orilla del acantilado, donde Deefer estaba sentado cual centinela, mirando fijamente hacia la playa. Llevaba unos veinte minutos ahí sentado, casi inmóvil, sólo mirando fijamente.
—¿Qué hace? —preguntó papá.
—No me preguntes.
Papá limpió de su frente un destello de lluvia y abrió otra lata. Miró hacia el cielo que retumbaba sobre nosotros.
—No hay nada como un buen día de campo, ¿verdad?
—Sí, nada...
—…como un buen día de campo.
Se tumbó en el césped.
Me llevé los binoculares a los ojos.
La lluvia arreciaba. El viento comenzaba a calar. El mar empezaba a picarse. A lo largo de la base de los acantilados, las olas se estrellaban contra las rocas escarpadas, levantando fuentes de sucia espuma blanca.
Las balsas punteras rodeaban la boya de marcación cuando la pequeña niña cayó al mar. Desde donde yo estaba no se veía tan grave... Al menos no al principio. Era casi cómico, algo así como lo que se ve en el programa de Cámara oculta... si es que eso te parece cómico. Estuve a punto de no verlo. Me había quitado los binoculares y sólo veía a medias las balsas cuando cayó la niña. En realidad, todo lo que vi fue un pequeño cuerpo caer desde una balsa en la distancia. No hubo grandes salpicaduras ni nada, ni un grito, ningún alarido, nada que indicara que algo andaba muy mal. Primero pensé que sería una mujer. Creo que subconscientemente debo haber notado el bikini, la forma familiar del bikini, y asumí que había sido una muchacha. Pero al alzar los binoculares esperando ver un rostro sonriente que nadaba de vuelta a la balsa para ser ayudada por sus risueños amigos, vi en cambio el rostro petrificado de una niña de diez años luchando sopo por mantenerse a flote.
—Papá —dije con urgencia—. Hay una niña en el mar. Se cayó.
Papá se irguió rápidamente.
—¿Dónde?
Le alcancé los binoculares.
—Cerca de la boya —dije—. Estaba en la balsa con bandera azul... ¿Por qué no se detienen?
Papá se puso de pie para ver mejor.
Yo también me puse de pie. Podía ver a la niña aletear llena de pánico, agitar los brazos mientras las olas la arrastraban bajo el agua. La corriente la alejaba de las balsas y la empujaba hacia el acantilado.
—¿Por qué no se detienen, papá?
—No lo sé —dijo—. Quizá no la han visto.
Se dirigía a las rocas. La lluvia arreciaba y revolvía el mar y el cielo estaba negro y pesado. De pronto me di cuenta de cuán oscuro estaba. Mientras papá y yo corríamos hacia la orilla del acantilado para ver mejor, el cielo tronó y un relámpago estremeció el aire.
La niña se mantenía a flote moviendo los brazos como aspas del molino, pero era evidente que comenzaba a cansarse. Cada vez que rompía una ola grande, su cabeza se sumergía. Miré hacia la gente en la playa y en los acantilados. Todos estaban detenidos, mirando solamente.
—¿Por qué no hacen nada? —grité.
Papá se llevó las manos a la boca y gritó.
—¡Hey, ayúdenla! ¡Necesita ayuda! ¡No puede nadar! ¡Hey! ¡Hey!
El rugido del viento y el mar ahogó su voz. La gente abajo sólo seguía mirando, algunos de ellos apuntaban con indiferencia hacia el mar como si todo aquello fuera sólo parte del espectáculo.
Mientras tanto la niña seguía siendo arrastrada hacia las rocas.
He pensado mucho en ello desde entonces y todavía no logro comprender por qué nadie hizo nada. Tal vez la situación se veía distinta desde allá abajo. Tal vez pensaron que ella estaba bien, que estaba perfectamente, que sólo estaba jugando. Tal vez no querían hacer el ridículo: echarse un clavado por salvar a una niñita que siempre había estado perfectamente bien... ¿Qué tan bochornoso sería eso? Tal vez estaban asustados. Tal vez esperaban al salvavidas. O tal vez simplemente no les importaba.
No lo sé.
Otro escándalo de truenos estremeció el cielo. Papá gritó de nuevo, intentando que su voz se escuchara sobre el viento, pero era inútil. Corrí hacia el lado derecho del acantilado y me asomé hacia abajo a través de la lluvia hacia el saliente donde Tait y los demás estaban reunidos. Jamie es un buen nadador, pensaba yo, podría ayudarla. Cuando lo vi parado en la orilla quitándose el suéter, sentí una oleada de alivio. Al fin, alguien haría algo.
La niña estaba ya muy cerca de las rocas. Podía ver su cara con bastante claridad. Estaba pálida y horrorizada. Incluso si conseguía evitar las rocas, la corriente la arrastraría hacia alguno de los remolidos que se formaban en las aguas profundas bajo los acantilados.
Volví a mirar a Jamie. No se había movido. Sara estaba parada junto a él con una mirada extraña y fría. Podía jurar que se burlaba de él.
Grité hacia abajo:
—¿Qué esperan?
Ya sea porque el acantilado estaba ligeramente más abajo en aquel lado, ya sea porque mi voz es más aguda que la de mi padre o porque el viento se había calmado por momentos... No lo sé. El caso es que Jamie me oyó. No creo reconociera mi voz, solo oyó un gritó y miró hacia arriba. Entonces entendí enseguida por qué no se había movido: estaba aterrado. Petrificado. Tenía los ojos desmesuradamente abiertos y el rostro lívido. Mi corazón se hundió. Jamie no iba a hacer nada. No podía moverse. Con una mirada vidriosa volvió a mirar el mar. No entraría en él. Ni en mil años. El mar estaba picado, era demasiado impredecible. Demasiado...
En la distancia una flotilla de balsas había rodeado la boya y se dirigía de vuelta a la bahía. La tormenta las mantenía cerca de la orilla. Varios competidores habían decidido abandonar la carreta y arrastraban sus balsas playa arriba.
Papá seguía gritando, pero su voz comenzaba a debilitarse y el viento se hacía cada vez más ruidoso. La gente abajo no podía oírlo. Jamie Tait no podía oírlo, aunque no hubiera hecho ninguna diferencia. Jamie estaba muerto para el mundo, ahí parado en el borde del saliente, el torso desnudo y desamparado, con una sonrisa avergonzada en el rostro. Detrás suyo, Sara observaba y fumaba un cigarro.
La niña estaba prácticamente junto a las rocas. Había dejado de luchar y se limitaba a flotar en el agua como una sucia muñeca de trapo. La corriente la había arrastrado hacia la izquierda de la saliente, donde giraban despiadados remolinos por entre las rocas.
Yo había perdido ya toda esperanza. Todo lo que podía hacer era quedarme ahí parada y observar cómo los remolinos jalaban de ella hacia abajo.
Entonces escuché un solitario ladrido de Deefer. No se había movido durante los truenos y los gritos y la gente que corría de un lado a otro. Seguía rígidamente sentado en la orilla del lado izquierdo del acantilado, mirando fijamente hacia la playa. Conozco la mayoría de sus ladridos —el ladrido de advertencia, el ladrido feliz, el ladrido enojado, el ladrido de conejo—, pero nunca antes había escuchado aquél. Era un sonido extraño: no fuerte, pero increíblemente claro, casi premonitorio. Algo en él me levantó el ánimo.
Mientras el solitario ladrido retumbaba en el acantilado, miré hacia abajo y vi una mancha verde corriendo por la playa.
—¡Lucas! —exclamé.
Papá me miró.
—Allá —señalé—. Es Lucas.
Estaba arriba, sobre las rocas, al pie del acantilado, brincando de piedra en piedra como una cabra montés, virando debajo de la saliente rocosa y apresurándose hacia el mar. Nunca había visto a nadie desplazarse tan deprisa. Descalzo, la ropa empapada y el cabello relamido por la lluvia, Lucas parecía y se movía como algo fuera de este mundo.
Me percaté apenas de que las cabezas giraban y los dedos lo señalaban. Escuché a papá decir:
—¿Qué diablos...?
Lucas entonces se arrojó desde la base del acantilado y comenzó a nadar hacia la niña, atravesando las olas como un torpedo. Pareció no haber pasado ni un instante. No pueden haber pasado ni veinte segundo desde el momento en que lo vi hasta el instante en que alcanzó a la niña. Fue todo tan fácil, tan natural.
Sin siquiera detenerse Lucas tomó a la niña bajo el brazo, se reclinó sobre el costado y nadó con un solo brazo hasta la orilla, dirigiéndose hacia una pequeña caleta arenosa que había a la derecha del promontorio.
—¡Dios mío! —dijo papá... sacudiendo la cabeza con admiración.
Lo miré.
—Se llama Lucas.
—¿Lucas?
—El chico guapo del puente... ¿recuerdas?
Nos miramos por un momento. Había cien preguntas en los ojos de papá, pero ambos sabíamos que no era el momento de hacer preguntas. Volvimos la atención a la playa, donde Lucas salía a zancadas de las olas con la niña en brazos. La tormenta había amainado de repente. Seguía lloviendo, pero el viento ululante se había aplacado y el aire estaba en calma. La multitud se había congregado en el promontorio sobre la playa y observaba la escena con expresión aturdida: ¿Quién es él? ¿De dónde vino? ¿Qué está haciendo?
Lucas no pareció darse cuenta. Depositó a la niña en la arena y se arrodilló a su lado. La niña se veía pálida y débil, pero sus ojos estaban abiertos y noté que movía la cabeza. Las olas habían desacomodado su pequeño y patético bikini negro. La parte superior estaba torcida y sobre un hombro y la parte inferior estaba a medio muslo.
Tal vez si hubiera estado en peores condiciones, sin respirar o seriamente lastimada, Lucas no se habría molestado en tratar de ponerla decente. Solo la habría puesto a salvo y habría comenzado a darle respiración artificial. Pero sí respiraba y no estaba ahogándose o vomitando y había gente mirando, de modo que, ¿Qué daño podía hacer tapándola, ayudándola a verse presentable?
¿Qué daño podía hacer?
Probablemente ninguno si la madre de la niña no hubiera aparecido en la playa en el preciso momento en que él delicadamente le acomodaba la ropa.
La voz de la madre tronó enojada.
—¿Qué haces? ¡Aléjate de ella! ¡Aléjate de mi hija!
En cuanto oyó la voz, Lucas alzó la mirada. La mujer se abalanzaba sobre él atravesando la arena, los ojos desorbitados, el cabello lacio revoloteando al viento y sus facciones desencajadas por la rabia. Blandía enrollado en su mano un programa de la regata y gritaba como una bailarina africana frente al fuego.
—¡Pervertido! ¡Aléjate! ¡Vamos!
Lucas estaba demasiado impactado como para moverse. Mojado hasta los huesos, con la pequeña niña temblando junto a él y la tormenta desencadenada a su alrededor, se quedó mirando fijamente a la mujer con ojos desconcertados y una confusa inocencia en el rostro... ¿Qué sucede? ¿Qué he hecho? ¿Cuál es el problema?
La mujer se aproximaba.
—¡Aléjate, Kylie! ¡Aléjate de él ahora mismo!
La niña estaba aturdida y asustada, y el chillido repentino de la voz de su madre la hizo ovillarse en los brazos de Lucas. Él respondió instintivamente con un abrazo suave y una sonrisa tranquilizadora. Fue entonces cuando la mujer lo golpeó en la cabeza con su programa enrollado.
—¡Déjala en paz! —le rugió en la cara.
Alguien rio nerviosamente desde el promontorio. Lucas se puso en pie y se echó hacia atrás.
—No la estaba lastimando —fue todo lo que dijo.
La mujer lo golpeó de nuevo, luego reacomodó a tirones el bikini de su hija y comenzó a arrastrarla por la playa, sus helados ojos fijos en Lucas.
—Tú...yo sé lo que eres. ¡Eres un pequeño y sucio bastardo! Lucas se había quedado sin habla. Miró en torno suyo con la boca abierta hacia las personas en el promontorio. Lo miraron de vuelta con ojos muertos, sin decir nada. No querían saber. Aquello no tenía nada que ver con ellos.
Mientras pasaba todo esto yo solo me quedé ahí parada mirando hacia abajo, demasiado entumecida para hacer nada. Una sensación de irrealidad me aprisionaba, sustrayéndome de aquel instante. Era como si estuviera viendo una película o una obra de teatro. Aquello sucedía, yo estaba ahí, pero no formaba parte de ello. No podía participar. Estaba demasiado lejos. Todo lo que podía hacer era mirar hacia abajo sin poder creerlo mientras la escena de pesadilla se desarrollaba en la playa.
La mujer se había retirado y defendía su postura en lo alto de la playa, Sin aliento y con una mirada bestial. Su hija estaba parada junto a ella, llorando y temblando, jaloneando patéticamente las cintas de su bikini. Las personas en la saliente comenzaban a murmurar entre sí. Había ahora unas treinta o cuarenta personas. No podía ver a Angel o a Brendell o a Bill, pero podía ver a Jamie ya Sara parados al fondo. Jamie se había vuelto a poner su suéter y parecía haber recobrado la compostura. Había recuperado el control de sí mismo y hablaba tranquilamente con una pareja del pueblo, señalando hacia la playa, explicando algo, sacudiendo la cabeza en señal de preocupación. Entretanto, Sara se había separado de él y estaba aparte, estudiando la multitud. Su rostro estaba marcado por esa pasión sin emociones que ya antes había notado, como si para ella todo fuera un juego, un juego lejano. El juego de la multitud, la dinámica de la multitud...
La multitud...
Las multitudes son algo extraño. Tienen una mente colectiva propia, una mente que ignora el sentido de las partes que las constituyen y que se nutre de las más bajas pasiones. La multitud vio lo que sucedió, vio a Lucas clavarse en el mar para salvar a la niña, sabía la verdad... Pero las multitudes olvidan muy pronto la verdad. El apasionamiento de los actos de la mujer había sembrado dudas en ellos. La mente colectiva estaba tomando el control. Podía verla cambiar de parecer. Podía ver cómo miraba a Lucas y podía imaginar su razonamiento: “bueno, algo debe haber hecho mal. Si no, ¿por qué habría de estar tan enojada la Madre de la niña? Míralo, mira sus ojos: está asustado. El chico asustado. Si no hizo nada, ¿por qué está tan asustado? Sí, debe haber hecho algo malo...”
Lucas comenzaba a alejarse, retrocediendo hacia las rocas, y eso sólo empeoró las cosas: admitía su culpa. La multitud pareció percibirlo, unificando su voz; esto aumentó la confianza en la madre de la niña, que comenzó a gritar de nuevo.
—No creas que te saldrás con la tuya, pequeño pervertido mugroso. Te vi, todos vimos lo que hiciste... Te voy a echar a la policía. Sí... anda, eso es, corre. Ya no te crees tanto, ¿verdad? —escupió en la arena—¡Dios! ¡La gente como tú me da asco! Voy a llamar a la policía...
El viento se había desatado de nuevo. Ráfagas de arena y lluvia revoloteaban en el aire, encapotando el cielo. Miré hacia abajo a través de la llovizna y vi a Lucas desvaneciéndose en silencio entre las rocas al pie del acantilado. La mujer seguía vociferando tras él. La multitud seguía mirándolo. Pero al menos nadie lo perseguía.
¿Al menos nadie lo perseguía...?
No podía creer lo que estaba pensando. Había salvado la vida de la niña cuando nadie hizo nada. Había salvado su vida... y ahora yo sentía alivio porque nadie lo perseguía.
Era increíble.
—Tengo que hablar con él —dije, dando la vuelta para irme.
Papá me tomó del brazo.
—Uaaa, no tan rápido.
—Tengo que hablar con él, papá. Tú viste lo que pasó.
—Espera, Cait. Cálmate.
—Pero tengo que seguirlo.
Me miro a los ojos.
—Solo tranquilízate un minuto. Mírame... —su voz era tranquila. La lluvia goteaba en su frente—. Cait… mírame. No vas a ninguna parte hasta que me digas qué sucede.
—No sucede nada.
—¿De dónde conoces a ese muchacho?
—No hay tiempo, papá...
—Encuentra el tiempo —dijo calmadamente.
Lo miré a los ojos y suspiré.
—Lo conocí ayer en la playa. Hablamos... sólo hablamos de cosas. Es una buena persona, papá. No es justo.
—¿Dónde en la playa?
—Por la bahía, en el Point... pescaba cangrejos.
—¿Cangrejos?
—Solo hablamos de cosas... Es como...
—¿Cómo qué?
Iba a decir: "es como tú", pero me pareció mal, de modo que no lo hice. Dije:
—Te caería bien si lo conocieras. Es bueno, papá. De verdad. Tú viste lo que hizo. Esa niñita habría muerto de no ser por él. Nadie pensaba hacer nada. Y luego esa estúpida mujer viene y...
—No puedes culparla, Cait. Sólo intentaba proteger a su hija.
—Pero Lucas no hizo nada...
—Lo sé, amor —apretó mi mano—. Mira, no te preocupes, hablaré con ella. Le explicaré lo que pasó. Estoy seguro de que lo entenderá.
—¿Hablarás con ella ahora?
Lo pensó por un momento, y luego asintió.
Lo miré.
—Tengo que ir tras él, papá. Antes de que sea demasiado tarde...
—¿Demasiado tarde para qué?
Miré hacia la playa. La lluvia caía en apretadas ráfagas que disolvían el paisaje en una mancha incolora. Sólo podía distinguir la silueta oscurecida de los acantilados ,pero el resto era una cobija grisácea. Ninguna perspectiva, ninguna altura ,ninguna distancia, ningún mar, ninguna tierra firme... solo un cambiante muro de lluvia.
—¿Adónde irá? —preguntó papá.
—No lo sé —admití—. Probablemente hacia el bosque.
—¿Al otro lado del Point?
Asentí.
Sacudió la cabeza.
—No irás ahí.
—Si me voy ahora puedo alcanzarlo en la playa.
Papá pareció titubear.
—Por favor —supliqué—. Solo quiero hablar con él... no tardaré. Solo quiero asegurarme de que se encuentra bien. ¿Por favor?
Ahora que lo pienso en retrospectiva, descubro cuán difícil debió ser esta Decisión para papá. Por lógica tendría que haber dicho que no. Sus instintos deben haberle dicho que dijera que no. ¿Por qué debía dejar a su hija de quince años correr tras un joven extraño en mitad de una tormenta? ¿Por qué habría de confiaren ella?
¿Porqué?
Porque la amaba.
—Anda ,vete, pues —dijo finalmente. Había un dejo de tristeza en su voz, y por un instante cruzó por mi mente la idea de no ir. Era imprudente, era injusto, era estúpido y egoísta... Pero entonces papá limpió de mi mejilla una gota de lluvia y sonrió—. No me decepciones, Cait. Estoy poniendo más fe en ti de laque puedo darme el lujo de perder.
—Note preocupes, papá —lo besé—. Gracias.
—Bien, será mejor que nos vayamos a hablar con la señora loca. Llévate al perro. Te veré de vuelta en casa... Si no estás de vuelta a las seis...
Pero yo ya no podía escucharlo: había atravesado ya medio campo.
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